por Gustavo Burgos
El régimen en su conjunto, con su boato y sus ceremonias, se dispone a conmemorar los 50 años del Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Por ser la fecha, la marca del último decenio que podrá ser recordado masivamente por sus protagonistas, se acrecentó la tentación por lo mismo de hacer de estos actos un cierre definitivo que superara toda expectativa: el añorado NUNCA MÁS. Podría decirse que como si se tratara de un conjuro cada decenio 1983, 1993, 2003 y 2013, expresaron a su manera la necesidad del régimen —una necesidad histérica a veces, neurótica en otras— de darle legitimidad y solemnidad a la contrarrevolución iniciada esa fecha. Esta indisimulada aspiración de la burguesía de sepultar toda perspectiva revolucionaria —una aspiración que transita entre el fetichismo jurídico y el martirologio— sin embargo, está invariablemente condenada al fracaso.
En 1983 el gabinete del diálogo y la apertura —con Jarpa como Ministro del Interior— con los 18.000 soldados a la calle, abrían espacio a una represión masiva, sangrienta y caótica, expresiva de una Dictadura que se inclinaba a su fin y que contra todo pronóstico enfrentaba a un pueblo que volvía a levantarse tras un genocidio. En efecto, los diez años del Golpe fueron una secuela de 1973 y una demostración material que ni la lucha de clases, ni las revoluciones, ni las contrarrevoluciones habían dejado de ser el motor del proceso histórico. A su turno en 1993, primer decenio en Democracia, con Patricio Aylwin en La Moneda —junto a Frei el principal agitador civil de la causa golpista— intentó teniendo a Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército y boinazo mediante, acercar a civiles y militares en lo que era entendido como la viga maestra de la transición pactada. El fracaso de este proceso, que es el fracaso general de la burguesía criolla en dar respuesta a los reclamos democráticos y sociales dio cuerpo al régimen de los 30 años.
En efecto, las conmemoraciones de los 2003 y 2013, los treinta de Lagos y los cuarenta de Piñera, corrieron por canales comunes: los de la institucionalización y la unificación del discurso del régimen. Lagos, que luego de reabrir la puerta «republicana» de Morandé 80 firma el 2005 una Constitución de «todos» surgida en democracia. Aunque resulte risible este discurso se sostuvo. Piñera por su parte, el 2013 levantó su teoría de los cómplices pasivos de la Dictadura con la que aspiraba a reordenar a la Derecha en torno a su ala liberal, por eso cerró el Penal de Peñalolén y mandó a Contreras, Krassnoff y cía a Punta Peuco. Fueron estos los años de mayor cohesión de la burguesía y de mayor capacidad para hilvanar una visión programática. Los treinta años posteriores a la Dictadura fracturaron las organizaciones de los trabajadores reduciéndolas a cáscaras vacías, inoculando parálisis y escepticismo en lo que fuera la vanguardia, dejando el campo abierto para que el inveterado oportunismo de los reformistas flotara en el régimen bajo la premisa de «ir corriendo el cerco» al pinochetismo y convocando a los trabajadores a hacer cualquier cosa menos movilizarse en pos de sus intereses de clase.
Los 50 años —por el contrario— han importado un quiebre en la tendencia descrita. El Gobierno llegó a esta fecha luego de pasar meses suplicando de rodillas al pinochetismo para la firma de una declaración conjunta, en defensa de la democracia. Finalmente debió conformarse con la firma conjunta de Frei, Lagos Bachelet y el propio Piñera. Se trata de una declaración de un profundo significado político, con ella no solo se reivindican los treinta años neoliberales de continuidad con el modelo pinochetista, sino que se otorgan credenciales democráticas a Piñera, responsable de graves violaciones a los DDHH no hace 50 años, sino que el cercano 2019. Con esta declaración Boric y los ex Presidentes de la Concertación están proclamando a voz en cuello que democracia significa Estado de Excepción Constitucional, toque de queda, militares a la calle, más de 50 asesinados, más de 400 mutilados oculares, miles de presos políticos y millones sometidos al terror de una represión brutal. No olvidemos, Piñera declaró —formalmente— la guerra al pueblo, en un arranque que ni el Comandante en Jefe del Ejército fue capaz de respaldar.
Hoy 10 de septiembre, víspera del 11, el Gobierno ha perpetrado un ataque al pueblo no el mayor, pero sí el más significativo. Si una molécula de dignidad política le quedaba a este Gobierno que le permitiese sostener alguna mínima base social, eso hoy lo ha perdido. En un acto propio de una Dictadura, Boric cercenó la marcha conmemorativa del Golpe impidiendo que la izquierda se exprese como si ha podido hacerlo desde 1990. Esto se hizo otorgando credenciales a quienes podían pasar del cerco policial ubicado en calle Amunátegui. La finalidad, bastante pedestre, era permitir que el propio Boric pudiese encabezar la marcha y llegara con ella hasta el Cementerio General donde él hablaría junto al Memorial de los Detenidos Desaparecidos. Se trataba de un hecho que habría de provocar impacto mundial y al menos internacionalmente le permitiría reinstalarse como un joven «transformador» y progresista, un Allende del siglo XXI. Algunos medios oficialistas alcanzaron a titular «Boric encabeza la romería al Cementerio General».
Sin embargo, la maniobra escandalosa para silenciar al pueblo resultó un completo fracaso y Boric logró marchar apenas un par de cuadras y debió devolverse a La Moneda en medio de una batalla campal desatada en la misma casa de gobierno. En realidad, el cerco policial no hizo sino anticipar y expandir los enfrentamientos callejeros haciendo evidente que no se trataba de medidas de control de orden público, sino que de deliberadas medidas de provocación. De hecho las fuerzas de carabineros atacaron un acto musical autorizado, desatando una represión en toda la zona histórica de conmemoración de los caídos. Repetimos, con esto el Gobierno ha perdido toda base social y este hecho —inédito desde 1990— precipita de forma igualmente inédita inconfundibles rasgos dictatoriales, policiaco militares en el régimen.
Si Boric reprime una marcha es porque tiene pánico a la más mínima expresión autonomía y movilización popular. De no haber dispuesto el absurdo cerco policial descrito, la marcha habría transitado con los desórdenes habituales en su término, pero sin ninguna repercusión para su imagen de gobernante. Sin embargo, es su extrema debilidad la que lo obliga a aferrarse a la Derecha pinochetista a todo trance para sostenerse en el poder, operando como agente de erosión de todo apoyo en la izquierda. El Partido Comunista —que vive su etapa senil de transformación en un aparato socialdemócrata— ha sido determinante en este proceso. Resultaba sorprendente escuchar hoy a las parlamentarias comunistas Cariola, Hertz y Pizarro hablar contra el negacionismo y alzar la memoria de detenidos y ejecutados, parlamentarias de un Gobierno cuyo Presidente —Gabriel Boric— hizo una explícita negación de las violaciones a los DDHH a partir del levantamiento popular del 18 de Octubre del 19 al calificar a Piñera de demócrata.
Si alguna lección nos deja el Golpe del 73, esa es que no hay vías institucionales, legales, electorales o pacíficas para acabar con el capitalismo. Nunca hubo tal excepcionalidad chilena —la de las empanadas y vino tinto— que permitiese hacer el Socialismo valiéndose del entramado legal capitalista. La base material de esta concepción, el supuesto constitucionalismo de las FFAA nunca tuvo el más mínimo sustento material. Schneider no estuvo disponible en 1970 para dar un Golpe, por eso lo mataron, sin embargo ello no logra borrar que era un explícito anticomunista. Lo mismo puede decirse de Prats quien unos días después del Golpe le escribe al propio Pinochet deseándole éxito en su gestión. Como trágicamente lo anticipa la célebre Carta de los Cordones a Allende, éste último jamás se apoyó en la fuerza de los trabajadores y siempre estuvo preocupado de mantener el orden constitucional. Desatada la guerra de clases, la Unidad Popular cumplió como última función la de ser un agente paralizante y divisor de las fuerzas populares. Como plantea la Carta, en lugar de cerrar el Congreso y la Corte Suprema, de proponer una salida revolucionaria a la crisis —mientras en sus narices la reacción conspiraba un Golpe— la UP crea el Gabinete Cívico Militar y levanta las manos diciendo «No a la guerra civil», como si lo que estuviese en juego fuesen normas constitucionales y no una revolución.
Por lo mismo, Allende llega a La Moneda no como el simple resultado de la tozudez de sostener una cuarta campaña electoral. Su elección es la expresión concentrada de un largo proceso de desarrollo político del movimiento obrero. El propio Programa de la Unidad Popular no era en ese sentido sino una expresión refleja, reactiva, de aquello que los trabajadores estaban levantando en Chile, Latinoamérica y el mundo. No solo en Cuba, en México, Bolivia, y Argentina, también en Portugal y Francia y en otras latitudes los trabajadores venían protagonizando revoluciones y colosales levantamientos. Las conquistas obtenidas durante la UP como la nacionalización del Cobre, la Reforma Agraria y la creación del Área Social de la Economía, son el resultado prioritario de la rebelión de las bases obreras en contra del régimen. El conjunto de estas medidas importaron de un lado un incremento sustantivo en el nivel de vida de las masas trabajadoras y por otro lado severos golpes a los intereses al gran capital y el imperialismo. Por eso es que el Golpe fue ante todo una contrarrevolución, una contrarrevolución cuya magnitud y profundidad estuvo en directa relación a las ilusiones democráticas que son a su turno la medida y amplitud de las direcciones reformistas tras las cuales se encolumnó el movimiento de la Unidad Popular.
El proceso político abierto a partir del Golpe del 73, de contrarrevolución no se ha cerrado. Porque la Dictadura pinochetista subsecuente estructuró un régimen sustentando en un patrón de acumulación de capital que —en lo esencial— subsiste hasta nuestros días. Se utiliza la expresión neoliberalismo para significar con ello esta nueva forma de estructuración del capital, pero en realidad se habla más especialmente del régimen político. La comedia constitucional en curso —cuyo probable final sea un nuevo rechazo— es la manifestación más elocuente de la descomposición y decadencia del régimen, de su incapacidad para alcanzar legitimidad, de construir partidos de masas y de mantener vivas las ilusiones democráticas.
Contra este orden solo cabe alzarse como ya lo anticiparon los trabajadores y el pueblo a partir del levantamiento del 18 de Octubre, porque dicho levantamiento de Octubre fue un ensayo, un preludio de nuevos enfrentamientos, una valiosa experiencia en la que toda una nueva generación despertó a la lucha política y a la revolución. Hacer algo distinto es garantía de nuevas derrotas y aún del ascenso del fascismo que está a la vuelta de la esquina. Por lo mismo, la frustración de este levantamiento en buena medida explica los límites de la actual situación pero también su proyección y fortaleza. Porque —por supuesto— no se trata de una simple conformación de mayorías electorales, plebiscitos o listas parlamentarias. Se trata de aquilatar la experiencia de conjunto de la lucha de los trabajadores, de reivindicar a los caídos en combate y de alzar las banderas de la revolución social. Paso a paso, cada movimiento en esta lucha deja una estela de experiencia que ha de servir para la construcción de una nueva dirección política de los trabajadores y este es el centro del problema político de la clase al día de hoy: la preparación para nuevas luchas y la reivindicación en medio de esta crisis del poder obrero y el Gobierno de la Clase Trabajadora. Porque para la causa de los trabajadores y desde hace 50 años La Moneda sigue en llamas y nuestro homenaje a los caídos será la victoria.