por Nicholas Wade //
La principal conclusión a la que llegamos en este trabajo, a saber, que el hombre desciende de una forma de organización inferior, provocará, lamento decirlo, el desagrado de muchos. Pero tampoco es posible dudar de que descendemos de un grupo de bárbaros. Nunca olvidaré el estupor que me causó ver a un grupo de fueguinos en una costa irregular y salvaje, cuando me cruzó por la cabeza la idea de que aquellos eran nuestros ancestros. Aquellos hombres iban totalmente desnudos y embadurnados de pintura; sus cabellos eran largos y enmarañados, estaban excitados y echaban espuma por la boca, y su cara mostraba una expresión salvaje, de temor y desconfianza. Apenas poseían destreza alguna y, como los animales salvajes, vivían de lo que podían cazar; carecían de gobierno y eran despiadados con los que no pertenecían a su propia tribu… Podemos perdonar al hombre que se sienta orgulloso de haber ascendido, aunque no por su propio esfuerzo, hasta la cima misma de la escala orgánica, y que por el hecho de que al haber ascendido de este modo, en vez de haber sido colocado en el lugar que ocupa desde su origen, pueda abrigar la esperanza de alcanzar un destino todavía más alto en un futuro lejano. Pero no es la esperanza ni el temor lo que nos ocupa aquí; solo la verdad, en la medida en que nuestra razón nos permita descubrirla, y yo he dado pruebas de ello lo mejor que he sabido. Debemos, sin embargo, reconocer, como me lo parece a mí, que el hombre, pese a todas sus nobles cualidades, pese a la simpatía que siente por los más débiles y a la benevolencia que aplica no solo a los demás hombres sino a las más humildes criaturas vivas, pese a su intelecto divino que ha sido capaz de penetrar y deducir los movimientos y la constitución del sistema solar –pese a todos estos exaltados poderes– todavía lleva en su cuerpo la marca indeleble de su humilde origen.
Charles Darwin, El origen del hombre
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