por Diego Trerotola
Cuando Antonio Banderas había regresado al cine de Almodóvar para interpretar el cirujano plástico de “La piel que habito” hace ocho años, parecía que el actor había vuelto a las fuentes que lo bautizaron como una estrella, uno de esos cuerpos que el cine modela para los deseos universales. Banderas regresó como latin lover, ese rótulo extranjero, potenciado por su estrellato en Hollywood, no solo en las películas sino en la vida, como pareja de la actriz Melanie Griffith. Por eso ahora tenía un glam más prefabricado que no era propio del joven de veinte años que seducía más rústicamente en el cine almodovariano de los 80, el chongo estilizado en medio de comedias camp desatadas. Ya multiplicado y reconvertido en franquicia de diseño, Banderas llegó a ser una fragancia que se vende en farmacias. Su cuerpo pareció no aceptar tanta expansión y se la cobró con tres intervenciones cardíacas, la última luego de un ataque al corazón en 2017. Ahora, como un pájaro herido, Banderas vuelve al nido almodovariano, con casi 60 años, para conjugar su experiencia con la del cineasta que le puso el cuerpo en escena. En principio, “Dolor y gloria” es una operación a corazones abiertos, un diálogo al desnudo entre un cineasta y su alter ego, un juego de reflejos que no son narcisistas, porque no están enamorados de su imagen especular sino extrañados, atrapados en el espejo.