Hay seres que nunca harán nada digno de mirar o de considerar. En la mayoría de los casos, no será suya la culpa: no han tenido preparación ni oportunidad para ello, o la vida se les ha presentado en tal forma, que apenas les ha permitido luchar para subsistir, es decir, para trabajar, es decir, para pelear diariamente y durante horas, ocho, diez o doce, con los más heterogéneos y extraños elementos: con el barro, el que hace adobes; con grasientas y ensangrentadas piltrafas de cuero de animal, el curtidor; con maderas, clavos y duras herramientas, el carpintero de obra; con trozos de suela y con zapatos viejos y malolientes, el zapatero; con una manivela que debe hacer girar incansablemente o con una bocina que debe tocar diez, cien, mil veces al día —muchas veces sin necesidad y sólo por hábito—, el conductor de vehículos motorizados; con fríos hierros, potes de grasa y tarros de aceite, el mecánico; con un escobillón, un tarro y un carretón hirviente de moscas, el basurero… ¿A qué seguir? La lista de trabajadores es interminable, así como es interminable el número de oficios que desempeñan. ¿Qué tiempo, qué oportunidad? Sin olvidar que el contacto diario y durante años con el barro, los cueros, las maderas, la manivela, los hierros y el carretón repleto de basura terminan por dar a su personalidad una condición semejante a la que esos elementos tienen.
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