Permítaseme recordar un atardecer de verano en Lautaro, mi pueblo natal, veinte años después de que ocurriera esta escena. Ritualmente salíamos al atardecer a caminar por el pueblo donde ahora sólo me podría acompañar “el buen crepúsculo/ ese único amigo que me queda” (cito a Nicanor Parra). Salíamos con mi hermano Iván, mi padre, Liro Mancilla, y el actual traductor de Esenin, Gabriel Barra, al puente de Cautín para llegar a la última casa del pueblo y luego tomar unas cervezas en el Club Conservador. Ahora bien, caminábamos cuando siento el brusco frenar de un auto (una ranchera) y de él apareció entre la vaga neblina del crepúsculo Pablo de Rokha. “Compañero Teillier –me dice– vengo desde Los Ángeles muerto de ganas de comerme unas patitas de vaca”. Mientras me restregaba la mano dolorida por su vigoroso saludo lo presenté a mis acompañantes. Mi padre me llamó aparte. “El único lugar donde podríamos ir a comer patitas es donde doña Margarita, pero no creo que al poeta le gustaría ese ambiente”, me dijo. “Es el mejor ambiente donde lo podrías invitar”, le respondí. A él no le gustan las cosas siúticas ni pitucas, es popular. Doña Margarita era dueña de una frutería en el barrio Cuyaquén, al lado de la vía férrea. Su hijo era llamado “El caimán” y su esposo era un ciego gigantesco que habitualmente oscilaba entre la embriaguez parcial y la completa y una de cuyas habituales ocupaciones era la de lanzarle piedras al tren de carga de las cuatro que le interrumpían la siesta. Su sueño era sagrado. La frutería era en realidad una especie de pantalla. Lo importante no era ir donde doña Margarita a comprar frutas, sino acceder a su sanctasantorum, la trastienda en donde sus conocidos probaban los frutos de su buena mano. Privilegiados conocidos: el alcalde, el gobernador, el oficial del Registro Civil y hasta el sargento de carabineros encargado de controlar el clandestinaje, que jamás sacaba un parte donde doña Margarita.
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