El tiempo de la Revolución es particular, no cesa de acelerarse. Entre el 7 de mayo de 1794 (18 de floreal) y el 8 de junio (20 prairial), en que se desarrolla, conforme al artículo XV del decreto votado por la Convención, la Fiesta nacional del Ser supremo, que conoció, al decir de los contemporáneos y del mismo Michelet, un inmenso éxito popular, pasó un mes. Entre el 20 de prairial y el 8 de thermidor (26 de julio), entre el Capitolio y la roca tarpeya, un mes y medio: la revancha de Rousseau no ha durado mucho y Robespierre se hunde bajo los ataques de aquellos a quienes había denunciado, los representantes en misión, descristianizadores impenitentes, del pantano, de los contrarevolucionarios del interior y del extranjero, de sus propios compañeros, excepto el último reducto de sus fieles, y, más generalmente, de todos aquellos a los que las leyes de prairial (10 de junio) habían exacerbado las tensiones o enfriado los ardores transformadores; enfrente las masas cansadas, frustradas, desmovilizadas. Su última intervención lo reconoce sin ambages.
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