por Gustavo Burgos //
El triunfo de Piñera en la pasada elección presidencial debe ser considerado una derrota transitoria para los trabajadores. La burguesía ha logrado pasar a la ofensiva, ha retomado la iniciativa política y movilizado a todas las fuerzas de la reacción en defensa de su posición dentro del régimen.
Las aritméticas electorales son sencillas. El triunfo electoral de la derecha se debe a su capacidad de movilizarse y de señalar un objetivo político simple: la defensa del régimen, la estabilidad, la protección del gran capital para superar los problemas sociales. Una respuesta de derecha para congelar el proceso de reformas y restaurar el modelo herido de la interminable transición.
No muy distinto era el programa político de Guillier y la alicaída Nueva Mayoría, Fuerza de la Mayoría, Concertación o como quiera que hoy se denomine. El candidato del oficialismo, no obstante conocer de que su única oportunidad de avanzar electoralmente era asumiendo un programa reformista –como lo hizo Bachelet el 2013- se mantuvo firme en su postura de “defender lo avanzado”. Si bien es cierto que en la forma se expresó como continuidad respecto del Gobierno de Bachelet, en su contenido se alejó de él.
En efecto, Guillier centró su discurso –más allá de los ripios de un mal candidato- en una política reaccionaria que ponía el énfasis en la defensa del régimen y no en su transformación. Una idea clara de este aserto lo encontramos en su tozuda resistencia a hacer propio el reclamo de NO+AFP, limitándose a plantear “mejoras” al sistema previsional, creando una AFP estatal sin diferencias sustanciales de lo que planteaba Piñera. A días de la segunda vuelta la declaración de uno de sus jefes programáticos en defensa de las AFP, resulta expresiva de esta idea.
Finalmente el electorado, colocado frente a dos candidatos conservadores, más bien de derecha (o “derechas” como dicen en España) simplemente prefirió aquella fórmula que resultaba más coherente y se inclinó por aquella que genuinamente se presentaba como reaccionaria, aquella que de verdad parecía conjurar los miedos que se habían incubado en largos años del moribundo Gobierno de Bachelet. Son los 600.000 votos del miedo, salidos de las catacumbas del pinochetismo.
Si Guillier realmente hubiese puesto al centro el ganar las elecciones, sobre todo después de la alarmante baja electoral de la primera vuelta que le obligaba girar hacia la izquierda, se habría apropiado del discurso de la izquierda frenteamplista que era el espacio donde naturalmente podía crecer en votos. Sin embargo, con estoica disciplina de clase, prefirió apostar por el gradualismo que caracterizó a la Concertación, aquél con el cual se han hundido con la bandera la tope.
Pero el triunfo de la reacción piñerista no puede leerse como algo puramente electoral, no se trata simplemente de “nueve puntos”. Quienes razonan en esta línea capitulan a la democracia burguesa y le atribuyen la capacidad de dar expresión política a las mayorías, cuando en realidad la democracia burguesa en tanto tal, es una forma de garantizar que la minoría explotadora domine a la mayoría explotada. Si esta regla se rompe, invariablemente, la propia burguesía rompe la institucionalidad.
El triunfo de Piñera –no podría ser de otra forma- es el resultado radical del hundimiento del reformismo burgués y socialdemócrata. Aunque los medios de comunicación patronales expliquen la pérdida de legitimidad de Bachelet en el escándalo de corrupción que acarreó el llamado caso CAVAL, la verdad es que la bandera levantada por Bachelet -la de la Educación Gratuita- le resultó muy pesada e imposible de materializar.
Si bien es cierto evaluado como gobierno burgués –lo dicen los organismos internacionales- el Gobierno de Bachelet fue un éxito que inclusive logró apuntar diversos aspectos de su programa de gratuidad educacional, en su conjunto y en relación con el movimiento que pretendió encabezar, fue un completo fracaso como movimiento reformista.
Los movimientos deben observarse desde su materialidad, no desde el discurso, y la materialidad de Bachelet tuvo como resultado desmontar el poderoso movimiento que le sirvió de base a la montonera de votos con la que llegó a La Moneda.
Las pruebas de esto resultan indesmentibles: el movimiento estudiantil de 2011 fue reducido a la irrelevancia y el CONFECH terminó siendo el vagón de cola del Gobierno y sus cuadros cooptados ya al Congreso, cuando no directamente al Ministerio de Educación (Boric, Jackson, Vallejo, etc.); la CUT y la ANEF, como principales organizaciones de trabajadores terminaron desfondadas, quebradas, sin capacidad de movilización, pagando el costo de haber respaldado una Reforma Laboral que más allá de las declaraciones, en los hechos, constituye un retroceso y debilitamiento de los sindicatos, de su capacidad negociadora y de huelga.
Pero el punto principal allí donde la quiebra del itinerario reformista de Bachelet se hizo patente, fue en su relación con el Movimiento NO+AFP. En efecto, la mayor movilización obrera desde el retorno a la democracia, aquella que convocó a millones en diversas jornadas desde el 2015 hasta el Plebiscito octubre de este año, que convocó a más de un millón de trabajadores, fue enfrentada por Bachelet. El oficialismo, terca y penosamente, salió a desvirtuar el movimiento en una vergonzosa defensa de los intereses de banca que parasita de los trescientos mil millones de dólares que administran las AFP. Bachelet hizo propio el discurso de la quiebra del modelo de reparto solidario y las reformas que impulsó en esta materia buscaron acentuar y mejorar el negocio para los especuladores financieros, a costa del hambre de nuestros jubilados y del futuro del conjunto de los trabajadores.
Compañeros, no compremos el vergonzante discurso de que a Piñera lo eligieron los “fachos pobres”. No, esto categóricamente no es así, el triunfo de Piñera es el resultado prioritariamente de la incapacidad del reformismo burgués de dar respuesta a las reivindicaciones de los trabajadores y de los explotados en general. Esta falta de respuesta determinó su quiebra política. La mala campaña de Guillier, la llamada división de la centroizquierda en varias candidaturas son la consecuencia y en ningún caso la razón de que Piñera vuelva a La Moneda.
Hay un tercer aspecto de la coyuntura que quizá resulta el de mayor importancia: la izquierda, los trabajadores, no han logrado una expresión política autónoma.
Miremos a Chile desde el exterior. Desde el año 2005 y hasta el 2022, nuestro país ha sido y será gobernado por dos personas: Bachelet y Piñera. Dieciséis años de un periplo en que el régimen pinochetista –sin Pinochet- se modula, entra en crisis, se transforma, pero subsiste en su esencia. Uno poco de ficción para ilustrar esta idea: si Bachelet se presentara nuevamente a elecciones para el 2022, prefiguraría quizá un tercer gobierno de Piñera hasta el 2030.
Algo pasa en nuestro país y nada tiene que ver ni con la Cordillera ni con la corriente de Humboldt ni con el Cabo de Hornos. Nuestro país ya ha vivido períodos semejantes, precisamente después de la Guerra Civil de 1891, inaugurando el olvidado e intrascendente período de la República Parlamentaria, una época en que un par de familias -la fronda aristocrática de Alberto Edwards- se reparte el poder al placer sin mayor intervención de las masas. Este régimen patronal, rentista, latifundiario y pro imperialista que nos legara como mayor emblema de su banalidad el sándwich Barros Luco.
La ruptura de este régimen fue el resultado de la irrupción del movimiento obrero que en un largo proceso desde las Mancomunales, culminó con la construcción de la FOCH y los grandes partidos obreros el PC de Recabarren y el PS de Grove. Que tal irrupción haya devenido en el reformismo obrero de los Frentes Populares y aquella tradición proletaria que se estrellara en el allendismo de la Vía Chilena al Socialismo, en modo alguno puede despreciarse. Se trata de generaciones de trabajadores que construyeron una tradición y una épica que hasta el día de hoy sigue alimentando la identidad de la izquierda chilena.
Esta tradición no entronca ni puede verse expresada en el Frente Amplio, por más que este último se encuentre a la izquierda de las fuerzas dominantes del régimen. Por encima de su éxito electoral, que ya hemos revisado en oportunidades anteriores, el Frente Amplio –por una cuestión de clase- es una respuesta burguesa a la crisis crónica del régimen y lo es porque pretende dar respuesta a los problemas de las masas en el plano institucional, preservando la gran propiedad privada de los medios de producción.
En una segunda línea de análisis, el Frente Amplio ya demostró en extremo sus posibilidades. Colocado en la disyuntiva de levantar una política radical de ruptura con el régimen, el Frente Amplio se inclinó por una de sus variantes. De forma oblicua, sin un llamado central, como se quiera, pero en último término el Frente Amplio llamó a votar por Guillier y convocó a su sector a participar de esta derrota, propiciando la derrota de su propio itinerario reformista. No desaparecerán, es más, lo más probable es que montados en su importante representación parlamentaria crezcan y se sigan desarrollando, pero ese crecimiento y desarrollo será de espalda a los trabajadores y lo será como corriente burguesa, como un nuevo PPD.
La izquierda, aquella que se reivindica de los trabajadores y la revolución socialista, tiene un enorme desafío. La izquierda enfrenta hoy día en concreto, la necesidad de interpretar correctamente este momento de derrota transitoria y aprovechar la confusión para construirse como dirección del movimiento.
Los trabajadores vienen luchando de forma independiente y lo expresan como movimiento NO+AFP y en el sinnúmero de conflictos que diariamente se desarrollan a lo largo del país. La ofensiva piñerista activará nuevos procesos de resistencia y a ellos la salida institucional y electoral no representará nada en lo absoluto. Es necesario unificar estos conflictos y darles un carácter de clase proyectándolos contra el régimen.
Cada lucha –por mínima que parezca- hoy día es fundamental porque resulta imprescindible retomar la iniciativa, conjurar la amenaza piñerista y desplegar una política que se plantee abiertamente el poder. Esto en modo alguno significa que aquello se encuentre a la vuelta de la esquina –nada más lejos de la realidad- será un proceso arduo, extenso, con avances y retrocesos, pero se trata de un proceso de reconstrucción política que es imprescindible realizar si queremos construirnos como vía disruptiva al régimen, como la alternativa de la revolución social.
En esta lucha debemos priorizar por las instancias de unidad de los trabajadores, de independencia de clase y a la movilización permanente. Es necesario demostrar –en la práctica- que son los trabajadores, quienes día a día construyen y hacen funcionar a este país, quienes deben gobernar, que sólo así se garantizará la democracia, aquella que se asienta en los órganos de poder de la mayoría trabajadora.
En torno a esta perspectiva, que abiertamente ha de plantearse como revolucionaria socialista, es que podrá reconstruirse la izquierda, como partido de la revolución socialista, como fracción de los explotados en la lucha en contra de los patrones y el imperialismo.
Esta derrota, que es el simple triunfo electoral de Piñera y la debacle del reformismo burgués, abre paso a otra cuestión: es imposible que Piñera se imponga y desarrolle su política de reacción democrática, porque la perspectiva es efectivamente la inversa. A Piñera lo espera lo que a PPK en Perú que mañana espera su destitución por el Congreso; lo espera lo de Macri en Argentina, acorralado por un alzamiento popular en respuesta a su ofensiva antiobrera. Es imposible, porque es la hora en que la izquierda se pone de pie.
(Fotografía: Cine Rex, Centro De Santiago, 1957)