Parvus: «Golpe de estado y huelga política de masas»

En la lucha de los partidos alemanes sostenedores del estado contra el “enemigo interno”, se ha producido una pausa. Era muy natural una retirada temporaria de la reacción después del lamentable desenlace del proyecto de golpe de estado. Pero a esto se ha agregado la complicación de la situación política exterior. La atención de los más poderosos (grandes estadistas y arribistas de todo cipo) ha sido desviada hacia otras direcciones. Se manejan de aquí para allá planes de gran importancia, cuya significación naturalmente nadie tiene en claro. Pero una cosa es segura: tales planes requieren mucho dinero. Y entonces no se desea aumentar aún más el descontento de las masas populares. El gobierno cede ante el estado de ánimo de los círculos que lo rodean y muestra un rostro más amistoso. Y así pudimos ver cómo se daba satisfacción a una huelga desde el despacho ministerial. De todos modos no desaparecieron los arrebatos espontáneos de la furia de clase capitalista.

Este estado de cosas probablemente no dure mucho. Cuando aparezcan los grandes proyectos de la marina, los “sostenedores del estado” volverán a percibir desagradablemente la oposición socialdemócrata, y el viejo odio volverá a descargarse con particular violencia. Y nuevamente la lucha contra el “cambio” será retomada.

Lo que pretenden en última instancia los paladines del golpe ya ha quedado claro en su momento: se trata de la destrucción de la constitución. El golpe de estado fue proclamado abiertamente. Solamente queremos recordar el folleto del general mayor V. Boguslawski. Este militar en situación de disponibilidad va derecho al grano. Opina: “Al asaltante callejero que me ataca en un camino solitario o que irrumpe de noche en mi casa, no lo desarmaré dándole una conferencia sobre lo ilegal de su proceder o pretendiendo echarlo de mi casa en base al artículo X del código penal, sino que haré bien en ponerle un revólver bajo la nariz y matarlo de un tiro al menor movimiento. Su irrupción demuestra que las puertas y cerraduras de la casa no eran suficientemente seguras para impedirle el paso al ladrón. Pero si se encuentran lugares así en el edificio social actual y el ladrón ya se encuentra en nuestra casa, entonces solamente una acción decidida llevada hasta sus últimas consecuencias podrá ahuyentarlo. Después de ella podremos pensar en mejorar puertas y cerrojos.” “Y teniendo una idea de qué es lo que se puede esperar, ¿no se justifica empuñar el arma?”

Del programa de este general tan resuelto destacamos lo siguiente: “Prohibición de los escritos, periódicos y organizaciones socialdemócratas; introducción de la pena de destierro y expatriación de los dirigentes en caso de actividades socialdemócratas, pena que debería ser estudiada más en detalle; introducción de la deportación a criterio del juez, en lugar de la pena de prisión con reclusión, para los delitos de rebelión, conspiración o intentos de ella; abolición del voto secreto y universal y de la segunda vuelta electoral; constitución de una cámara alta con amplios derechos.”

¿Pero cómo llevar estas medidas a. la práctica? En los partidos, es decir en el Reichstag, este general tan resuelto ya no deposita muchas esperanzas. “Si se considera el caso de que el Reichstag rechace en forma definitiva todas las proposiciones que se le hacen, entonces se justificaría un llamamiento directo del emperador y la corona… Si suponemos que este medio tampoco llevará a la meta, entonces nos encontraríamos ante un punto crucial, en el que los medios usuales estarían fracasando.” Y a continuación, nuestro paladín del orden y las buenas costumbres construye decididamente, un derecho del golpe de estado. Él golpe de estado en ciertas situaciones sería una necesidad histórica. “Según la letra de la ley, un golpe de estado está tan poco justificado como una revolución. Pero aquél puede llevar, tanto como ésta, la marca distintiva de una legitimación interior; pues si desde un punto de vista ético no se rechaza la revolución que enfrenta a una tiranía realmente insoportable, tampoco se podrá, con justicia, condenar un golpe de estado que se dirige contra una dominación demagógica, o que se lleva a cabo con el convencimiento de la necesidad de prevenir una situación de ese tipo” Y su escrito se cierra con las palabras: “No se trata, como dicen nuestros enemigos, de mezquinas medidas policiales (no hay nada que odiemos más que la arbitrariedad policial) sino de una gran lucha, que será llevada a cabo con medios importantes y de gran poder.”

Como es bien sabido el escrito del general V. Boguslawski no tuvo nada de excepcional. Refleja el estado de ánimo general de los sectores sostenedores del estado, en especial de los militares. Estos últimos le dieron una acogida de ilimitado entusiasmo. Por ejemplo, la redacción del muy respetable Jahrbücher für die deutsche Armee und Marine [Anuario para el ejército y la marina alemana] dice, en su comentario sobre dicho folleto: “[El escrito] da justo en el blanco y resulta la palabra adecuada en el momento preciso, un llamado de atención severo en la lucha contra la socialdemocracia … Pienso que si todavía hay quienes no tienen en claro hacia dónde nos conduce el lamentable „valor de la sangre fría‟ frente a semejante enemigo, ¡pues a esos ya no se los puede ayudar! Un partido cuyos propios dirigentes reconocen que se trata de problemas de poder a resolver en un terreno que no es el parlamentario, pone él mismo la espada en las manos de los partidos que apoyan al estado. Quiera Dios que la voz de Boguslawski no se pierda como la del predicador en el desierto.”

Creímos que era imprescindible investigar seriamente y en primera instancia la situación real. Hasta dónde podría llegar la reacción, cuáles son las consecuencias que podrían sobrevenir y cuáles los medios que posee la clase trabajadora para rechazarla. En esa tarea pronto pudimos comprobar que la lucha no comprometía solamente a la clase trabajadora. El ataque a las libertades políticas iniciado por la reacción como una lucha contra la socialdemocracia, llegaría a generar un poderoso movimiento de protesta de toda la población, ante el cual caería derrotada indefectiblemente.

Un gobierno que impide la libre expresión política de las contradicciones de clase en el capitalismo, se convierte con ello en chivo emisario general de la lucha de clases capitalista.

La reacción ya no tiene ninguna salida en la lucha política contra la clase trabajadora. La partida, está perdida. De acuerdo con la táctica que se elija podrá durar algo más o algo menos. Pero el final, un final rápido, no ofrece ninguna duda: la reacción pierde la partida, el proletariado se afirma como vencedor en el campo de batalla. Por ello lo mejor que podría hacer aquélla es retirarse a tiempo, mientras esté todavía en condiciones de pagar sus deudas cada vez más abultadas.

La socialdemocracia tiene sus cartas sobre la mesa, ¡Que los otros se preocupen de ver cómo se las arreglan!

En este trabajo nombraremos con frecuencia a Friedrich Engels. En realidad esto no requiere ninguna explicación especial, sin embargo hay una razón particular para hacerlo: las últimas ideas de Friedrich Engels sobre las prácticas del movimiento obrero, vertidas el año último en su “Introducción” a la nueva edición de Las luchas de clases en Francia, de Karl Marx, en muchos casos han sido malinterpretadas.

I El nuevo curso

Desde hace algunos años a los gobiernos capitalistas ya nada les sale bien. Éste no es sólo el caso de Alemania. En Francia, en Austria, en Inglaterra, en Italia, en todas partes sucede lo mismo. Los gobiernos se encuentran en conflicto permanente, ya sea con los representantes populares, con la opinión pública, o con los dos al mismo tiempo.

En Alemania, en Austria, en Francia es evidente que es la socialdemocracia la que en primer término le obstaculiza el camino… ¡En Austria el conflicto se presenta porque la clase trabajadora no posee el derecho del sufragio universal, y en los otros dos países porque la clase trabajadora sí posee este derecho! Esto debería dejarles múltiples enseñanzas a las clases dominantes si el egoísmo no les impidiera acceder a la sensatez.

Tomemos el caso de Alemania, que nos es el más cercano. Aquí ya sabemos cómo son las cosas. El “nuevo curso” sólo cuenta con unos pocos años de vigencia pero ya tiene en su haber muchas derrotas. Avanza rápidamente: de fracaso en fracaso. Es inconstante, como el humor de los enamorados. Nadie sabe qué es lo que el día que se avecina traerá consigo en el mundo de la política. Hoy, “reino social”, mañana, el estado convertido en dominio de los terratenientes. Hoy el estado se plantea ser el soporte de la cultura, el promotor del arte y de la ciencia, y mañana reinan las sotanas y los policías sobre la literatura y el arte. La más mínima situación puede ser agrandada promoviendo una gran intervención del estado. A cada momento, bruscos estallidos: la totalidad del aparato estatal se pone en acción como si se tratara de salvar a la patria, los “patriotas” son convocados de urgencia, pero pronto se descubre que había mucho ruido pero pocas nueces. La opinión pública es irritada. La ciudadanía mueve la cabeza ante este sube y baja político y se pregunta con preocupación: ¿Qué es todo esto? ¿Qué se busca? ¿Hacia dónde vamos?

Las personas dirigentes cambian como los muñecos en un juego. Apenas se conectan con su tarea, ya tienen que partir. En estas circunstancias los planes a largo plazo son imposibles. Los funcionarios no se mantienen en sus cargos. Tal inestabilidad, ¿no convierte a su política en un juego dominado por la casualidad y los estados de ánimo?

A la charlatanería se le abren de par en par las puertas da la actividad pública. La intriga, las camarillas, las relaciones personales, al arribismo, alcanzan la máxima valoración.

Entre la dirección del estado y el pueblo se va abriendo un profundo abismo. El “nuevo curso” ha puesto a todos en su contra y no ha dado satisfacción a nadie. ¿Dónde está el partido sobre el cual puede apoyarse? Todos formulan grandes exigencias pero ninguno quiere comprometerse con él.

La máquina productora de leyes, es decir el Reichstag, está descompuesta. Uno tras otros son rechazados los proyectos gubernamentales. Puede suceder así que algún gobierno que no vea en la voluntad del pueblo la ley suprema considere que todo el ordenamiento parlamentario es algo incómodo, molesto. Baste recordar la atmósfera de encono demostrada abiertamente por los representantes del gobierno durante la última sesión del Reichstag, y no será fácil descartar esta posibilidad.

Y qué decir de manifestaciones como las del ex ministro von Köller: “El gobierno necesita de ustedes solamente en la medida en que tienen que aprobar las leyes que se les presenta y autorizar los impuestos.” Esta frase, ¿no podría ser traspuesta de la siguiente forma: “Si no aprueban los proyectos y no autorizan los presupuestos el gobierno no sólo no los necesita, sino que los considera molestos y desagradables”? Esto querrá decir que el Reichstag sólo sería bienvenido si se degrada convirtiéndose en un aparato de decir sí. Que el Reichstag debe analizar los proyectos, que debe presentar proyectos por sí mismo, que es el verdadero cuerpo legislativo con más derecho que el consejo de estado, que el gobierno debe rendirle cuenta, que su existencia no depende en modo alguno del gobierno, que es el representante del pueblo, todo esto es ignorado en las mencionadas expresiones de un ministro del interior.

Pero lo que más problemas les crea a los genios del gobierno en Alemania frente a la actividad parlamentaria, es la socialdemocracia. Desde 1890 toda la oposición política en el Estado Alemán se basa en ella. Si la socialdemocracia no existiera, el proyecto no habría encontrado las grandes dificultades que tuvo que superar y el impuesto al tabaco ya habría sido aprobado desde hace tiempo.

La influencia política que ejerce la socialdemocracia es en parte directa por el número de sus representantes en el Reichstag ante el fraccionamiento de los partidos burgueses, pero fundamentalmente es indirecta por mantener a dichos partidos en un estado de preocupación y temor por la suerte de sus mandatos parlamentados. Lo que le da su mayor fuerza a la socialdemocracia es su crítica implacable. Con ella ejerce su máxima presión sobre la opinión pública. Los partidos burgueses temen ser desenmascarados por la socialdemocracia ante los votantes, y por ello ésta domina la situación política.

De tal manera el odio contra la socialdemocracia se basa en que ella es la representante más audaz y despiadada de los intereses del pueblo trabajador, que bajo el sufragio universal es factor definitorio en las elecciones. La socialdemocracia recoge su fuerza parlamentaria del derecho de sufragio universal, y es por ello que este derecho molesta a los partidos burgueses, pues les advierte que deben rendir cuentas de sus acciones ante el pueblo.

Debido a la presencia de la socialdemocracia los partidos burgueses son prácticamente obligados a tomar una posición opositora. La socialdemocracia marca el tono. Aunque formalmente no es reconocida como líder, en realidad dirige la totalidad, de la aposición parlamentaria.

Esta es la razón por la que los portavoces del “nuevo curso” consideran a la socialdemocracia como su enemigo principal. Para esta gente no se trata de los planes futuros de la socialdemocracia sino de su peso actual. A todos aquellos que van de aquí para allá con proyectos de nuevos impuestos al consumo, nuevas tarifas aduaneras, nuevos armamentos militares, nuevas construcciones de fortificaciones, etc., la socialdemocracia se les cruza en el camino a cada paso. Este es el núcleo de la cuestión.

El “nuevo curso” (y con esto no nos referimos a las personalidades que lo sostienen sino a cierta posición política, que por su actuación desconsiderada, provocadora, grandilocuente, ha puesto a la opinión pública en su contra y fortalecido la oposición) llega consecuentemente al punto de lanzarse con todo su poder sobre la socialdemocracia como el fundamento de la oposición. Se quiere eliminar a la socialdemocracia para luego terminar tanto más fácilmente con la oposición burguesa.

¿Cómo eliminar a la socialdemocracia del Reichstag? Para todos es claro que para eso hay que abolir ante todo el sufragio universal. Esta es también la tarea en la que arduamente se afanan desde hace tanto tiempo muchos salvadores del estado, con título o sin él.

II La abolición del sufragio universal

La primera cuestión que requiere una aclaración es la siguiente: ¿Es posible eliminar el derecho del sufragio universal en el Estado Alemán?

La dificultad no está en la destrucción, sino en la reconstrucción. La dificultad consiste en saber ¿con qué sistema electoral se va a sustituir el derecho del sufragio universal? Y ahí está la cosa: no existe sistema electoral alguno, aparte del sistema del derecho universal, que satisfaga a la totalidad de los agrupamientos económicos y políticos dentro de la sociedad capitalista. Austria nos brinda justamente la mejor de las confirmaciones de esto, Allí ya se han diseñado con todo cuidado un sinnúmero de proyectos electorales, pero ninguno logra ser aceptado: solamente el miedo a la socialdemocracia mantiene alejados a los partidos del sufragio universal. Pero es más sencillo sustituir un mal sistema electoral por uno mejor, es decir el sufragio universal, como podría hacerse en Austria, que hacer lo inverso, como se quiere hacer en Alemania.1

En Austria, es cierto, se agrega además el problema del fraccionamiento nacional; pero en grado menor éste también es el caso de Alemania. Aquí ante todo debe tomarse en cuenta su carácter de estado federado y la diferenciación confesional. En el Estado Alemán existe una línea divisoria de credos religiosos que puede actuar

1 Como la importancia política de las dietas de los Länder, si se las compara con el Reichstag, es muy escasa, los antagonismos entre los partidos burgueses se manifiestan en ellas con menor aspereza. No obstante, en: Sajonia se cuidaron muy bien de suprimir el sufragio universal; en vez de ello se introdujo el sufragio de tres clases a la prusiana, o sea con elección común de diputados. Lo único que se ha alcanzado con ello es que ni la clase obrera, ni la clase media., ni la clase de los capitalistas puedan elegir independientemente sus diputados. Es éste un sistema electoral que se anula a sí mismo: sólo puede funcionar, en general, cuando una clase de electores renuncia voluntariamente a su autonomía o a sus derechos electorales. La burguesía sajona, alentada por las expresiones prusianas, especuló con que la socialdemocracia se infligiría a sí misma esa flagelación. Las próximas elecciones se encargarán ya de disipar la embriaguez de los reaccionarios, y tanto más amargos serán para ellos los efectos posteriores de su ebriedad.

como una divisoria económica, política y casi nacional. Las condiciones económicas y políticas en Prusia Oriental o Pomerania son diferentes de las provincias del Rhin o de Baden, o inclusive Baviera. Pero todo esto encontrará su expresión en el Reichstag en el momento de legislar o de tomar decisiones administrativas. Sólo elecciones proporcionales a la cantidad de población pueden dar la base para una representación tan multiforme de intereses.

Pero en Alemania hay, además, otra dificultad a superar. El medio más eficaz para mantener al proletariado lejos del derecho del voto es un censo de ingresos elevado. Pero entonces aparece inmediatamente un obstáculo insuperable, la falta de un impuesto a los ingresos de nivel nacional, y en general la ausencia de impuestos directos del estado nacional. ¿Qué es lo que se elegirá entonces como medida de los ingresos o del patrimonio? Los impuestos directos de los diversos estados confederados son muy variables en sus disposiciones y en su ejecución práctica. Si el derecho del voto se basara en ellos, habría en realidad tantas diferencias entre los derechos electorales como el número de los estados confederados y unos se verían favorecidos y otros perjudicados.

¿Qué otra cosa podría elegirse como censo electoral si no son los ingresos? ¿La posesión de tierras, quizás? Pero esto eliminaría evidentemente a toda la población urbana del derecho del voto, con exclusión de los propietarios de casas, lo cual no sólo afectaría al proletariado sino también al capital industrial y crearía las mayores diferencias entre los distintos estados de acuerdo con su desarrollo industrial. El resultado general sería una mayoría clerical-conservadora.

La posición del gobierno frente al parlamento no sería menos difícil que ahora. El gobierno se habría librado en el Reichstag de la socialdemocracia, pero la habría cambiado por un régimen campesino clerical. A ello agregaría haberse enajenado totalmente la opinión pública y haber llevado al pueblo a un estado de extraordinaria agitación. ¡A la lucha de clases se sumaría la lucha religiosa y al proletariado con conciencia de clase, una burguesía descontenta! Justamente los elementos que actualmente proponen en voz más alta la represión de la socialdemocracia, echarían en esas condiciones toda la culpa al gobierno, y trabajarían incansablemente para su derrocamiento, sorprendidos e irritados por la dominación clerical y asustados por la efervescencia de las masas populares más de lo que lo son ahora por los triunfos electorales de la socialdemocracia.

Por eso, mientras no se llegue en el Estado Alemán al nivel de incorporar un impuesto nacional a los ingresos, tampoco se puede abolir el sufragio universal. Y si se introduce un impuesto a los ingresos, entonces con más razón deberá conservarse el sufragio universal, pues ponerle impuestos al pueblo con el fin de quitar su derecho al voto sería una contradicción demasiado abrupta e hiriente. Si esto se llevara a cabo, por más sofisticado que sea el sistema electoral construido, en la primera elección en el Reichstag aparecería la oposición más encarnizada.

Esta imposibilidad práctica de eliminar el sufragio universal permite comprender el hecho de que hasta ahora, a pesar de las numerosas quejas sobre la socialdemocracia, en realidad no haya aparecido ningún proyecto sobre una modificación de fondo del sistema electoral. ¡Grandes son los deseos, pero pocas las posibilidades! Por los mismos motivos surgen todo tipo de medidas intermedias.

Así se ha propuesto aumentar el límite de edad para el derecho del voto. Dejando de lado que esto no gravitaría solamente sobre la socialdemocracia, el efecto de esta medida sería totalmente temporario. Puede ser cierto que en la actualidad es especialmente elevado el porcentaje de los que tienen entre veinticinco y treinta años entre los socialdemócratas. ¿Pero qué pasaría si se eleva el límite de edad hasta los treinta años? Ya en cinco años, es decir para el próximo período electoral normal, los votantes de veinticinco años y el viejo porcentaje se habrían reconstituido. Más aún, si se les retira el derecho de votar a los que tienen entre veinticinco y treinta años, se les impulsaría, obviamente, hacia la oposición y las nuevas generaciones parlamentarías serían puestas en su contra.

Más trascendente es la proposición de fijar el derecho del voto a un domicilio estable. Pero tampoco se lograría mucho con ello, si no se da preeminencia a las zonas despobladas en relación a las ciudades, a las zonas industrialmente poco desarrolladas frente a las desarrolladas. Bajo la misma categoría cae la idea de poner límites al derecho del voto de los solteros.

Debemos mencionar también las medidas que se vinculan no con el derecho universal, sino con el carácter directo, igualitario y secreto del voto. Sin embargo el derecho del voto indirecto sólo tiene sentido, y el voto preferencial sólo es posible, si se basan en un censo. Pero de este tema ya hablamos y sus conclusiones se aplican también aquí. Si en cambio lo que se elimina es él carácter secreto del acto electoral, esto llevaría a grandes vejámenes de los trabajadores. Pero realmente resulta ridículo que la reacción pretenda terminar con la socialdemocracia de este modo. La socialdemocracia reúne masas de tal envergadura que en la mayor parte de los casos ya no es ningún secreto para nadie cómo votan los trabajadores. A los patrones no les queda más remedio que aguantarlo y también en el caso de votaciones públicas, se verían finalmente obligados a dejar a los trabajadores la libertad de poner su voluntad política en acción.

Todas estas medidas parciales tienen en común que producirían lo opuesto de lo que pretenden. Ni mejorarían la posición del gobierno, ni eliminarían a la socialdemocracia, sino que aumentarían el rencor en el pueblo y fortalecerían la oposición. Esto no es una lucha en serio, son meras provocaciones surgidas del cerebro de idiotas enfurecidos y no de la sagacidad de los políticos.

Nada lo demuestra mejor que el gracioso proyecto elaborado muy recientemente y que ha alcanzado rápida fama. Se trataría simplemente de decretar: “¡Ningún socialdemócrata puede votar y ningún socialdemócrata puede ser elegido!” ¡Se piensa destruir a la socialdemocracia destruyendo su nombre! Puesto que ¿qué otra cosa puede lograrse con esta fórmula mágica? ¡En ese caso no habrá más “socialdemocracia”, pero existirá un “partido socialista de los trabajadores” un “partido proletario sin nombre”! ¿Y entonces qué? ¿O lo que se quiere es prohibir la adhesión a un programadeterminado? Bueno, entonces habrá que eliminar los programas escritos; la táctica, la interpretación de los principios no se modifican con esto, pues esas surgen de las condiciones reales.

¿Se cree eliminar de este modo la lucha contra la explotación capitalista, contra el militarismo, contra los impuestos al consumo? ¡Qué infantilismo! Mientras todo esto exista habrá una socialdemocracia de facto, llámese así o de otra manera.

No se piensa para nada en las consecuencias de la eliminación del sufragio universal La primera consecuencia sería la desorganización del Estado Alemán. Si bien en la actualidad las tendencias particularistas han retrocedido muchísimo, justamente ha sido un resultado concreto de la vigencia del derecho del sufragio universal. El sufragio universal destruyó las barreras políticas de los estados pequeños, generó una comunidad y una homogeneidad de la actividad política, y con ello desarrolló la unidad política de Alemania.

Si se disuelve este medio de unión político, entonces se remplaza la unidad por la discordia y el fraccionamiento. La contraposición de intereses de los distintos estados constituyentes que actualmente se extinguen en las elecciones generales, sería favorecida y ampliada. Desaparecería el respeto por el Reichstag elegido en base a un censo. La organización misma del estado ya no aparecerá como la expresión de la voluntad del pueblo alemán, sino como una organización impuesta policial o militarmente. Y las tendencias particulares encontrarán una poderosa caja de resonancia en la masa popular exasperada por el despojo de sus derechos políticos. Efervescencia generalizada, insatisfacción, lucha prolongada, desesperada, contra el gobierno, y a éste, una vez iniciado ese camino sólo le quedará una respuesta posible: vejámenes policiales, represalias cada vez más violentas.

La eliminación del derecho del sufragio universal lleva así, necesariamente, a una agudización creciente de la reacción. La abolición de dicho derecho no puede quedar como una medida aislada sino que será seguida inmediatamente por limitaciones a la prensa, al derecho de reunión, a la actividad política en general. ¡Sin derecho del sufragio universal no hay ni libertad política ni constitución burguesa! Así que, también aquí, la lucha no se dirige aisladamente contra la socialdemocracia, sino contra las bases liberales del estado en general y contra la unidad de Alemania.

III La guerra policial contra la socialdemocracia

Cuanto más difícil resulte cerrarle las puertas del Reichstag a la socialdemocracia, tanto más hay que esperar los intentos de limitar la actividad política de la socialdemocracia en los distintos niveles. ¡Que no haya agitación socialdemócrata! ¡Que no se vote la socialdemocracia aunque exista para ello el derecho! ¡Que no se hable socialdemocráticamente! ¡Que nadie se atreva a tener la apariencia de ser socialdemócrata! En fin, que la socialdemocracia deje de ser socialdemocracia. Y para que ello sea así, hay que vigilarla y perseguirla a cada paso.

Esto representa una guerra de guerrillas, una lucha no organizada de policías y fiscales contra la socialdemocracia que será llevada adelante en cada estado, en cada distrito judicial, en cada sección policial. ¡Una cacería de cada individuo y de cada expresión individual! ¡Y esto frente a un partido de casi dos millones de votantes, que dispone de más de una docena de diarios y una gran cantidad de otras publicaciones, que se extiende por todo el estado hasta los poblados más pequeños y que anualmente realiza miles de reuniones! ¡Y todo esto a pesar de que el esfuerzo táctico de ese partido no está puesto precisamente en transgredir las leyes, sino por el contrario, en cumplirlas con meticulosidad! ¿Es por lo tanto difícil de pronosticar que una lucha de esta naturaleza, con una masa socialdemócrata en continuo crecimiento, carecerá totalmente de perspectivas para los organismos del estado?

¡Pues bien, investiguemos ahora qué quiere lograr el estado capitalista por este camino con respecto a la socialdemocracia!

Una guerra policial contra la socialdemocracia se orienta en dos sentidos: por un lado contra las organizaciones y las asambleas, por el otro, contra la prensa.

En la destrucción de organizaciones políticas la policía del Estado Alemán ha llegado al límite de lo humanamente posible. Salvo las ligas electorales las masas trabajadoras no tienen ya, prácticamente, ninguna organización política. ¿Y cuál ha sido el resultado de esta acción policial?: que el peso de la acción política se ha trasladado de las organizaciones a las asambleas. En lugar de desarticularse en pequeños grupos, adquiere desde el vamos un carácter general, un carácter masivo. Se crea un obstáculo para la formación de sectas, que es el mayor de los peligros para el desarrollo unificado de todo movimiento político. Dado que la liga electoral es la única forma de organización política posible, la actividad política está unida indisolublemente a la representación parlamentaria. Y como el Reichstag es una representación de la totalidad del estado, se genera de ese modo un partido que cubre toda la extensión del país. En lugar de desorganizar a la socialdemocracia se la reúne así en una formación más unificada.

Con esto no queremos afirmar en modo alguno que la legislación de Sajonia o Prusia sobre organizaciones sea una bendición para la socialdemocracia. Sin duda alguna la educación política del trabajador individual se desarrollaría mucho si los clubes pudieran expandirse libremente. Pero para esto se encuentran sustitutos, ante todo a través de la prensa, y además justamente con aquello que se busca impedir por medio de estas medidas: la formación de un gran partido obrero parlamentario.

La policía tiene muchas más dificultades para acabar con las asambleas que con las organizaciones. Si por alguna razón se disuelve una organización, resulta engorroso fundar otra en su lugar, pero después de cada asamblea prohibida es relativamente sencillo citar a una nueva. Es imposible impedir las asambleas, aún con una legislación tan eficiente corno la prusiana o la sajona. Es así como se realizan innumerables reuniones, y cuanto más dificultades se encuentra para su efectivización, mayor es la concurrencia. Ante esto ya no queda otro remedio que concentrar el ataque sobre las personas aisladas, es decir sobre los agitadores que hablan en las asambleas.

Los oradores son acechados. Las medidas preventivas de la policía efectivamente se han agotado. La agitación está en pleno desarrollo. La policía misma ha contribuido a aumentar el interés de los asambleístas. Pues sólo le queda vigilar si en el torrente oratorio no aparece algo en que enganchar un artículo del código penal. Toda la acción por la salvación del estado se reduce finalmente a que dos suboficiales prusianos logren quizás pescar una palabra que pueda ser interpretada como lesiva para el honor de alguien, ¿Y con ello se quiere destruir un gran movimiento político, enraizado profundamente en intereses económicos fundamentales?

La mayoría de las veces esto tampoco tiene éxito, pero cuando sí lo tiene; ¿qué pasa entonces? Se disuelve la reunión. La irritación de las masas asciende al máximo: el éxito de la agitación está asegurado. El agitador es encerrado. ¡Pero en lugar de uno aparecen inmediatamente diez nuevos!

Apenas la policía trata de hacer algo, ya sea en una o en otra dirección, tiene mil cosas de que ocuparse; no las puede cumplir, irrita por todas partes al pueblo, despierta rencor, excita a las masas contra ella y contra el gobierno, y a esto se lo denomina: ¡la lucha contra la socialdemocracia!

Una cosa es clara a simple vista: mientras exista el sufragio universal no se podrá aniquilar totalmente ni a las organizaciones ni a las asambleas. Y este fue justamente el problema central que debió enfrentar el gobierno y que destruyó las leyes antisocialistas. Por una parte quebró las organizaciones, prohibió las reuniones, obstaculizó la agitación, pero simultáneamente se vio obligado a poner a disposición medios legales para las organizaciones electorales. Y dado que no permitía ninguna otra forma de actividad política, generó violentamente un gran partido político. Tanto más cuanto que en el derecho del sufragio universal estaban los medios para eliminar la ley contra los socialistas.

Hay que agregar que donde por una u otra razón fracasan las organizaciones y las asambleas interviene inmediatamente en ayuda de la situación el tercer miembro de la trinidad política: la prensa. De los tres, la prensa es el medio agitativo más poderoso, capaz de sustituir a los otros dos.

Una vez que el diario ha incorporado a su lector, entonces ya no lo abandona más. Se introduce en su hogar día a día. Es su director y consejero en todos los acontecimientos públicos. Lo educa. Le hace contemplar las cosas como él quiere. Domina su pensamiento. Cuando está al servicio de un partido, conforma simultáneamente la unión espiritual entre los adherentes de ese partido. Agita y organiza en igual medida y nunca abandona su lugar, sigue existiendo siempre como medio de unión en sí mismo, siempre renovado en su contenido y sin embargo constante en sus fundamentos.

Al mismo tiempo el periodista se deja pescar mucho menos fácilmente por las redes del código penal que el orador, a quien al calor de su discurso se le puede escapar una palabra imprudente producto de la agitación. Ni el orador socialdemócrata ni el hombre de prensa socialdemócrata tienen el deseo de cometer ilegalidades. Actualmente esto ya lo saben hasta los chicos. Además, ¿por qué cometerlas si el partido crece tan maravillosamente sobre el terreno legal?

Ni los lazos ni las trampas más sofisticadas de las leyes penales podrán atrapar y frenar al movimiento socialdemócrata. ¡Qué lamentable sería para la literatura alemana, para la riqueza conceptual y de vocabulario de la lengua alemana, si se pudiera desterrar efectivamente por medio de fórmulas jurídicas las ideas brotadas de la vida, que se renueva cotidianamente! Solamente las palabras son asibles por los parágrafos legales, los conceptos no. Pues el número de las formas de expresión de los conceptos es infinito. Constantemente se los puede articular en nuevas relaciones y contraposiciones. Tienen la misma capacidad de transformación que la vida, y cuanto más desarrollada es la literatura tanto mayor es esa capacidad de transformación de la forma de expresión de los conceptos.

Hace más de un siglo Klopstock escribió estas altivas palabras:

“¡Que ninguna de las lenguas vivas se atreva a competir temerariamente con la lengua alemana! Ésta, para decirlo brevemente, impregnada de su fuerza, dotada de su múltiple predisposición ancestral, podrá siempre renovarse, enriqueciéndose, pero de un modo alemán.”

¿Y después de que se expresaran Klopstock, Lessing, Goethe, Schiller, Fichte, Heme, Lassalle, etcétera, justamente ahora sería posible destruir un grandioso movimiento cultural, desarrollado durante decenios, mediante la condena a la formulación de ciertas palabras y combinaciones de palabras? Pues en el fondo sólo a esto queda reducida una guerra policial como la que describimos.

El éxito de toda agudización de la persecución penal a la socialdemocracia será siempre temporario. Mientras la adaptación a las nuevas normas legales o administrativas no se haya completado, los fiscales de estado recogerán numerosas víctimas. Pero finalmente se encuentra la forma de expresión legalmente imposible de suprimir, el público aprende a comprender a los agitadores también en su nueva forma de expresión y los golpes policiales caen en el vacío sin encontrar resistencia.

¡Pero hay otras cosas que se obtienen con la persecución: cuanto menos se consigue aprisionar a la agitación socialdemócrata por medio de prescripciones penales, tanto más aparecerá el esfuerzo de interpretar estas leyes hasta lograr ajustarlas al caso en juego! Pero entonces la ley es puesta en un lecho de Procusto: acortada, estirada, pero siempre lesionada por el mismísimo representante de la Justicia. ¡Se partiría del castigo de lo ilegal y se terminaría actuando ilegalmente! Por fin se habría sustituido la ley por la arbitrariedad, el juez por el esbirro de policía.

¿Cuáles serían las consecuencias de esto? Desaparecería el respeto por los jueces y el dictamen judicial. En lugar de ver en ellos la fuerza mediadora y reguladora de las contradicciones sociales la gente se acostumbraría, bajo esas circunstancias, a ver a los jueces como los servidores de una clase determinada, la clase de los ricos, de los capitalistas, de los explotadores. Quedaría desenmascarado el carácter de clase del estado. El pueblo vería en el estado solamente la organización que lo domina. Se volvería desconfiado, disconforme. ¡Y cuando llegue la nueva elección parlamentaria, crecerá el número de los votos socialdemócratas! ¿Sería esto un milagro acaso?

La eliminación del derecho del sufragio universal llevaría a la desorganización del Estado Alemán, pero la guerra policial contra la socialdemocracia, si se la lleva a cabo consecuentemente, tendría como resultado la desorganización del estado mismo, el socavamiento de la base jurídica de su existencia.

IV ¿Constitucionalidad o absolutismo?

De determinadas causas derivan determinados efectos según leyes de hierro. Los efectos aparecen querámoslo o no. Entonces hay que decidir el dilema fatal ¡hacia adelante o hacia atrás, lucha continua o retroceso!

Si la guerra policial contra la socialdemocracia produce pocos resultados, tanto más encarnizadamente se la prosigue. Cuanto mayor es este encarnizamiento, tanto mayor es la descomposición de las condiciones de legalidad política. A medida que avanza la descomposición de la legalidad política, a medida que va quedando menos de la libertad legalmente garantizada, tanto más necesario se hace producir nuevas limitaciones legales a la libertad política, y por el contrario se hace también cada vez más necesario poner fin a la arbitrariedad policial. La disociación y la contradicción no puede ser llevada hasta el infinito: o se adecúa el procedimiento de la policía a las leyes, o las leyes se adecúan a la práctica policial.

¿Pero cuáles son las consecuencias extremas de la limitación de la prensa, de las ligas y las asambleas?

Para la prensa la consecuencia límite es la censura preventiva. Si existe una medida de limitación de la prensa que sea efectiva, ésta, evidentemente, sólo puede ser la censura previa.

Si la publicación es permitida en principio y la persecución penal sólo se produce con posterioridad, la prensa, como ya lo expusiéramos antes, es incontrolable. Pues queda entonces a cargo del poder ejecutor la demostración de que se ha impreso algo que atenta contra las leyes. Pero para todas las cosas es posible encontrar una forma de expresión que no esté en contradicción con las leyes penales.

Por el contrario, en la censura preventiva el principio fundamental es que toda publicación está prohibida, o para decirlo de otro modo, sólo se puede imprimir con autorización del censor. Cuando éste no otorga el permiso queda a cargo del editor el presentar las pruebas de que la interpretación del censor es errónea. Es el editor quien tiene que hacer un proceso contra el poder ejecutor, mientras en el otro caso el problema era el inverso.

Resulta entonces que en el caso de la censura previa sólo se publica lo que es del agrado del poder ejecutor, es decir lo que concuerda con las instrucciones del censor. Esto ya no es una simple limitación sino la abolición de la libertad de prensa.

A la postre tampoco la censura previa es capaz de eliminar la literatura que no resulta del agrado del gobierno. Esto lo prueba la experiencia. Es realmente vergonzoso que hacia el final de este siglo todavía haya que discutir banalidades semejantes. ¡Tan poco ha avanzado la burguesía!

Por una parte los censores también son humanos, y por lo tanto pueden también ser burlados. Por la otra, la literatura crea en esos casos las formas más extraordinarias de intercambio indirecto con el público, por ejemplo en forma de sátiras, obras de teatro, etc. Finalmente, subsiste la posibilidad de la publicación secreta y del contrabando desde el exterior. El ejemplo más evidente de este último caso es el del Sozialdemokrat, de Zúrich que a pesar de todos los obstáculos llegaba todas las semanas a Alemania, y era distribuido por decenas de miles de ejemplares.

Queda sobreentendido que la censura preventiva fracasa totalmente en sus efectos si es mantenida la libertad de palabra. La censura previa, por lo tanto, requiere indefectiblemente como complemento la abolición de las libertades de asociación y de reunión.

Abolición y no simplemente limitación. De igual manera que en el caso de la prensa, el punto de partida debería ser la prohibición de organizaciones y asambleas. La autorización de constituir organizaciones y de realizar reuniones tendría que ser totalmente puesta en manos del poder ejecutor, el gobierno. Y evidentemente de este modo la actividad de organizaciones y asambleas puede ser regulada de acuerdo con los deseos del gobierno, si dejamos de lado las organizaciones clandestinas que son de poca importancia. Como ejemplo de ello: Rusia, Turquía y China.

Pero es claro que cuando llegamos a estas consecuencias extremas de la reacción política, la abolición del derecho del sufragio universal resulta una necesidad para el mantenimiento del estado. Pues todo el rencor que las limitaciones políticas habría generado llegaría en las elecciones a una manifestación explosiva, tanto más cuanto que faltaría todo otro medio de expresión. De este modo, una cosa lleva a la otra en un encadenamiento ininterrumpible.

Sin embargo la abolición del sufragio universal en una situación de extrema reacción, que habría hecho blanco en todo lo liberal democrático, es dudoso que a la larga fuera suficiente para mantener una mayoría en el Reichstag del agrado del gobierno. Pues un orden político de este tipo haría imposible la actividad pública de cualquier oposición fuera del Reichstag, y por consiguiente obligaría al crecimiento de una oposición parlamentaria dado la gran diversidad de los intereses burgueses.

Por otra parte ya hemos demostrado las dificultades prácticamente insalvables que involucra la introducción en el Imperio Alemán de un sistema electoral por censos. Esta es la contradicción: como no se puede expulsar a la oposición del Reichstag se busca impedir su actividad pública a través de la limitación de la libertad política, pero cuanto más se dificulta la actividad política fuera del parlamento, tanto más se fortalece la oposición parlamentaria; y si se obstruye totalmente la libertad política, ¡entonces sí que la oposición aparece dentro de los muros parlamentarios!

¿No hay escapatoria a este dilema fatal? Sí, simplemente basta seguir extrayendo las consecuencias del camino que lleva la reacción. Si uno no puede desembarazarse de la oposición en el Reichstag, entonces evidentemente hay que buscar el modo de reducir su eficacia política dentro del Reichstag. Esta tarea es muy fácil de resolver jurídicamente. Como es sabido, aún en la actualidad la iniciativa legislativa del Reichstag está constreñida en estrechos carriles: ninguna resolución del Reichstag puede convertirse en ley si el Consejo Federal no lo quiere así. Basta completar simplemente esto, de modo de limitar el derecho de veto del Reichstag. Así, por ejemplo, que un proyecto presentado por el gobierno y rechazado tres veces por el Reichstag, pero aceptado por el Consejo Federal, adquiera fuerza de ley. En otras palabras, que el derecho de veto del Reichstag sólo valga tres veces. Si esto se lleva a cabo, entonces el gobierno ya no tiene que temer a la oposición parlamentaria y al mismo tiempo queda solamente él a cargo de la formulación de leyes y el Reichstag deja de ser el cuerpo legislativo del país.

Es decir: abolición de la libertad de prensa, abolición de la libertad de asociación y reunión, abolición del derecho del sufragio universal, abolición del fuero legislativo del Reichstag, todo esto está en estrecha vinculación, cada una de estas instancias lleva como consecuencia inevitable a la siguiente.

En este rosario de la reacción, resulta totalmente indiferente por donde se comienza su recitado. Insensiblemente se avanza, se sigue en la sucesión completa y finalmente no se sabe más dónde está el principio y dónde el final. Comiéncese con la limitación de la competencia del Reichstag. Resulta claro que entonces también habría que abolir en seguida el derecho del sufragio universal, pues en caso contrario se produciría una lucha encarnizada e ininterrumpida entre el Reichstag y el gobierno. Si se comienza introduciendo un derecho calificado de voto, entonces la oposición se lanzaría con mayor ímpetu a la acción periodística y a las asambleas. Se confirma lo que analizamos más arriba: que la abolición del derecho del sufragio universal no es una medida suficiente en sí misma, sino que debe arrastrar detrás suyo la más brutal y generalizada reacción política.

Los reaccionarios no piensan en estas consecuencias. Se lanzan a la acción con pocas previsiones. Pero la realidad no se preocupa por la lógica de los hombres de estado. Ella tiene su propia lógica. Y obliga tanto al más poderoso como al más humilde a seguirla o dar media vuelta a mitad de camino.

Si se la lleva a cabo en la forma descrita, la lucha contra la socialdemocracia se transforma inevitablemente en una lucha entre dos sistemas políticos, entre dos ordenamientos políticos de la sociedad. Esto realmente no es nada milagroso. La socialdemocracia no hace nada más que actuar dentro de los marcos de la constitución política existente. En consecuencia, si se quiere obstaculizar esta actividad, habrá que limitar la constitución. Al luchar contra la organización política de la clase trabajadora, en última instancia se lucha contra el constitucionalismo en sí, que posibilita ampliamente esta organización. Toda la reacción alemana aparece desde este punto de vista propugnando el retorno a los viejos tiempos. Se quiere descender, peldaño por peldaño, la escalera que se subió antes. No es para extrañarse entonces que se vuelva al punto desde el cual se partió: el absolutismo.

Por ello, si la persecución política de la socialdemocracia se prosigue de igual manera, necesariamente llegará el momento en que no sólo la socialdemocracia, sino también la burguesía se enfrentará nuevamente con la cuestión: ¿constitucionalismo o absolutismo?

V El golpe de estado, el militarismo, los terratenientes

“La ironía de la historia universal lo pone todo patas arriba. Nosotros, los “revolucionarios”, los “elementos subversivos”, prosperamos mucho más con los medios legales que con los ilegales y la subversión. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos… Y si nosotros no somos tan locos que nos dejemos arrastrar al combate callejero, para darles gusto, a la postre no tendrán más camino que romper ellos mismos esta legalidad tan fatal para ellos.” Friedrich Engels
Cuanto más áspera y agudamente se manifiesta la reacción, tanto más tiene que

crecer la oposición parlamentaria, ¿No están dadas ya en estas condiciones las garantías de que la actividad reaccionaria deberá desmoronarse a su debido tiempo? Esto sería así en un estado democrático en el que el gobierno depende del parlamento. Pero es distinto allí donde el gobierno es lo suficientemente independiente como para poder lanzarse a una aventura política. Cuando un gobierno así se lanza en ese camino tampoco se asusta frente a la posibilidad de modificar la constitución de modo ilegal si no puede cambiar las leyes por vía constitucional. Con el sable en la mano impone a la representación del pueblo una nueva constitución. Esto es el golpe de estado.

Al gobierno alemán ya se le ha aconsejado muchas veces imponer su voluntad por medio de una bribonada a lo Napoleón III. Todavía más frecuentemente se ha amenazado a la socialdemocracia con una “sangría”. Estos afiebrados proyectos brotan del campo del militarismo.

El servicio militar universal y el extraordinario desarrollo de las técnicas de las armas ponen en manos del gobierno una aterradora potencia militar. El recientemente fallecido Friedrich Engels demostró hace poco tiempo, clara y convincentemente, que el desarrollo de la técnica y la organización militar junto con los progresos en los medios de comunicación había convertido la revolución de barricadas en algo imposible. Apoyado en esta situación surge la creencia entre los reaccionarios que todo se puede conseguir por medio de los militares, que el ejército regular moderno hace que la posición del gobierno sea inconmovible.

Con la conciencia de esta posición aparentemente inexpugnable, resulta muy fácil que en un gobierno sediento de aventuras aparezca la creencia de que todo lo puede. Se volverá entonces impaciente e intolerante ante cualquier oposición. De este modo, si el desarrollo de los acontecimientos lo pone ante la alternativa de ceder o utilizar la fuerza, no tendrá ningún temor en emplearla.

Por otra parte, existen grupos interesados para los que un golpe de mano de un gobierno que actúa sin miramientos estaría en total coincidencia con sus deseos, grupos que, por otra parte, trabajan planificadamente en ese sentido.

En primera instancia tenemos allí a los terratenientes. Estos grandes capitalistas propietarios de tierra obtenían crecientes rentas hasta los años setenta y aún mucho después, bajo la protección aduanera, al mismo tiempo que sus tierras se valorizaban enormemente. Gracias a ello consiguieron hipotecas, establecieron destilerías de licores y fábricas de azúcar, o se dedicaron a otras especulaciones entre las que se destacaron las de la bolsa; o simplemente se gastaron el dinero de los préstamos viviendo dispendiosamente. Pero ahora ha llegado la época de la disminución de los precios de los cereales, y al mismo tiempo se ha producido una sobreproducción de licores y azúcar. Obviamente no pueden pagar sus deudas, el peso de los intereses los abruman y descubren que están arruinados. Pero lo único que les ha sucedido es que les alcanzó el destino final de todos los especuladores. Son bancarrotistas, que en nada se diferencian de cualquier banco que va a la quiebra; pero ellos hacen una virtud de lo que en otros se considera una perversión.

Y ahora el clamor es: “¡estado, ayúdanos!” Pero el estado no puede ayudarlos, dado que ni siquiera los impuestos aduaneros sobre los cereales sirven a largo plazo como garantía. ¡Salvo que el estado se haga cargo de sus deudas (que representan muchos miles de millones) y luego tire los pagarés al canasto de los papeles!

Ellos mismos no saben cómo salir del paso. Elucubran los planes más aventureros, uno más disparatado que el otro, y en todos ellos quieren incorporar al estado. Todos sus proyectos se basan en definitiva en la idea de la limosna del estado costeada por el contribuyente. Pero no poseen la mayoría en el parlamento y nunca podrán constituirla por sus propios medios, pues con el desarrollo de la industria se amplía la representación de la burguesía así como la de la clase trabajadora. De ahí que busquen cada vez más acercarse al gobierno. A ello se agregan los tradicionales lazos que vinculan a los junkers con la monarquía prusiana.

En toda ocasión, le ofrecen sus servicios al gobierno, esperando como es natural una retribución. Luchan contra quien haga falta: contra la socialdemocracia, contra los católicos, contra los polacos, contra los franceses. ¡Pero hay que-pagarles! Su amor a la patria, su fidelidad al emperador son ofrecidos en el mercado y su regateo sobrepasa de lejos al de un viejo mercader de caballos judío ante un caballo entrado en años. Están dispuestos a entregar atada la libertad alemana a cualquier gobierno, asesinarla con premeditación, a violarla, por una recompensa adecuada. Pero cuando consideran que el gobierno no les ha pagada suficientemente, entonces gritan “¡estafa!”, le arrancan a la monarquía sus vestiduras y la amenazan con los puños.

Se presentan como un apoyo del gobierno, pero exigen en pago que el gobierno los apoye. Protegen al gobierno de la oposición burguesa, pero por el otro lado lo amenazan cuando no responde a sus deseos. Así ponen al gobierno entre dos fuegos que ellos mismos atizan: por un lado azuzan al gobierno contra la oposición burguesa y proletaria, por el otro, soliviantan contra el gobierno a las masas de electores que tienen sometidas.

Cuanto más grande es el vacío que se abre entre el gobierno y la representación política del pueblo, tanto mayor es la satisfacción de los terratenientes. Pues en la medida en que crece la oposición, el gobierno necesita más y más de su apoyo. En esto no hay lugar a equivocaciones: cuando los terratenientes abogan por la limitación del derecho al sufragio universal, lo que los mueve (sabiendo que en sus provincias de la Prusia Oriental la clase trabajadora apenas ha comenzado a moverse), no es tanto el aniquilamiento de la socialdemocracia como el establecimiento de un régimen agrario que no haga concesiones.

Los terratenientes están por la limitación de la libertad política porque en ello ven la garantía de su dominación. Quieren el avasallamiento del pueblo para manipular al estado como herramienta de la explotación fiscal. Están por el golpe de estado, pues creen poder tomar de ese modo al gobierno en sus manos.

VI El temor ante la revolución social

“El día en el que el termómetro del derecho del sufragio universal indique a nivel de los trabajadores el punto de ebullición, tanto éstos como los capitalistas sabrán a qué atenerse.” Friedrich Engels

“Es fácil decir que habría que eliminar los males sociales y destruir con ello la base de la socialdemocracia. Está claro que esto hay que intentarlo. Pero ello nunca se logrará en forma total. Por lo pronto, ningún partido conoce los medios para ello. Nunca se podrá satisfacer a este partido. Nunca. General von Boguslawski
Hay otro factor que en ciertas circunstancias puede resultar mucho más peligroso que la maquiavélica política de los terratenientes: el temor de la clase capitalista a la revolución social.

La clase capitalista espera aparentemente día a día el desencadenamiento de una revolución violenta de parte del proletariado. ¿No es precisamente el proletariado el que tendría motivos para temer un golpe de estado de parte de la clase capitalista cuando ésta tenga al gobierno totalmente en su poder?

Está claro y nunca será repetido suficientemente que en lugares cómo el Imperio Alemán, donde la constitución otorga a la clase obrera la posibilidad de llegar a sus metas por el camino legal, la socialdemocracia no tiene interés en producir la modificación violenta de la constitución por medio de una revolución. Por el contrario, tiene todas las razones para evitar un conflicto de este tipo, en primer lugar porque en las luchas revolucionarias la mayoría de las víctimas estarán como siempre del lado del proletariado, y además porque un intento de esa naturaleza es un hecho de mucho riesgo, que si fracasa puede fortalecer enormemente a la reacción y desencadenar en el movimiento un retroceso de años y años. ¿Por qué debería tomar un camino tan peligroso cuando tiene abierta ante sí la vía que la legalidad le asegura en forma total?

Pero en la misma medida en que disminuyen los motivos de la socialdemocracia para modificar la Constitución del estado por medio de la violencia, aumentan los de la clase capitalista, que ya no tiene otro camino. A medida que aumenta el éxito de la socialdemocracia en la utilización del derecho del sufragio universal, tanto más funesto se vuelve éste para la clase capitalista.

Cuanto más avanzada está la lucha de clases, tanto más claro se hace para todos que en ella se juega la existencia misma del capital. El socialismo científico sabía esto desde el comienzo y nunca lo ocultó. Cuando le aconseja al capital flexibilidad, cuando le señala la senda de las reformas sociales, ¿qué otra cosa intenta qué conseguir para él una muerte suave? Pero morir, no hay duda qué ha de morir.

¿Puede creerse por ventura que el capital se rendirá con tranquilidad a este destino fatal? Eso estaría en contraposición con toda la experiencia histórica y con todo conocimiento político. Nunca hasta ahora una clase social renunció voluntariamente a su existencia.

¡Ahora estamos totalmente inmersos en la lucha de clases proletaria! Ya no se trata de los privilegios políticos que la clase capitalista tendría que perder eventualmente, sino de la base económica de su existencia social. La socialdemocracia busca la expropiación de los expropiadores. ¿Puede suponerse que los fabricantes, los comerciantes y los terratenientes, los capitalistas cuya propiedad privada de los medios de producción deberá ser transformada en social, que por ello deberán perder toda posición de poder, puede creerse que esos capitalistas se someterán sin ofrecer resistencia? ¡Oh no, lucharán con todos los medios que de un modo u otro puedan agenciarse, sin retroceder ante nada!

Si el proletariado libra el combate decisivo porque no tiene nada que perder y un mundo por ganar, la clase capitalista lo hace porque tiene un mundo que perder y muy poco por ganar.

De ahí que si la victoria completa del proletariado por el camino legal es posible, en el momento decisivo la clase capitalista tratará de cortarle este camino por medio del poder de las armas.

Pero no es necesario ir tan lejos. Ya ahora los sumos sacerdotes del capital quieren dar un baño de sangre al proletariado. Con ello se atemorizaría a la clase trabajadora para mantenerla alejada de la acción política.

¿Cuál es entonces la realidad: es verdaderamente sólo la generosidad del gobierno lo que la retiene a actuar por medio del asesinato y el terror? ¿O quizás la situación no es tan sencilla? ¿El gobierno no tiene también algo que perder en este juego?

¿Está solamente en manos del gobierno determinar si el régimen político del país será uno u otro? ¿Si el gobierno se apoya en las armas, en qué debe apoyarse el pueblo? ¿Si se llegara a la situación de que el gobierno atacara al pueblo con las armas en la mano, cómo se podría defender el pueblo? ¿Si el gobierno quisiera robarle al pueblo los derechos garantizados, cómo podría éste defenderse del robo? ¿No hay nada que se pueda oponer al golpe de estado? ¿La protección de la constitución contra la alta traición, cuando ésta se apoya en rifles y cañones listos para tirar, carece totalmente de posibilidades? ¿O existen todavía condiciones en las que dicha salvaguarda puede tener éxito? ¿En qué condiciones? ¿Y cómo habría que llevar el combate? Estas preguntas tienen inmensas implicancias políticas. Trataremos de contestarlas.

VII La revolución de barricadas

“El método de lucha de 1848 está hoy anticuado en todos los aspectos.” Friedrich Engels

Como ya lo mencionáramos, lo que podría darle confianza para realizar sus designios criminales a un gobierno capaz de alta traición es la suposición de que el pueblo no está en condiciones de ofrecer resistencia. Pero en este caso lo que se imagina como defensa contra el ejército es la lucha callejera, la lucha de barricadas. En las condiciones estratégicas modernas esto sería evidentemente una locura. El pueblo tiene sin embargo a su disposición otros medios para resistir la violación de la constitución, que no tienen el carácter violento de las luchas de barricada pero que no por ello son menos eficaces. Pero antes de que nos dediquemos a hacer una revisión de los medios de defensa del pueblo, echemos un vistazo a la revolución de barricadas, para tener una idea de las fuerzas y efectos que se manifiestan en general en un conflicto entre el pueblo y el gobierno.

Como en el caso del golpe de estado, en una revolución política violenta también se trata de una modificación de la constitución por medios violentos. Sólo que en el primer caso es el gobierno el que con la fuerza militar impone la modificación al pueblo, mientras que en el segundo es el pueblo el que por medio de la violencia elimina una violación o un avasallamiento político preexistente.

En un estado democrático tanto el golpe de estado como la revolución política violenta están excluidos para todas las partes. Pero en ambos casos se requieren ciertas condiciones previas. Para un golpe de estado es necesario que el gobierno aparezca como poder independiente de la representación del pueblo, que posee una jurisdicción sobre las fuerzas armadas suficientemente amplia, mientras que la revolución requiere que una gran clase social no posea suficientes medios constitucionales para hacer valer políticamente sus intereses.

Por ello si las distintas corrientes políticas de la sociedad pueden expresarse libremente ante la opinión pública y en el parlamento, entonces sólo se producirían conflictos parlamentarios. Si en estas condiciones un partido no es suficientemente fuerte para ejercer en el parlamento la presión política deseada, tampoco podría hacerlo en plena calle. Pero, si dadas estas circunstancias, un partido tuviera la mayoría del pueblo, entonces también tendría la mayoría en el parlamento, es decir, el comando de la actividad legislativa.

Pero si se excluyen de la actividad política, en particular del derecho al voto, a masas populares numerosas que tienen importantes intereses políticos que representar entonces se acumula naturalmente una masa de fermentación política que finalmente llevará al estallido violento. Pues la revolución política violenta nunca fue algo casual y repentino, a pesar de producirse sorpresivamente. Se preparó siempre paulatinamente y de acuerdo con leyes por lo que en ciertas circunstancias necesariamente debía estallar.

La amargura de las masas populares sojuzgadas crecía y se extendía buscando expresarse de cualquier forma posible, hasta que el máximo aumento del descontento popular se abría camino con máxima violencia. Se producían manifestaciones políticas que llevaban en línea creciente desde las restricciones a la “legalidad” hasta el planteo, reverenciado inclusive por la burguesía, del “inmutable” derecho a la revolución, que, según Schiller, “inalienable e inquebrantable, como las estrellas mismas” está fijo en el cielo. El mezquino ataque de los diarios: burlas, sátiras, injurias, aguijonazos, mazazos, críticas, peticiones, declaraciones de protesta, demostraciones, manifestaciones callejeras, murmullos, gritos, impaciencia de las masas populares, “motines” (¡Revolución!). La escala no necesita ser recorrida paso a paso y con todo detalle. La forma de la exteriorización política dependía más bien de las posibilidades políticas existentes. El proceso reprimido quizás en sus formas más abiertas también podía alimentarse en forma latente, hasta que de golpe surgía a la luz en un desorden arrollador.

Todos los hechos señalados arriba tenían como finalidad común influir sobre quienes detentaban el poder político, asustarlos, confundirlos, desenmascararlos, hacer que se los despreciara, que se los odiara. Finalmente voltear o bien modificar al gobierno como expresión más alta del poder de estado. Esta situación podía encontrar innumerables soluciones desde el cambio de gabinete hasta la instauración de un gobierno revolucionario provisorio.

En la descripción de la revolución de barricadas debe mencionarse en primer término que su territorio fue casi exclusivamente la capital y que por ello es sólo en ésta donde puede seguirse su ciclo de vida completo.

La revolución de barricada, como lo demuestra la historia, se nos presenta ante todo como la conclusión de la serie de hechos políticos que hemos señalado, y al mismo tiempo como su unificación a nivel máximo de potencia y efectividad. Pero fue más que eso. Fue la desorganización de la sociedad. Las fábricas, los talleres, los inquilinatos se vaciaron mientras se llenaban las calles y las plazas. Los negocios fueron cerrados. Se paralizó la actividad productiva, el comercio, la circulación. Los miles y miles de hilos del juego de títeres de la sociedad se aflojaron por un momento. Y con la actividad cotidiana desapareció también el letargo moral que la acompañaba. El gusto por la comodidad se desvaneció, no actuó más la negligencia, la tradición fue olvidada, se quebró la rutina, las preocupaciones mezquinas de la vida se pospusieron y una sola cosa animaba a la masa, que empujaba, que presionaba, que avanzaba en oleadas como una marea: el interés político. En el excitado caos humano se diluía la voluntad individual y tomaban su lugar las leyes de los movimientos de masa. Grupos humanos haciendo política se formaban en las esquinas. Eran los centros nerviosos de las masas populares fundidas en plena calle en un coloso único, los núcleos sensitivos que en exaltada movilidad transportaban, generaban, amplificaban, mantenían circulando impresiones, noticias, rumores, pensamientos, palabras, estados de ánimo. La inseguridad, lo desacostumbrado, lo insólito de la situación, la tensión nerviosa, la concentración del interés en un solo punto, la proximidad de las concentraciones populares masivas, aumentaban el poder de captación, creaban una inteligencia de las masas aguda, potencializada, revolucionaria, en lugar de la receptividad espiritual usual. De ahí la rapidez con que cundió el levantamiento revolucionario, claro está, si se producía en el momento correcto.

La maquinaria de estado funcionaba mientras el mecanismo social general pudiera actuar sin alteraciones. Mientras los trabajadores estuvieran encerrados en las fábricas durante el día, y en los inquilinatos durante la noche, mientras la calle estuviera todavía en manos de policías, hombres de negocio, mensajeros, señoras a la moda, vehículos de carga durante el día, y de prostitutas, pillos, asaltantes, público de teatros y conciertos, de concurrentes a bailes y ladrones, durante la noche, mientras que cada uno atendiera su profesión burguesa seguía existiendo el “orden sagrado”: los trabajadores cumpliendo su servidumbre, los fabricantes dormitando en los blandos sillones de sus despachos, los comerciantes detrás de sus mostradores, los ladrones robando, los jueces juzgando, los nobles cazando; siempre y cuando el proceso de higienización social fuera ordenadamente cumplido por los barrenderos, policías, equipos de demolición, sepultureros. Pero cuando cesa la actividad profesional, cuando el correcto comerciante tanto como el pillo y el estafador se encuentran sin trabajo, cuando amplias masas populares se mueven en las calles, y en las paredes de los edificios aparecen inscripciones que reclaman “Muerte a los ladrones”, entonces una temerosa preocupación, una inseguridad apesadumbrada, invade a los órganos del gobierno, desde el agente de policía hasta el rey. Si antes se presentaban como los protectores del pueblo ahora aparecen requiriendo protección. Pues contra ellos se dirige la ira del pueblo largo tiempo contenida. Las intenciones del gobierno se orientan ante todo en el sentido de rehacer el orden, es decir, obligar al pueblo por medio de la fuerza a retomar las posiciones individuales de la noria social, reintroducirlo violentamente en la rutina acostumbrada. Pero sucedió que la policía desapareció en la marea humana y perdió su poder. De este modo lo único que quedaba eran las fuerzas armadas.

La tarea que les correspondió fue la de echar al pueblo de las calles, desbandarlo completamente destruyendo así el poder mágico del amotinamiento colectivo, en la esperanza de que la multitud dispersada, sin cohesión interna, se desanimara y reducida a sus eslabones débiles aislados, que contaban con sus propias fuerzas, perdiera la entereza moral, cediera y se dejara arrastrar nuevamente a su lugar en el yugo. A esto se resistió el pueblo. Así nacieron las barricadas.

El significado de la barricada debe visualizarse en dos direcciones. En primer lugar era un punto de reunión y un medio organizativo. Al tratarse precisamente de una masa no organizada, como sucedió en todas las revoluciones violentas históricamente conocidas, esa fue una característica muy importante. Las reuniones de masa recibieron así una meta y un medio de unión. Especialmente efectivo resultó esto en el caso de los pequeños comerciantes, los artesanos, los talleres en casas de familia, separados entre sí por su actividad profesional pero con una presencia numérica considerable en el espacio delimitado por la calle, o el barrio. La barricada fue para todos la expresión más acabada, la manifestación y efectivización pública de la revolución, la bandera que estaba enarbolada, para la unificación de las fuerzas revolucionarias. Piénsese cuán numerosa era todavía la pequeña burguesía y el artesanado en 1848, la falta de organización de la clase obrera, y se comprenderá la trascendencia de ese momento. Toda revolución presenta en primera instancia una fase de crecimiento. Necesita tiempo para desplegarse. Y mientras esta capacidad de expansión dura, la victoria se mantiene del lado del pueblo. Engels tiene razón en señalar que el triunfo del pueblo en Berlín en 1848 se debió entre otras cosas a la intensa afluencia de nuevas fuerzas combativas durante la noche y la mañana del 19 de marzo.

En segundo lugar la barricada era una construcción de defensa: protección del lado del pueblo y obstáculo del lado del ejército. El poder de esta obstrucción sobre los militares no estaba solamente determinado por su aspecto material sino principalmente por su efecto moral. La marcha de las tropas era demorada, con ello se producía un desorden en sus filas, disminuía la firme tensión de la columna en marcha militar, pasaba el tiempo; los soldados, unificados por la costumbre, la ejercitación militar, atontados por el batir de los tambores, impulsados por la marcha colectiva en columnas, se encontraban con la oportunidad de mirar alrededor, pensar, tomar conciencia de su acción. No se trataba de una lucha en campo abierto contra un enemigo extraño, sino de un ataque en el ámbito restringido de la calle, dirigido contra el pueblo con el que los soldados ayer mismo habían estado pacíficamente vinculados y del que ellos mismos provenían. Las tropas resultaron repentinamente apresadas por la debilidad, el desgano, la confusión, fueron “desmoralizadas” y tanto más cuanto mayor era su simpatía inicial por el levantamiento. Es sabido que por ello, en el caso de las luchas revolucionarias se solía sustituir la falta de entusiasmo de los soldados por abundantes raciones de aguardiente. Es decir que la salud del estado reposaba, en última instancia, en los efectos de una borrachera.

Unificación, organización, entusiasmo revolucionario del pueblo, de un lado; desorganización y desmoralización de las tropas del otro, en esto residía la esencia de la barricada: de modo tal que la lucha en sí sola era la resultante de los dos factores en su acción conjunta. Engels, nuestro luchador y teórico revolucionario prematuramente fallecido, dice: “No hay que hacerse ilusiones: una victoria efectiva de la insurrección sobre las tropas en la lucha de calles, una victoria como en el combate entre dos ejércitos, es una de las mayores rarezas. Pero es verdad que también los insurrectos habían contado muy rara vez con esta victoria. Lo único que perseguían era hacer flaquear a las tropas mediante factores morales que en la lucha entre los ejércitos de dos países beligerantes no entran nunca en juego, o entran en un grado mucho menor. Si se consigue este objetivo, la tropa no responde, o los que la mandan pierden la cabeza; y la insurrección vence… Por tanto, hasta en la época clásica de las luchas de calles, la barricada tenía más eficacia moral que material. Era un medio para quebrantar la firmeza de las tropas. Si se sostenía hasta la consecución de este objetivo, se alcanzaba la victoria, si no, venía la derrota”.

De estas consideraciones resulta lo siguiente:

1.- Puesto que incluso en los años cuarenta la superioridad táctica en la lucha de calles estaba del lado de las tropas, sería ciega inconsciencia querer ofrecer una resistencia violenta contra el ejército de nuestros días, que dispone de una técnica bélica más refinada.

2.- Por otra parte, la esencia de la política revolucionaria no consistía solamente en la lucha de barricadas, sino que tenía también otras manifestaciones que perseguían en conjunto la desorganización de la sociedad. Aquí surge la pregunta si el golpe de estado no tendría también como consecuencia la desorganización general y hasta qué punto ésta podría manifestarse como eficaz.

3.- Por último, que el ejército se deje llevar a acciones ilegales y anticonstitucionales es una cuestión que evidentemente depende siempre del estado de ánimo de sus cuadros y de las influencias morales a las que pueda ser sometido.

VIII El servicio militar obligatorio

Todos los ejércitos de la Europa continental se basan actualmente en el servicio militar obligatorio. El sector profesional está circunscripto a los rangos de suboficiales y oficiales. Para el soldado la actividad militar ya no es una profesión, una manera de ganarse la vida; en ella ya no encuentra una posición económica. Es por eso que el ejército ya no es como en el pasado una clase social particular, si por ello entendemos una capa social con intereses económicos distintos a los del campesino o el obrero; por lo tanto, tampoco tiene intereses políticos diferentes. Lo que les preocupa a aquellos le atañe en definitiva también a él.

Puesto que el servicio militar se ha transformado en un deber de los ciudadanos, sólo un aislamiento artificial separa al ejército del pueblo. Pero ningún medio artificial podrá eliminar la ligazón del soldado con el pueblo a través de sus recuerdos y sus expectativas, de su pasado y su futuro.

Sólo allí donde es muy débil la vida política del pueblo, podrá convertirse al soldado en una máquina carente de voluntad. Cuanto más dinámica sea la vida política, cuanto más amplios sean los círculos en los que ésta penetra, tanto menos frecuente será que el joven llegue al ejército como una hoja en blanco. Los reclutas llevan al ejército el estado de ánimo y las opiniones políticas que predominan en el pueblo. Por lo tanto no solamente están marcados políticamente desde el comienzo, sino que además el efecto moral del servicio militar sobre ellos dependerá mucho de su pensamiento político.

Hay épocas en que el ejército está rodeado de una aureola de gloria ante los ojos del pueblo, y el deber militar aparece como un deber de honor. Entonces la juventud se incorpora con entusiasmo y soporta de buen grado todas las fatigas y penurias. Pero en otros tiempos, cuando el sistema militar es sentido por el pueblo como una carga gravosa, cuando al ejército se le quita sin piedad su ropaje, de institución popular, cuando además se hacen intentos planificados y abiertos de incitar a los militares contra el pueblo, entonces este último enfrenta al servicio militar con rencor, amargura y posiblemente odio. En esas condiciones el joven también ingresa a los cuarteles con sentimientos no muy positivos; tiene desde el comienzo una actitud crítica y de desconfianza frente al servicio, al que contempla como una inútil pérdida de tiempo, inclusive perjudicial: en lugar de entusiasmo aparece el mal humor, y en vez de la voluntad de servicio, la obediencia generada por el temor al castigo, escondiendo la insatisfacción, el rencor que no cede, la oposición apenas contenida. En estas condiciones todas las medidas que tomen las autoridades militares sólo pueden tener un resultado: aumentar el resentimiento. Si se suaviza el trato que reciben los soldados, entonces la crítica se extiende tanto más libremente; si se la endurece, aparece como una injusticia y transforma el descontento en odio. Si todo el tiempo del soldado es ocupado por el servicio, entonces se siente como el buey uncido al arado o como un galeote encadenado a la rueda; si se le da mucho tiempo libre, entonces tiene la oportunidad de desarrollar su crítica al estado, es decir, al sistema militar

Desde este último punto de vista los entrenamientos para desfilar adquieren una peculiar perspectiva. Inútiles en términos generales, su transcendencia podría deberse a la intención de llenar el tiempo libre de los soldados, ocuparlos, tenerlos constantemente en tensión. Pero en las condiciones mencionadas tampoco esto daría los efectos deseados. Para un espíritu escéptico y malhumorado los ensayos de desfile aparecerían como la degradación del servicio militar a un juego de muñecos, pero un juego lleno de penurias y vejámenes.

La contraposición entre la educación militar y su efecto político puede llegar a un nivel tal que las mismas autoridades militares, dejando de lado las razones financieras, lleguen a creer aconsejable el acortamiento del servicio militar. Los soldados que ya saben de qué se trata, pero que no pueden abandonar los cuarteles, son críticos más duros. Lo que el ejército podía tener de tentador para campesinos o trabajadores ya hace tiempo que lo han saboreado. La seducción de la novedad se ha disipado, las nuevas relaciones, lo distinto de la vida del soldado, lo especial, todo lo que tanto impresiona al joven recluta manteniendo su espíritu en tensión, ya no lo sorprende. Por el contrario, lo que queda es la uniformidad militar, que hace que un día se parezca al otro, como los botones del uniforme, una existencia obligada de una monotonía eterna. El servicio, que ya no requiere aprendizaje, se vuelve aburrido pero siempre penoso. Y la desgastadora pérdida de tiempo es acompañada por la aguda preocupación por un futuro incierto. Se agrega a esto que el soldado veterano también ha adquirido un contacto mucho más estrecho con el aparato conductor del ejército. Conoce las peculiaridades y las debilidades de sus superiores. Se ha deshecho la magia y el engranaje del mecanismo militar queda expuesto ante sus ojos, Claro está que estos soldados veteranos constituyen un grupo sumamente peligroso para el estado.

Pero cuanto más desarrollada está la vida política, el material de reclutas es tanto más inquieto y receptivo políticamente, más inteligente, y tanto más fácilmente adquiere el recluta los conocimientos militares y castrenses. Quizás nada demuestra mejor el nivel de desarrollo político que se ha alcanzado en Alemania que el hecho de que hoy sea inconcebible un período de 5 años de servicio militar activo como existía antes. Unos años más, y también el retorno al servicio militar de tres años se convertirá en una imposibilidad política. Pero cuanto más se acorta el tiempo de servicio, tanto mayor es en el ejército el predominio de elementos recién salidos del pueblo, y tanto mayor es la relación entre soldado y obrero, o soldado y campesino. Con el acortamiento del período de incorporación a las filas nos acercamos cada vez más a la milicia popular, que es la consecuencia lógica del servicio militar obligatorio.

Es así que, presuponiendo que exista en el pueblo un descontento político general y profundo, no sería necesaria ninguna propaganda entre los militares para crear en ellos un estado de ánimo de oposición. Es cierto; si no existiesen otros medios salvo la distribución de volantes en los cuarteles, entonces sería fácil para las autoridades militares acabar con ella. Pero si en el ejército todo anduviera de acuerdo con lo deseado, entonces el temor a estos panfletos no sería necesario pues los mismos carecerían de todo efecto sobre los soldados. Resulta altamente llamativo que actualmente cada una de las hojitas de papel llevadas por el viento produzca fuertes temblores. Se puede suponer que en el ejército existe una inquietud que lleva a prestar oídos ansiosos a toda expresión de oposición. Y un descontento tal sería solamente el reflejo del estado de ánimo de oposición de todo el país, pero entonces serían las propias autoridades militares, sería todo el sistema militar, el que realizaría la más tremenda y eficaz propaganda revolucionaria. Entonces las autoridades militares tendrían que comenzar por ellas mismas, si quisieran eliminar a los revolucionarios.

En estas condiciones ningún proyecto golpista podría ser de ayuda (y por otra parte también sería innecesario). Si se aislara totalmente a los militares del mundo exterior, sólo se incrementaría aún más la agitación en el interior de los cuarteles y el descontento se convertiría en levantamiento abierto. Y cuanto más cuidadosamente se tratara de preservar al ejército de la ponzoña revolucionaria, tanto mayor sería su contaminación por la misma. Si, por ejemplo, se vigilase cuidadosamente que el soldado no tenga el más mínimo contacto con los socialdemócratas, ¿no significaría justamente esto llamarle la atención hacia la socialdemocracia? y precisamente el hecho de llamar la atención y atraer sobre sí el interés, de penetrar la indiferencia de las masas, ha sido siempre el problema fundamental para la propaganda socialdemócrata. Una vez logrado esto, el “veneno” socialista actúa con la impetuosa velocidad del ácido cianhídrico. También el soldado, una vez despertada su imaginación, se vuelve reflexivo y observador, rápidamente encuentra compañeros que saben más o que saben cosas diferentes, y a la postre los dormitorios del cuartel producen socialdemócratas, igual que las fábricas.

¡Cuánto ha contribuido en este aspecto la propuesta de golpe de estado, en especial con los divertidos acompañamientos corales que le entonara el ministro de guerra Schellendorf! ¿O se cree por ventura que la comedia del golpe de estado que dominara la política durante casi un año, y que también involucró a la opinión pública, era totalmente desconocida para los soldados? El descontento generado por las tratativas de golpe fue más grande que el que pudieran haber logrado todos los panfletos, cuya entrada al cuartel se hubiese evitado por la presunción del golpe, hasta fines del siglo y por un decenio más.

Esta es pues la contradicción fatal que se le presenta a un gobierno con ansias golpistas en presencia de una constitución democrática y del servicio militar obligatorio: cuanto más imprescindible y prolongado es el apoyo en el ejército para enfrentar al pueblo, tanto más los militares se vuelven contra ese gobierno. A medida que aumentan los requerimientos que se les plantean, el apoyo que brindan los militares se hace cada vez menos seguro. Si se quiere preparar planificadamente al ejército para un golpe de estado, a la postre se lograría que esté disponible para cualquier cosa menos para el golpe.

IX La disciplina

Se ha dicho: una vez que tengamos ganadas las cabezas de los soldados, entonces también tendremos las bayonetas. Aunque esta afirmación es justa en el terreno especulativo, en la práctica sólo debemos emplearla con extrema precaución.

Ya eso de ganar las “cabezas” es algo bastante particular. No debemos engañarnos con respecto a la limitación de los conocimientos que se le pueden impartir al pueblo dentro de la sociedad capitalista. El trabajo pesado y una miseria amarga son fuerzas que oprimen el espíritu.

El proletario que vuelve agotado a su casa después de una larga jornada de trabajo, que casi no encuentra ni espacio ni luz para leer en la pequeña habitación colmada por la mesa y las camas donde se amontona la totalidad de la familia y a veces uno o varios huéspedes nocturnos más, que además es requerido por su mujer, sus hijos y todos los problemas domésticos, ¿dónde encontrará la tranquilidad y la posibilidad de obtener un conocimiento fundado? Los proletarios que son atraídos con pasión por la política y también por la ciencia y el arte, que con sacrificio de sus restantes intereses vitales y aun de su salud se sobreponen a todos los obstáculos, constituyen y sólo pueden constituir una excepción muy circunstancial. La mayoría de la humanidad siempre buscará ganar lo positivo de la vida tal cual ésta se le presenta, y solo en segunda instancia se dedicará a las reflexiones y a la crítica.

Si tal como lo demuestra la experiencia, la propaganda socialdemócrata cunde con inusitada rapidez en las masas proletarias, esto por sí solo ya demuestra que se trata más de estados de ánimo que de convicciones; Pero el estado de ánimo socialista y revolucionario del proletariado no es en modo alguno algo casual y que se disipa rápidamente, pues es el producto necesario de las relaciones económicas dominantes, de la explotación capitalista. En esto estriba la fuerza de la socialdemocracia que sólo podrá desaparecer junto con la sociedad capitalista.

También en el caso del ejército sólo puede hablarse de un estado de ánimo opositor. Donde lo encontramos, como ya lo mencionáramos, es siempre el producto del estado de ánimo político general del pueblo, pero que una vez presente no es suprimido por el servicio militar sino, por el contrario, vivificado. Pero la dirección militar tiene a su vez medios poderosos a su disposición para manipular al ejército como le parezca, a pesar del estado de ánimo opositor que pueda existir en cierto momento. Tres son las fuerzas en las que se apoya: la organización militar, la disciplina militar y la conducción militar.

La organización militar, desarrollada en una experiencia de cientos de años, como toda organización destinada a la dominación de masas, se basa fundamentalmente en la división de la multitud en partes aisladas, cada una de las cuales constituye un grupo puesto bajo un mando especial. La articulación viviente de la masa popular es sustituida, al ser disuelta, por la unidad de la dirección. La masa es también introducida por la fuerza en formas resistentes estrechamente vinculadas, sobre las que se yergue como una pirámide el férreo mecanismo de la conducción militar, cuyos engranajes movilizan la multitud dividida pero firmemente cohesionada. Por ello, el elemento militar aislado se siente como un eslabón sin voluntad, fragmento de una organización que es dirigida por un poder superior. La dirección militar se presenta frente a cada unidad y a cada soldado individual como un todo, un poder de gobierno unificado, de múltiples eslabones, amplio, omnipresente, que lo sabe todo, provisto de todos los atributos de la dominación: policía, jueces y cárceles.

El extraordinario poder de la disciplina ha sido analizado muchas veces. Ella adapta el contenido a la forma creada por la organización militar. Su efecto final es la obediencia ciega.

La actividad de los soldados es desmenuzada en una serie de tareas que día a día deben ser realizadas con máxima corrección en una sucesión inalterable. Para el soldado, en el servicio no hay posibilidad de elegir, no hay autonomía, no hay una actividad reflexiva. Todo está destinado a convertirlo en un autómata que funcione con la exactitud de un mecanismo de relojería.

Con el adiestramiento conjunto y homogéneo se liman las particularidades individuales y se va conformando el soldado tipo de la tropa.

La conclusión es finalmente la generación de los movimientos de masa. Aquí la voluntad del individuo es totalmente disuelta. Según la cadencia, de acuerdo con la voz de mando, avanza la fila cerrada, retrocede, gira hacia un lado, manipula el fusil en un golpe común de los numerosos brazos, etc. Ya no hay pensamientos, sólo adaptación instintiva, inconsciente, adiestrada, la operación conjunta y la activación de la masa popular fusionada en un cuerpo común. La tropa se convierte en una herramienta ciega en las manos de su jefe.

La tarea de los mandos militares consiste en dirigir en su movimiento al conjunto de soldados conformados por la organización y la disciplina en un organismo con ciertas funciones de masa.

La tropa carece aún más de voluntad en movimiento que en reposo. A través de la marcha rítmica en columnas y escuadras, por la tensión que se genera en el avance común, imposible de detener, se paraliza la conciencia y por encima de todo, el redoble de los tambores y una música estridente, ensordecedora, ahoga toda agitación del pensamiento.

Es así que un posible estado de ánimo opositor que se halla en el fondo del corazón del ejército se enfrenta con un aniquilamiento planificado de la actividad volitiva del soldado. A través de la organización, la disciplina y el comando, su personalidad se diluye en el conjunto de su unidad, la que se somete instintivamente a las voces de mando.

En las revoluciones que tuvieron lugar hasta ahora la cuestión principal fue romper este encantamiento, para que el soldado, con su forma de pensamiento, su estado de ánimo y por consiguiente su voluntad, pudiera expresarse.

Este era el papel que le cupo a la barricada. Detenía a las tropas en marcha, las confundía y les hacía recuperar su conciencia. Pero ¿qué es lo que podría hoy obstaculizar el avance del ejército en el caso de un golpe de estado, dado que ya toda barricada puede ser eliminada desde grandes distancias?

X El pueblo y el ejército durante un golpe de estado

El desarrollo de la situación política depende tan limitadamente del ejército como el conjunto de la producción capitalista depende del desarrollo de la técnica de los armamentos. Por el contrario, con el servicio militar obligatorio el ejército mismo se convierte en portador del estado de ánimo opositor hasta el punto que finalmente sólo la disciplina y la organización lo mantienen en estado de obediencia instintiva.

El poder de la disciplina y la organización es grande, pero este poder difícilmente puede ser conservado a largo plazo durante un conflicto con el pueblo. La resistencia moral del soldado puede ser suprimida transitoriamente pero cuando esta supresión dura, la tensión decrece, su efectividad disminuye y simultáneamente aumenta la resistencia. Por ello bastaría dejar hacer a los militares para que la organización y la disciplina se desgasten por sí mismas.

Paradójicamente la utilidad táctica de la barricada es mucho menor para el pueblo que para los conductores del ejército. A aquél sólo le brinda una protección muy débil, para éstos es un bienvenido punto de ataque. La situación es totalmente opuesta cuando en momentos de gran agitación política el ejército se enfrenta simplemente con grandes masas de gente. Entonces no hay nada que pueda ser un blanco de acción militar. En vez de tener que combatir un ejército revolucionario, los soldados en este caso son utilizados en una tarea totalmente ordinaria de vigilancia policial.

En el primer caso los soldados tienen frente a sí un adversario que combate, y corren peligro ellos mismos de ser muertos, es decir, que a pesar de estar atacando se encuentran simultáneamente a la defensiva; en el otro caso, si se trata de atacar tienen que hacer fuego sobre el pueblo desarmado, hombres y mujeres que desde sus ventanas o desde la calle abierta los miran con resentimiento pero también con una esperanza recelosa.

Tropas que quizás serían capaces de dejarse utilizar para un ataque rápido contra una barricada, en estas circunstancias pueden volverse indecisas e inseguras. Después de que han sido llevadas de aquí para allá por las calles, vuelven cansadas y con el ánimo deprimido a sus cuarteles. Al día siguiente son naturalmente aún más inservibles y sólo es una cuestión de tiempo que su energía se agote totalmente.

Los soldados que serían enviados por un gobierno golpista a tirar o ametrallar a un pueblo que está defendiendo sus derechos políticos, ya no serían recibidos por éste con tiros de escopeta y pedradas, pues el pueblo no tendría razón alguna para hacer que los soldados se le enfrentasen, sino que tendría todas las razones para tratar de ganarlos para su causa.

Las barricadas pueden ser destruidas, pero con nada se podría evitar que el pueblo influyera sobre las tropas por medio de consignas, carteles y volantes. Los soldados pueden ser ensordecidos con el batir de los tambores, ¿pero cómo se les vendaría los ojos? El maestro de escuela que venció en Sadowa, podría transformarse una vez más en un gran defensor del pueblo.

No es difícil imaginarse lo que la ciudadanía le diría a los soldados. El pueblo recordaría a las tropas sus deberes de ciudadanos, que ellas mismas son parte del pueblo, que los derechos del pueblo también son sus derechos, el bienestar del pueblo su bienestar, la lucha del pueblo su lucha, que los papeles podrían invertirse rápidamente y que los soldados que ahora tiran contra el pueblo quizás dentro de unos meses podrían encontrarse entre las masas populares sobre las que disparan.

Tampoco habría que descartar que el pueblo se enfrentara a los soldados, pero sin armas en la mano y protegido solamente por la conciencia de su derecho y de la solidaridad de intereses entre el pueblo y las tropas. Pero el pueblo reunido en la calle abierta ofrece al ejército, como ya mencionáramos, una resistencia moral muy superior a la de los grupos populares que bajo la protección de las barricadas amenazaban a las tropas con balas de plomo. En la mayoría de los casos, no era la barricada lo que frenaba a los soldados para atacar.

Así es como podrían quizás existir una vez más condiciones en las que el pueblo desplegase su heroísmo. Pero éste no debe ser confundido con la valentía de una soldadesca mercenaria. ¡No se trata en este caso del valor de matar, sino del valor de morir! El pueblo no debe las victorias revolucionarias a la fuerza de sus puños. La fuerza bruta siempre estuvo del lado de la reacción. Por el contrario, las fuerzas por las que triunfó el pueblo eran: el sacrificio entusiasta por la causa común, la puesta en juego de sus vidas por parte de las masas explotadas y oprimidas que ya nada tenían que perder, y la unión instintiva de las multitudes. Estas fuerzas fueron las que el 14 de julio de 1789 hicieron confluir al pueblo sobre la Bastilla, en masas en constante crecimiento a pesar del estruendo de los cañones de la fortaleza. Estas fuerzas fueron las que en todas las revoluciones posteriores, en lugar de las barricadas destruidas, repusieron durante la noche otras nuevas y mayores, las que sustituían los combatientes muertos por un número mayor de nuevos combatientes. Y estas fuerzas, si es necesario defender, a la constitución, el mayor bien político, darán al pueblo el valor de enfrentar al ejército también en el futuro sin la protección de las barricadas.

XI La organización de la resistencia pasiva

Entonces, durante un golpe de estado, la consigna para la acción del pueblo ante el poder armado, sería: “¡Nada de lucha de barricadas! ¡Nada de resistencia violenta! ¡No dejarse provocar! Aguantar pacíficamente hasta que la descomposición moral, que indefectiblemente ha de producirse, genere la confusión en los promotores de la infame acción y los obligue al retroceso”. Pero, ¿guardaría el pueblo la sangre fría y la unión necesaria para cumplir con esta difícil tarea, o se atemorizaría y llenaría de desesperación?

La revolución tenía su medio de unión mecánico: la barricada. Ahora la barricada ha sido desmontada. Esto significa que todos esos elementos populares carentes de relación entre sí, que sólo podían ser unidos de ese modo mecánico y cuya fuerza de resistencia estaba en la barricada, han quedado despojados de su fuerza de resistencia política. Con ello el poder revolucionario de la pequeña burguesía ha quedado totalmente quebrado. Pierde también así su papel de dirección de las masas desorganizadas del proletariado durante la lucha revolucionaria. En contraposición, una clase social que está organizada desde el comienzo, podría mantenerse en la resistencia pasiva como la hemos descrito. En otras palabras: los cañones desenfundados y el fusil de pequeño calibre han dado fin a la revolución burguesa, pero en modo alguno han quebrado la capacidad de resistencia política del proletariado.

Las huelgas muestran cómo los obreros pueden permanecer unidos sin medios de ligazón mecánicos. Entre otras cosas, esto también ha sido demostrado recientemente por la huelga de los mineros ingleses, que reunió a 400.000 trabajadores. El desarrollo de las huelgas guarda también una analogía, muy débil en las presentes circunstancias, con el desarrollo de las luchas políticas. La historia del movimiento obrero muestra que las primeras huelgas estuvieron vinculadas con actos de violencia contra los capitalistas con destrucción de máquinas e incendios intencionales. Esto en modo alguno era solamente la descarga de la brutalidad y de la incomprensión. Pero en ese entonces, cuando todavía estaba tan poco desarrollada entre los trabajadores la unión por la conciencia de clase, su atención, su ira tenía que ser dirigida contra algo que estuviera al alcance de la mano, era necesario darles una tarea para que se pudieran sentir como una masa y actuar como una masa. Ahora este medio auxiliar tan brutal ha sido sustituido por la conciencia de clase. La consigna durante las huelgas es ahora la opuesta: “¡Nada de violencias!” Las huelgas no han dejado de existir por ello; por el contrario, recién ahora permiten un despliegue masivo.

No importa que la masa trabajadora esté organizada en sindicatos o como partido político, basta que esté organizada por más apolíticas que sean las metas de los sindicatos: en momentos de necesidad un movimiento político podrá apoderarse para sus objetivos de estas extraordinarias organizaciones.

Está claro que cuanto más firme y extendida sea la organización de la clase trabajadora tanto más eficaz resultará su resistencia. Ahora bien, si en Alemania en particular la organización política aventaja a la sindical por ser mucho más amplia, la sindical muestra frente a aquella la ventaja de unir a través de lazos mucho más estrechos. La organización política es laxa y fugaz, y depende del estado de ánimo político, pero la sindical es tenaz y toma a los trabajadores por la base misma de su posición económica, a nivel de la explotación. Trata al trabajador no sólo como ciudadano, sino como proletario, lo encuentra no sólo en el foro y en la urna electoral, sino en la fábrica y en su hogar. Por la mayor fortaleza de los lazos que teje el movimiento sindical alrededor del trabajador este movimiento adquiere un significado de gran amplitud.

Pero no sólo los sindicatos, sino organizaciones tales como las cajas de enfermedad y los seguros se transforman, si es necesario, en organizaciones políticas. Bismarck evidentemente no se esperaba este efecto de su “reforma social”. Pero esto muestra justamente que la trascendencia política de una organización no está determinada por ella misma, sino por la situación política. Lo fundamental en el conflicto aquí imaginado sería que el pueblo se sintiera unido, amalgamado y ordenado como masa. Por ello, si la ironía de la historia así lo quiere, las oficinas del seguro de trabajo resultarán nudos políticos, y sus empleados, envueltos en bufandas rojas, o los que el pueblo ponga en su lugar, se convertirán en propagandistas y organizadores de la milicia popular.

Si los trabajadores llegaran a participar en la resistencia contra el golpe de estado, por el solo hecho de estar organizados, organizarían la resistencia. Habría que destruir y prohibir todas las formas de unión, sin excepciones, hasta los conjuntos corales, si se quiere desorganizar a la clase obrera. ¿Podría imponerse una cosa semejante? ¿Podría detenerse la infinitamente ramificada vida social? ¿Alcanzaría para ello el aparato de estado, es decir el aparato policial? ¿Y por cuánto tiempo?

La respuesta a esta pregunta no puede dejar lugar a dudas. Las organizaciones de la clase trabajadora, como el ave Fénix, si se las destruye vuelven a alzarse inmediatamente. Garantía de ello es la conciencia de clase del proletariado que surge de las relaciones económicas y que actualmente se refuerza por el desarrollo histórico. El proletariado ha aprendido finalmente, debido a un desarrollo de varios decenios, a comportarse socialmente como clase en las más diversas formaciones sociales. El sentimiento de solidaridad, fuertemente desarrollado, ya no podrá ser erradicado. Se enraíza demasiado profundamente en la explotación colectiva de los trabajadores por parte del capital, y cada una de las opresiones políticas sufridas, templa aún más la unidad proletaria. Así los trabajadores se mantienen unidos aunque no los reúna ninguna organización formal. Esto lo demostraron inequívocamente las elecciones inmediatamente posteriores a la anulación de excepción contra los socialdemócratas. ¿No estaban destruidas en ese momento todas las organizaciones? Sin embargo las masas trabajadoras fueron a las urnas y eligieron a socialdemócratas. El lazo espiritual que los unía no pudo ser confiscado por la policía. Cuando sea necesario, aún sin barricadas, el proletariado con toda seguridad construirá, a partir de sí mismo, una organización de resistencia.

¿De qué se trata entonces? De que el pueblo pueda aguantar, sin que se lo pueda atemorizar ni tampoco provocar a cometer actos sin sentido. Para este fin debe elegir sus empleados, su policía, una administración que mantenga el orden. Esto el proletariado lo ha aprendido durante los largos años de la lucha de clases. Ya no se trata de una turba que se ha unido sin ton ni son, sino de un ejército disciplinado. El proletariado con conciencia de clase puede lo que ninguna otra clase de la sociedad capitalista: gobernarse a sí misma. Y esto, el orden sereno de la organización fuerte, y no la fanfarronada y el desorden anarquista, constituye su invencible fuerza de resistencia política.

XII La huelga política de masas

La conducta del pueblo durante un golpe de estado no es otra cosa que la huelga política de masas. También la revolución de barricadas tenía la huelga como condición previa, requería previamente que se parase el trabajo en fábricas y talleres. Pero la revolución de barricadas tenía un desarrollo demasiado impetuoso para aparecer como una huelga.

La huelga general no es ninguna panacea. Aislada de las interacciones políticas carece de efectividad y puede llevar a la derrota de la clase obrera. Pero no es de esto de lo que se trata sino de la huelga de masas con fines políticos, de lo que Bélgica nos da un ejemplo. Decimos con premeditación, “huelga de masas”, pues en este caso no tiene ninguna importancia que toda la clase trabajadora del país sin excepciones haga huelga. La huelga de masas política se diferencia de las otras en que su finalidad no es la obtención de mejores condiciones de trabajo sino la consecución de ciertasmodificaciones políticas, y que por lo tanto no se dirige contra un capitalista individual sino contra el gobierno.

¿Pero cómo puede gravitar sobre el gobierno una huelga así? Lo afecta en que conmociona el orden económico de la sociedad. Hemos visto que el desorganizar a la sociedad también era una cualidad importante de la revolución violenta. Pero la base de esa desorganización es sin duda alguna la interrupción del trabajo. Se produce una crisis de las operaciones económicas. Las capas medias de la población son involucradas en la situación. Aumenta el resentimiento. Pero el gobierno se encuentra desorientado pues no puede llevar por la fuerza a los trabajadores a la fábrica. Tanto más desorientado queda cuanto menos frontal es la resistencia cuanto más masiva es la huelga, cuanto más firme es la decisión de los trabajadores.

Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones para la extensión y el mantenimiento de la huelga de masas política?

Por un lado la organización de la clase trabajadora, lo cual está relacionado, como ya lo hemos señalado, con el desarrollo de la conciencia de clase proletaria. En relación con esto debemos mencionar otra vez la eminente importancia de los sindicatos.

Además se necesita dinero. Es decir cajas de huelga bien llenas. Pero no solamente eso. Cuando la huelga goza de las simpatías de las capas burguesas medias entonces le fluyen abundantes aportes desde esos círculos. Pero ya hemos analizado varias veces que sólo como respuesta a restricciones políticas extremas, a un quebrantamiento violento de la constitución por parte del gobierno, puede vislumbrarse un levantamiento popular semejante. Hemos mostrado también que la reacción tendría que accionar no solamente sobre la clase trabajadora sino sobre la población. De ese modo el proletariado podría tener prácticamente asegurado la simpatía y el apoyo de las capas medias de la población.

Además del dinero en efectivo debe tenerse en cuenta el crédito que puede brindar el panadero y el almacenero. Uno bien puede decir: mientras esté asegurado este crédito la huelga está asegurada. Pero cuanto más masiva y extendida es la huelga, tanto más se ven necesitados los comerciantes a dar créditos a los huelguistas, pues en caso contrario pierden a la totalidad de su clientela y arruinan su comercio. Por la misma razón que una gran cantidad de dueños de restaurantes berlineses dejaron de comprar a las cervecerías boicoteadas y sólo vendían cerveza no boicoteada, si la huelga involucra una parte importante de la masa trabajadora los panaderos y almaceneros tendrán que brindar una cierta cantidad de crédito. A esto se agrega, para la obtención de recursos monetarios, la simpatía que el movimiento recibe de la población en general.

También las ligas de conminadores pueden convertirse en estas condiciones en valiosos medios de apoyo.

Estas son, en términos generales, las condiciones bajo las cuales una huelga de masas política podría tener valor. En sus rasgos fundamentales esta concepción coincide con la propuesta de la Comisión X del Congreso Obrero Socialista Internacional de Zúrich de 1893, elaborada por Karl Kautsky, en la que sostiene “que las huelgas de masas también pueden ser en ciertas condiciones un arma de máxima eficacia, no solamente en la lucha económica sino también en la lucha política, arma que para su utilización eficaz requiere sin embargo una fuerte organización sindical y política de la clase trabajadora”2. El problema de la huelga general lamentablemente no fue sometido a discusión en el plenario del congreso de Zúrich por falta de tiempo, por ello no hay una resolución a este respecto.

Ante todo no debe perderse de vista la relación entre la huelga y el golpe de estado. No hay que olvidar lo esencial: es justo prolongar tanto la agitación y la situación de intranquilidad generalizada como para que los golpistas pierdan la moral. Los militares se volverían indecisos, los promotores y dirigentes del golpe anticonstitucional quedarían en la confusión. Cuanto más marcado fuera esto, tanto más cambiaría la situación, el carácter político del movimiento se haría cada vez más evidente bajo la forma de desfiles masivos, reuniones callejeras, manifestaciones, etc.

En la huelga de masas política lo fundamental no reside en que la presión económica que ejerce la huelga sea más fuerte del lado de la clase capitalista o del de la clase trabajadora. La cuestión es ¿cuánto podrá aguantar un gobierno bajo la presión del cese masivo del trabajo en una situación de descontento y efervescencia generales? Y la respuesta a esta pregunta, obviamente, no depende solamente de las condiciones generales para el triunfo de una huelga sino también de la intensidad del resentimiento que existe en el pueblo, de los intereses políticos que estén en juego, del estado de los militares, etc. En síntesis, la huelga de masas será un factor político de importancia pero nunca el medio de lucha política que lo resuelva todo.

Cuanto más generalizada es la huelga mayor es su efecto. Pero si ya en una huelga común el problema reside no sólo en su extensión sino también en las características de la rama de la producción afectada, esto es tanto más importante en el caso de una huelga política. No es lo mismo que quienes hagan la huelga sean los mineros o, por ejemplo, los sastres. Pues los mineros ponen en juego a toda la industria metalúrgica y mecánica, y con ello prácticamente a la totalidad de la gran industria. Otra significación tiene a su vez una huelga de los panaderos, y diferente es a su vez la huelga de los obreros de construcción, etc. Pero un peso esencial, y especialmente en el caso de una huelga política, corresponde a los medios de comunicación. Si los principales medios de comunicación dejan de funcionar entonces también se detiene el mecanismo político.

Cuando los trabajadores de los talleres ferroviarios, los conductores de tren, los empleados subalternos de las estaciones, los restantes trabajadores del ferrocarril, los empleados postales, los empleados de las empresas de telégrafo y de teléfonos dejan de prestar servicio, el gobierno queda desorganizado como si la sangre se le hubiera escapado de las arterías y las venas, y se derrumba por falta de fuerzas.

Tan impactantes como el efecto de una huelga de los trabajadores y empleados de los medios de comunicación, son las dificultades para producirla. Pero si existe una situación que se preste para unificar en una acción común a estas capas de trabajadores de características tan diferentes y tan difíciles de organizar, esta situación es la oposición a una ruptura constitucional.

2 Véase Eduard Bernstein, “Der Streik als politisches Kampfmittel” [“La huelga como medio de lucha política”], en Die Neue Zeit, 1893-1894, Parte I, página 689.

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XIII La desorganización del gobierno

La revolución de barricadas tenía su campo de combate casi exclusivamente en la capital. En primer lugar, porque ésta era la sede del gobierno, pero también porque solamente en una gran ciudad se puede dar esa reunión espontánea de masas humanas que requiere la revolución violenta. Esto inicialmente dio al gobierno la ventaja de poder concentrar las tropas de todo el país hacia su lugar de resistencia. Pero la huelga de masas política no se circunscribe a los límites de la capital. Extenderse por todo el país es precisamente una de sus condiciones. A ello corresponde una parálisis general de la actividad, un desorden general de las relaciones económicas y políticas en todo el imperio.

Y una vez más, sólo el proletariado con conciencia de clase puede llevar esto a cabo. Todas las demás capas sociales están desunidas. La competencia las corroe. Se descomponen en pequeños grupos que, o bien se aíslan por su localización, como el campesinado, o se distancian diferenciadas profesional y económicamente como la pequeña burguesía y las profesiones liberales. Solamente el proletariado conforma una masa importante, económicamente homogénea, que manifiesta en todas partes, desde la gran ciudad hasta la fábrica aislada en medio del campo, desde la lejana ciudad portuaria del Báltico hasta la zona industrial del Rin, el mismo sentimiento de solidaridad.

Durante una revolución de barricadas bastó el levantamiento de la capital para que el gobierno perdiera el control del país, ¿qué pasaría si una efervescencia general se expandiera por todo el imperio? ¿Qué pasaría si en cada ciudad mayor se realizaran asambleas, demostraciones, declaraciones de protesta y un huracán de cólera se descargara sobre el gobierno golpista desde todo el país? ¿Y si se detuviera el trabajo en todas partes y cada vez tomaran más fuerza las quejas sobre la ruina del comercio, producto de la inseguridad general? ¿Si cayese la cotización de los valores del estado y, al mismo tiempo, sus ingresos, los recursos del imperio, que se basan casi exclusivamente en los impuestos al consumo, frente al crecimiento de los gastos por la enorme actividad que debería desplegar el gobierno? ¡Y cada hora que pasa hace menos seguras a las fuerzas militares!

Es difícil mantener activa durante un tiempo prolongado a una huelga de masas importante, pero más difícil es aún para el gobierno resistir un movimiento político de protesta generalizado.

Así mientras que el gobierno en la capital tendría ahora una posición mucho más difícil que en la época de las luchas de barricadas, pues ya no podría reunir a su alrededor una fuerza militar tan importante, en provincias el movimiento político se desarrollaría con una fuerza, hasta entonces desconocida. Esto nos lleva a enfocar una nueva cuestión de importancia.

Ningún estado tiene una organización tan complicada e intrincada como Alemania, condicionada por su gestación a partir de pequeños estados. Por ello el imperio se descompone en estados confederales, y cada uno de estos estados tiene su aparato de gobierno y de administración, que configuran mezclas diversas de burocracia y democracia. Esto de por sí obstaculiza una acción rápida, homogénea y generalizada, del gobierno. Las cosas no son en todas partes como en Prusia.

Cuanto mayor fuera el desarrollo de la democracia en un estado confederal tanto menor sería la posibilidad de que éste sea un servidor complaciente de la reacción, tanto menor sería su apoyo a un gobierno nacional de intenciones golpistas. Esta situación podría llevar a una desorganización del gobierno que avasallase la constitución, y ser de utilidad, por otra parte, para la huelga de masas política.

Desde este punto de vista deben ser tenidos en cuenta no sólo los parlamentos de los distintos estados. Son también de fundamental importancia los organismos representativos comunales, en primer lugar los urbanos. Si el concejo municipal está al lado del pueblo, o al menos tiene que mostrar simpatías hacia éste bajo los efectos de la presión pública, entonces el pueblo puede usufructuar no sólo la autoridad sino también los medios financieros de la administración municipal. Un concejo municipal democrático puede acordar apoyo a los huelguistas, darles crédito, actuar como su garante. A estos fines puede imponer impuestos y tomar empréstitos. Cuanto más prolongada la huelga de masas bajo estas condiciones (sin lucha de barricada, sin derramamientos de sangre, sin ningún torbellino guerrero) tanto más extensa se hace la descomposición, tanto más vacilante se vuelve el ejército, tanto más se confunde el gobierno. Finalmente el mismo aparato administrativo del estado se vuelca contra el gobierno. Para desorganizar totalmente el gobierno ya sólo falta una cosa: ¡la negativa al pago de los impuestos! ¡Esta sería la forma en que el pueblo podría defender a la constitución de la alta traición! Muy lejos de haberse transformado la resistencia en un imposible, por el desarrollo del militarismo, el éxito de esta forma de defensa popular está asegurado bajo una condición: ¡que el proletariado resista con tranquilidad y no se deje arrastrar por la irreflexión! ¡Entonces muy rápidamente deberá llegar el momento en que el gobierno golpista se dé por vencido y pida clemencia en medio de sollozos!

XIV Una advertencia

“¿Comprende el lector, ahora, por qué los poderes imperantes nos quieren llevar a todo trance allí donde disparan los fusiles y dan tajos los sables?

[…] Esos señores malgastan lamentablemente sus suplicas y sus retos. No somos tan necios como todo eso. Es como si se pidiera a su enemigo en la próxima guerra que se les enfrentase en la formación, de líneas del viejo Fritz o en columnas de divisiones enteras a lo Wagram o Waterloo, y, además, empuñando el fusil de chispa. Si han cambiado las condiciones de la guerra entre naciones, no menos han cambiado las de la lucha de clases. La época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas, inconscientes, ha pasado. Allí donde se trata de una transformación completa de la organización social tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida. Esto nos lo ha enseñado la historia de los últimos años.” Friedrich Engels
Ante el gran desarrollo del sistema militar, sería insensato querer comenzar

ahora una revolución al estilo del año 1848, por ejemplo; pero más insensato todavía sería querer combatir a un movimiento político popular, que se ha desarrollado bajo las condiciones modernas, con los medios que quizás hubieran sido suficientes en 1848. En este medio siglo no sólo se ha desarrollado la técnica militar sino la totalidad de la vida económica y política de los pueblos, y en definitiva el desarrollo del sistema militar sólo es un pálido reflejo del desarrollo industrial general.

Esto lo olvidan los señores generales en retiro, que distraen la aburrida tranquilidad de su existencia ociosa alternando los juegos de cartas, el ajedrez y los estudios genealógicos con luchas revolucionarias de salón y que actúan como estrategas del golpe de estado, como Moltkes de entrecasa opuestos al “enemigo interior”. ¡Sí, si el pueblo actuara justamente así como ellos se lo imaginan cuán bellamente lo balearían hasta convertirlo en una pulpa sanguinolenta! Lástima que al pueblo no se le ocurra ir a las barricadas nada más que para ayudar a que decrépitos generales asciendan al puesto de salvadores de la patria.

En 1848 el gobierno prusiano, el gobierno más fuerte de Alemania, no pudo someter a los insurrectos de Berlín. Es cierto que en aquella época no tenían a su disposición cañones y fusiles como los de ahora. Pero de todas maneras eran cañones y fusiles, algo más que “matagatos”. Y había un ejército de 250.000 hombres que estaba a disposición del gobierno. Era un ejército bien predispuesto, obediente y brutal, que no se había puesto a reflexionar. “¡Nosotros no somos como los de París!”, le gritaban los soldados de Pomerania a los luchadores de las barricadas berlinesas que habían sido apresados al tiempo que los golpeaban con la culata de los fusiles en la nuca. ¡Y a pesar de ello el rey de Prusia tuvo que inclinarse ante las “turbas” que se habían movilizado!

¡Y qué limitado era entonces el poder político del pueblo si lo comparamos con el actual! En aquella época Prusia era un país agrícola. Más del 70 por ciento de la población vivía en el campo. En las ciudades sólo había un 28 por ciento. En contraposición, según el censo de 1890 la población urbana comprende más de cuatro décimas partes del total.

En aquella época, en 1848, sólo el 29 por ciento de la población de Prusia trabajaba en los oficios, el comercio y las comunicaciones. Pero ya en 1882 la población industrial contaba con el 47 por ciento ¡y ahora debe haber superado el 50 por ciento!

¿Y quiénes constituían en 1848 la población urbana, es decir, la población industrial en Prusia? La industria todavía estaba en la fase inicial de su desarrollo, todavía había muy pocas fábricas. El censo de 1849 mostró 942.373 personas en la columna de oficios para “artesanos mecánicos y oficios manuales”, mientras que la columna de fábricas bajo la rúbrica de “fábricas metalúrgicas, etc.”, sólo presentaba un personal de 95.211. ¡Esto era entonces en Prusia la industria mecánica, la base de la industria en su conjunto, frente a una mayoría de cerrajerías, hojalaterías y otros talleres artesanales!

Si de un lado ponemos el reducido número de trabajadores fabriles, artesanos, comerciantes y literatos que en 1848 constituyeron el ejército revolucionario, y del otro a la poderosa Prusia, el absolutista Reino por la Gracia de Dios, que se apoyaba en un cuarto de millón de bayonetas (sin contar los “matagatos”), entonces la revolución de 1848 debe aparecer como una aventura insensata; tampoco faltaron en esa época los generales ya ancianos que creían poder someter a la revolución con unos cuantos puntazos de bayoneta. Y sin embargo como lo muestra la historia la revolución de 1848 fue exitosa.

Cada época tiene su forma de lucha. Quien en 1848 hubiera querido utilizar la huelga de masas como medio de lucha política hubiera debido estar en un asilo para locos, como se deduce de los hechos que consignamos más arriba. Del mismo modo todo aquel que quisiera interceptar el avance del ejército moderno por las anchas y rectas avenidas de la gran ciudad por medio de adoquines desprendidos, muebles viejos, carritos de mano volcados, tampoco hoy estaría en su sano juicio. Y por ello también es insensato esperar que el pueblo combata contra el golpe de estado de este modo. Si se produjera un golpe de estado, no cabe duda que los generales enfilarían los cañones. Que los cañones llegaran a tener ocasión de entrar en actividad, eso es otra cuestión. El alineamiento de los cañones por sí sólo no cambiaría la situación, y el pueblo seguramente no tendría ganas de hacer de carne de cañón. A ello habría que agregar que los soldados piensan más que los cañones. El hecho de que en la actualidad la población industrial constituya más de la mitad significa, por otra parte, que la mitad del ejército proviene de esos sectores. ¡Los pomeranios evidentemente no eran “parisinos”, pero el soldado proveniente de la fábrica o la gran ciudad ya no es el pomeranio de 1848!

¡Y además los dos años de servicio militar! ¡Y el gran despliegue del esclarecimiento político, de la formación política, del desarrollo cultural de medio siglo!

Piénsese solamente en el colosal desarrollo de la prensa. En el año 1847 en Austria, por ejemplo, sólo existían 79 diarios; en el año 1872 ya son 1.864, Y el número de las publicaciones periódicas en Alemania supera las 8.300 (1891). Estas publicaciones se distribuyen en millones de ejemplares, encuentran sus lectores y despiertan en ellos de un modo u otro el interés político.

Hace medio siglo un pequeño número de ideólogos, de agitadores desparramados por varias docenas de estados confederados, conquistó la libertad alemana ¿y ahora el poderoso y unido pueblo alemán no estaría en condiciones de defender esta libertad? ¿No ha sido este un cuarto de siglo de intensa actividad política? ¿El pueblo no fue sacudido hasta despertar políticamente y acostumbrado a una participación política activa a través de elecciones, de innumerables asambleas, de numerosas ligas, por la prensa, por la estrecha vecindad de los hombres que crea la gran ciudad? ¿Y no ha sido simultáneamente este cuarto de siglo un período de lucha de clases proletaria, de transformación de una masa popular de dos millones de seres en un ejército socialista y revolucionario?

¿Y se podrá eliminar todo esto con un par de “matagatos”? ¿O aún con cañones desenfundados y fusiles de pequeño calibre?

Hemos mostrado lo que significa el golpe de estado: la disolución del imperio y la desorganización del estado. ¿Y qué significa la huelga de masas política, la respuesta inevitable al golpe de estado que tarde o temprano se produciría? ¡Pues significa la toma del poder político por el proletariado! Pues esto no deja ningún lugar a dudas: sólo el proletariado con conciencia de clase es capaz de defender la libertad política, la constitución política, contra la violencia. Y cuando el poder del gobierno que quebró la constitucionalidad haya sido roto, entonces será el proletariado quien se adueñe del campo y tome la conducción política. Esto es lo que les decimos a los reaccionarios con y sin uniforme: se han acabado las revoluciones burguesas en las que el proletariado sirve de peón. Ya no necesitáis temerlas. Pero las revoluciones burguesas eran sólo juego de niños frente a la fuerza política y económica que puede movilizar el proletariado. Aquellas no disponían de las masas, la organización, la disciplina, la extensión, los intereses materiales que tiene una huelga política de la clase trabajadora.

¡Tened cuidado con el proletariado cuando éste pone todos sus medios de lucha en la defensa de la constitución!

¿Queréis jugar el todo por el todo? Perderéis más irremediable y brutalmente de lo que podéis imaginar.

(“Staatsstreich und politischer Massenstrike”, Die Neue Zeit, año XIV, volumen 2, 1895-1896)

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