por Gustavo Burgos
Durante lo corrido del mes de abril, primero Pablo Lorenzini de la DC, en medio de la discusión que desembocó en el apoyo a la idea de legislar sobre la Reforma Tributaria de Piñera; luego Juan Pablo Letelier, defendiendo el modelo de capitalización individual de las AFP y, finalmente, Jaime Tohá, del PS, para fundar su apoyo al TPP 11, han expresado pública y explícitamente su desprecio por la opinión popular, la ciudadanía, los trabajadores y las “barras bravas”.
Que las élites del régimen actúen de esta forma no constituye ninguna novedad. Llevan décadas justificando su obsecuente sumisión a los intereses de los grupos económicos y las transnacionales bajo esta premisa. Sin embargo, esto ha dado un salto, el desprecio manifestado por los parlamentarios por la mayoría movilizada, “la calle” y los movimientos sociales, se hace público y notorio, porque la agudización de los antagonismos de clase obligan a los defensores del orden establecido a salir a atacar a los trabajadores. Este ataque es un elemento nuevo en la situación política y plantea tareas a la izquierda revolucionaria impostergables.
Desde la caída del Muro de Berlín -el orden de coexistencia pacífica entre el imperialismo y la burocracia estalinista- la izquierda revolucionaria ha debido batallar con afirmar tercamente la vigencia del itinerario de la revolución obrera exhibiendo, en ese camino, como principal logro el mantener en alto las banderas de la revolución. Esto que ha ocurrido en Chile en los últimos 30 años, se ha replicado en otras latitudes con efectos similares: la burguesía ha avanzado demoledoramente contra los trabajadores afirmando un discurso totalitario y anticomunista, con rasgos que remiten a la etapa anterior a la de Revolución Rusa. Dicho de otra forma, la caída de estalinismo y la verificación de la restauración capitalista en la URSS y Europa del Este, anticipada por China y un preludio de la Cuba contemporánea, importó una conquista histórica para la burguesía, representada por el llamado Consenso de Washington y que en nuestro país recibió el nombre de Transición Democrática.
Cuando hablamos de neoliberalismo, estamos refiriendo no sólo un determinado patrón de acumulación capitalista que impone nuevos ataques de superexplotación a los trabajadores, sino que principalmente a un acuerdo político “transversal” que ha permitido en todo el mundo a la minoría explotadora legitimar el orden social capitalista, disciplinando socialmente a las corrientes políticas que expresaron al movimiento obrero. No hay neoliberalismo sin el laborismo inglés, sin la socialdemocracia alemana, sin el PS francés, los eurocomunistas, el PSOE español, etc. En Europa. En América Latina no hay neoliberalismo sin pacto con el peronismo, el APRA, el MNR y las corrientes políticas tributarias del PT brasileño o el MAS de Evo Morales o el kirchnerismo en la Argentina.
Todas estas corrientes señaladas, cual más, cual menos, toman distancia de la ofensiva imperialista y reivindican el llamado Estado de Bienestarofreciendo a la salvaje ofensiva del gran capital pactos de gobernabilidad, estatutos de garantías o lo que suelen llamar una “sociedad de derechos”. Bajo la premisa keynesiana de un Estado que corrige las asimetrías del mercado, que garantiza la participación y los derechos fundamentales, el neoliberalismo pudo expandirse y alcanzar coherencia política de alcance global porque supo establecer canales de diálogo con las direcciones políticas tradicionales de los trabajadores en todo el mundo. En este contexto “impedir el triunfo de la Derecha” y en general bloquear los efectos de desarticulación social propiciados por la crisis capitalista, ocuparon el lugar político del antiguo reformismo de cuño socialista en el mundo entero.
No está demás decirlo este reformismo democratista –para diferenciarlo del antiguo reformismo que proponía un camino al socialismo- sólo puede subsistir en un entorno de crecientes ilusiones democráticas de las masas. La era post dictatorial en el Cono Sur latinoamericano, la restauración post Muro de Berlín o actualmente la era post PRI en México, suponen un marco político defensivo, en el que las direcciones políticas de las masas actúan para conjurar el brutal ataque a la condición de vida de la mayoría explotada. Tal diseño político debe necesariamente expresarse como grandes acuerdos electorales y son aquellos los que han permitido la subsistencia de los regímenes políticos nacidos bajo el signo neoliberal.
En Chile, no es necesario ser muy perspicaz, este modelo se ha agotado. El consenso neoliberal que dio cuerpo la Transición se ha quebrado y la estantería ha caído –por ahora- del lado de la Concertación, de la Nueva Mayoría, pero muy particularmente de los partidos que pusieron la carne para que este asado se pudiera hacer: las cúpulas políticas Partido Comunista y el Partido Socialista, aún al día de hoy, las únicas organizaciones políticas de alcance nacional y con capacidad de ser escuchadas por los trabajadores. Son la izquierda chilena desde hace casi un siglo y parecen vivir, junto con la Iglesia Católica, una crisis terminal que los expone diariamente al descrédito e incluso a la ira de la población que ve en sus capitulaciones y camaleónicas volteretas, la explicación de la creciente miseria y pérdida de derechos y garantías sociales. Los trabajadores no se equivocan, aunque a veces su instinto de clase no alcance para visualizar la profundidad de la crisis. Lo que ocurre con las cúpulas de la DC, el PPD, los radicales e inclusive el Frente Amplio, es una expresión secundaria de la crisis experimentada por el PC y el PS, que en definitiva siguen siendo las columnas articuladoras del proceso político. Dicho en breve, sin el PC y el PS alineados con una política coherente, la Transición Democrática habría devenido en imposible.
Que hoy día Piñera esté por segunda vez en La Moneda y que su Gobierno patronal se caiga a pedazos aún sin una oposición articulada, da cuenta de dos hechos fundamentales en la etapa que enfrenta el país.
Primero, que es falso que para derrotar a la Derecha es necesario renunciar a un programa de transformaciones sociales. La Derecha está en las cuerdas, no puede ordenar una ofensiva sistemática en contra las masas y en ello ningún papel le ha cabido a la oposición parlamentaria; con o sin acusaciones constitucionales, con o sin comisiones investigadoras o recursos judiciales, Piñera se ha ido derrumbando producto de las movilizaciones sociales que –marcadamente- desde el asesinato de Camilo Catrillanca se han ido tomando el escenario político.
En segundo lugar, que a pesar de la ausencia de una dirección política de las masas que se plantee una salida revolucionaria a la crisis, las movilizaciones siguen extendiéndose y anticipan mayores enfrentamientos. Esto pone de manifiesto que asistimos a un proceso de formación de una nueva dirección de los explotados en lucha, la misma se encuentra dispersa en un espacio aún revuelto pero que atraviesa todas las organizaciones de masas. En las bases de los partidos tradicionales, especialmente el PS y el PC, en el Frente Amplio, en organismos territoriales, sindicales, gremiales, lasa asambleas que surgen por todos lados para resolver cualquier problema, se encuentra la dirección –aún desconocida- de la nueva etapa que vive el país.
Ante estos hechos urge al activismo de izquierda, a los honestos militantes revolucionarios que se han desenganchado de sus partidos originales o aquellos que militan en pequeñas organizaciones con limitadísima capacidad de intervención en el seno de las masas, a todos ellos urge hacerse cargo del momento histórico que vivimos. La formación de la nueva dirección se hará en base a la experiencia que ya hemos vivido y enfrentará nuevos y crecientes desafíos.
Estos desafíos suponen como primera cuestión que debemos batallar incansablemente por unir las movilizaciones y ofrecer unidad y lucha como única respuesta frente a la descomposición capitalista. Es necesario hacer claridad que el consenso neoliberal, caracterizado por la renuncia a la revolución social a cambio de “contener” a la derecha, ha fracasado irremisiblemente y que quienes sigan reproduciendo esa monserga están condenados a terminar en el basurero de la historia. La unidad electoral, episódica y secundaria, planteada como viga maestra sólo nos conduce a nuevas derrotas.
En el mismo plano es necesario esclarecer que una estrategia que exprese voluntad de mayoría, obligadamente debe plantear acabar con el capitalismo mediando una revolución obrera. Esta es la única salida racional a la crisis, las medias tintas, las componendas, las infinitas “acumulaciones de fuerzas” han fracasado en toda la línea y esto no sólo en Chile, sino que en el mundo entero a guisa de ejemplo, la impotente prisión de Lula en Brasil. La expropiación del gran capital, la ruptura con el imperialismo, el poder político radicado en los órganos de masas de los trabajadores, son las premisas políticas de cualquier proyecto de emancipación social y nacional, no otra cosa es el proyecto socialista.
En esta lucha urgente y obligada, no sobra nadie. Somos los revolucionarios quienes debemos tener la capacidad de convocar a los más amplios sectores e interpretar a la mayoría nacional. La recuperación de nuestra riquezas básicas y de sus rentas, así como de bienes estratégicos como el agua; la lucha contra las AFP y sus demndas por un sistema de seguridad social solidario; la legalización de la negociación por rama de la producción; la nacionalización del Litio; la lucha por educación pública universal y gratuita al servicio de la liberación social y nacional; la reivindicación sistema de salud público universal el aborto libre y seguro; el programa feminista de liberación de la mujer; la liberación de Wallmapu y la autodeterminación mapuche; el fin de las zonas de sacrificio; estas reivindicaciones y todas las agitadas por explotados y oprimidos a lo largo del país forman parte obligada del programa de transformaciones que oriente nuestro accionar diario.
Consumar estas tareas y sacar al país de la crisis que lo extrangula, son condiciones necesarias para el triunfo de la revolución socialista. Sólo el socialismo, el gobierno de los trabajadores para los trabajadores, garantiza democracia y libertad. El fin de la miseria y la represión capitalistas no será el resultado de las instituciones patronales, sino que de la lucha callejera y de la amplia y multitudinaria movilización de masas.
La construcción de una nueva dirección política de los explotados, del partido de la revolución, será el fruto de este combate. En esta lucha, como en cualquier lucha seria, el triunfo no puede estar garantizado pero no hay otro camino más que el de la movilización social y el enfrentamiento al régimen capitalista. Hoy esa dirección política no ha logrado articularse, aún no se ha formado, pero ya existe en su base material, no la conocemos, es desconocida y está repartida por todos los rincones de Chile. Nuestra tarea es que esa dirección se articule, se reconozca como tal y salga al combate para vencer.