La verdad sobre la quema del Metro el 18 de Octubre

por Gustavo Burgos

Para cierta izquierda, se ha hecho un lugar común atribuir cualquier acto de violencia política a montajes de bandera falsa o conspiraciones policiales de todo tipo. Se trata de una reacción refleja a la de la Derecha que ve acciones narco-castro-chavistas en cualquier acto de violencia igualmente. La conducta no es nueva, recuerdo vivamente como se hablaba del atentado a Pinochet —ocurrido en la cuesta Las Achupallas camino a Cajón del Maipo— como la «cuesta creerlo». Aunque las motivaciones pueden resultar variadas y hasta contradictorias, la base teórica en que se asientan es la misma: las masas, el pueblo son pacíficos naturalmente y su espacio propio de participación es el que les confiere la legalidad democrática. Todo acto realizado fuera de estos parámetros —deus ex machina— es sentenciado invariablemente como una conspiración. El viernes recién pasado, estando en la propia Plaza Dignidad uno de los pocos afiches políticos que sobreviven es precisamente relativo a este tema: en él se acusa a Carabineros por la quema del Metro el 18 de Octubre. Esta cuestión es candente y merece un análisis detenido.

Lo primero es que indudablemente las conspiraciones, los simulacros y los atentados de bandera falsa, son propios de toda forma de guerra y la lucha de clases no escapa a estos parámetros. Sin embargo, no podremos saber —materialmente— si tras el incendio de 11 estaciones, la destrucción de seis trenes y destrozos en 79 de 136 estaciones estuvo la mano de agentes del propio Gobierno de Piñera, sean estos o no Carabineros. A más de dos años de los hechos las investigaciones han demostrado la participación de policías en algunos destrozos, pero tales hallazgos no son suficientes para demostrar la totalidad de los hechos. A contrario, lo que sí resulta indubitado es que tras la quema del Metro —cualquiera haya sido la motivación de los incendiarios— el levantamiento popular estalló de una forma demoledora, demostrando que las fuerzas elementales de la lucha de clases son suficientes para barrer con cualquier régimen de dominación de clase. Así las cosas, el estallido del 18 de Octubre objetivamente —con independencia de la naturaleza del detonante— debe ser caracterizado como una revolución, frustrada, pero revolución.

Si el 18 de Octubre se produjo el estallido, mismo que dio origen a un poderoso levantamiento popular que se extendió hasta marzo de 2020, ¿Por qué se sigue sosteniendo que la quema del Metro fue un acto policial e inclusive que la Primera Línea fue la expresión de los «intramarchas» policiales? Se han escrito libros sobre estos temas y no provenientes de agentes del piñerismo, sino que de periodistas y medios que formalmente se identificaban con el propio estallido. ¿Por qué? Bien, porque en realidad la suspicacia conspiranoica se apoya en un primer momento en el inveterado pacifismo de las capas medias ilustradas (hoy posmodernas) de la sociedad, en su conservadurismo, en su repulsa a toda forma de de desorden, de violencia y que —de contenido— definen su oposición de clase a toda acción revolucionaria protagonizada por los explotados. Este conservadurismo democratizante los conduce directamente a confundir —por lo mismo— a toda revolución con el caos insurreccional y al mismo con la conspiración de los «enemigos de la democracia» burguesa.

¿Qué queremos decir? Con mucha claridad: la insurrección entendida como el estallido elemental de las fuerzas sociales, como espontáneo alzamiento de los explotados, no puede confundirse con la conspiración de camarillas y los golpes de Estado. Las conspiraciones militares que originaron crónicos golpes de Estado en Bolivia y Argentina en los 60/70 del siglo pasado en ningún caso dieron origen a revoluciones e invariablemente abrieron las puertas a la contrarrevolución. Una cosa es el fenómeno espontáneo de la insurrección y otra muy distinta la oscura acción de los aparatos represivos o políticos de la burguesía. Sin embargo, algo que a los idealistas y pontificadores del «doble estándar» habrá de alarmar, para los marxistas la insurrección para proyectarse como revolución —entendida como expulsión del poder de la burguesía y toma de poder de los trabajadores— requiere de la acción conspirativa y consciente de una vanguardia organizada como partido. Solo de esta forma la insurrección permitirá a los trabajadores tomar el poder en sus propias manos y ejercerlo, cuestión que supone el armamento de la vanguardia y las masas, precisamente para imponer el poder emergido del acto revolucionario.

El 18 de Octubre enfrentó a las clases fundamentales de la sociedad chilena: la burguesía y el proletariado. Los trabajadores protagonizaron el glorioso levantamiento. La burguesía por su parte suspendió la vigencia de la Constitución, declaró el toque del queda e intentó ocupar militarmente el país. En el período que va del 18 de octubre de 2019 hasta el 12 de noviembre, vivimos un proceso de profunda convulsión social como no se tenía memoria probablemente desde octubre del 72 en que la clase obrera enfrenta el paro patronal de la CODE, creando los Cordones Industriales. Sin embargo, el conflicto entre ambas clases sociales no resulta suficiente para explicar el alcance de un movimiento que se presentó como nacional.

Las capas medias —encabezadas fundamentalmente por el comercio y las capas profesionales intelectuales— fueron sorprendidas por la poderosa acción de las masas. Tres huelgas generales y millones en las calles terminaron por quebrar el Estado de Emergencia y dejaron a Piñera en KO técnico. Si esto hubiese sido una pelea de box, el manager de Piñera habría de haber tirado la toalla. Una vigorosa dirección política que se hubiese mostrado resuelta acabar con el Gobierno e imponer el gobierno de las asambleas populares, habría empujado el proceso revolucionario hacia adelante. Eso no ocurrió, las capas medias percibieron la falta de perspectiva del movimiento y se inclinaron nuevamente hacia la burguesía. En Valparaíso, esto se tradujo posteriormente en la infame campaña de «El pueblo no ataca al pueblo» (Mesa Social +`Cámara de Comercio) cuyo objetivo era criminalizar a la Primera Línea y legitimar las acciones represivas del Gobierno. Este momento fue ocupado por la Armada con su ejercicio de enlace el 14 de noviembre, sellándose el destino del movimiento con el pacto contrarrevolucionario del 15 de noviembre, el famoso «Acuerdo por la Paz».

Aunque muchos idealistas lo reclamen, no hay manuales para hacer revoluciones, precisamente porque ninguna revolución se sujeta a ningún tipo de sistema normativo. Los pusilánimes que reclaman en contra de la violencia revolucionaria y los baños de sangre, invariablemente guardan silencio cuando es la burguesía la que pasa a tomar el control de la situación. Desde la instalación del gobierno «transformador» de Boric, han sido declarados sucesivamente cinco Estados de Emergencia ocupándose militarmente el Walmapu en una brutal y explícita declaración de guerra en contra del pueblo. ¿Reclaman por esta violencia los FA y el PC?, ¿Le atribuyen estas brutales acciones poner en peligro la democracia? Por supuesto que no, porque el discurso pacifista se hace más fuerte en tanto mayor sea la certeza de contar con el apoyo matonezco de las FFAA. Es un hecho irrebatible —hoy en Chile— que la minoría explotadora se mantiene en el poder no porque los textos constitucionales se lo permitan, sino que porque cuentan con la capacidad militar suficiente para disuadir cualquier intento de resistencia. Si alguna conclusión podemos extraer del proceso político que vivimos es precisamente, que solo mediante la acción directa, la auténtica violencia revolucionaria, que los explotados podrán rebelarse frente al orden establecido e imponerse frente a los explotadores.

Hoy día los reformistas —luego de haber llevado el movimiento al despeñadero— se alzan de hombros y nos dicen con buenas maneras «que no se puede hacer más», «que la gente está cansada y quiere tranquilidad». Estos teóricos y propugnadores de derrotas nos ofrecen el camino constitucional para «abrir espacios de transformación». Sin ruborizarse, quieren hacernos creer que votando un texto constitucional —un papel impreso— se sepultará la constitución de Pinochet. Como si el conflicto social pudiese resolverse apoyando a la burguesía liberal contra los pelucones de la Derecha. Impresionante. Un país en que las instituciones fusilaron a los compañeros en las calles, hicieron desaparecer a miles, llenaron el país de campos de concentración y centros de tortura, en ese país esta gente nos propone caminar por esas letrinas institucionales amparados en la vergonzosa «garantía de no repetición».

Si no somos capaces de atesorar nuestra propia experiencia como clase —y tal cosa fue el levantamiento popular— jamás podremos construir un partido revolucionario que se disponga a poner esta experiencia al servicio de las luchas que vienen. Porque inevitablemente tales luchas —más temprano, más tarde— volverán a ocupar calles y avenidas. Y para construir esa nueva dirección política es necesario hablar con claridad: de nada nos sirven las montoneras electorales, ni la jugarreta táctica. El movimiento requiere de un Estado Mayor capaz de enfrentar una situación revolucionaria como la vivida en Octubre del 19. Una dirección capaz de ubicar el accionar de las masas, de valorar su iniciativa y de dirigirla en contra de la institucionalidad capitalista en su conjunto. Por cierto hoy rechazando el proceso plebiscitario que conduce a una nueva transición, pero mañana planteando con claridad que el país no requiere de papeles impresos aunque ellos se llamen «Constitución», porque la salida a esta crisis está en manos de los trabajadores y en sus rojas banderas socialistas: se llama Revolución.

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