por Gustavo Burgos//
Ponemos término a una época. Se repite insistentemente, una catástrofe azota a la izquierda tradicional chilena y la hunde de forma irremisible. La prolongada reacción democrática con la que el régimen viene conteniendo el accionar de las masas, ha terminado en la descomposición de sus partidos, poniendo en evidencia el carácter patronal, burgués de nuestra democracia y república.
Recientemente y producto de una investigación efectuada por el periodismo piñerista, un documental de la canal privado Megavisión, se puso en evidencia que los fondos recibidos por el Partido Socialista en indemnización por los más de 60 locales expropiados durante la dictadura -una cantidad respetable de millones de dólares- había sido invertida por una comisión designada por su Comité Central en concesionarias de autopistas, fondos de inversión e inclusive en la emblemática Soquimich, empresa privatizada por el yerno de Pinochet, Ponce Lerou, el Santo Grial de la corrupción política chilena, financista transversal del llamado “partido del orden”, del llamado “duopolio” y hasta de algunos “antiduopólicos”.
Con una torpeza proverbial la dirigencia socialista salió a defender sus negocios aduciendo la legalidad de tales actos y la honorabilidad de los fines de independencia política y compromiso democrático de quienes habían efectuado tales acciones. Los nombres de Garretón, Jorrat, Martner y otros históricos, flanquearon la declaración sostenida por el propio Elizalde, dejando en claro que no se trataba de un hecho reprochable en cuanto al fondo, si bien es cierto concedían que los “estándares” de tales acciones podían optimizarse. Alguno sugirió que debería en lo sucesivo invertirse en fondos de renta fija. “Pudimos hacerlo mejor”, pareciera ser la sentencia que resume la posición de los inversionistas.
Tienen razón. No hay hechos justiciables en lo denunciado. Pareciera no haber delitos y a la luz de la legislación no hay infracciones. Creo que hay que anticiparse, tampoco se han vulnerado “estándares” o normas de tolerancia. Sin embargo, lo que presenciamos es mucho más grave: es el hundimiento del Partido Socialista, su perversión definitiva e irreparable, su asentamiento como organización patronal, antiobrera y antinacional. En efecto, la defensa desplegada por la dirección del PS en nada se distingue de la defensa esgrimida por Piñera para justificar sus negocios, no se distingue porque –en su esencia- comparten una común identidad de clase, aquella que legitima la explotación de los trabajadores y que en la insuperable contradicción entre el capital y los trabajadores, optan por el primero. Así los he demostrado en la práctica la conducta política de los gobiernos y parlamentarios del PS, que desde el poder no han hecho otra cosa más que actuar en defensa de los intereses de la banca, las multinacionales y el gran capital imperialista. Son ni más ni menos que los responsables del actual orden de cosas.
El PS, desde los lejanos días de la llamada Asamblea de la Civilidad en 1986, con un pie en la Alianza Democrática y otro en el MDP, jugó un papel fundamental en lo que eufemísticamente insisten en llamar la “recuperación de la democracia”, derrotando a la Dictadura con un lápiz y un papel, en la pobre metáfora de Ricardo Lagos. Releídos los textos de aquellos tiempos debemos aceptar que ya desde aquella época habían renunciado explícitamente al socialismo y que concentraron todos sus esfuerzos, junto a la DC en articular una transición política que garantizara elecciones libres y preservara la estabilidad del régimen.
Las cifras no mienten. Nunca en la historia económica chilena se había experimentado un proceso tan prolongado y estable de concentración de capital y de penetración del capital imperialista. Nunca un proceso tan prolongado –casi tres décadas desde 1990- de expropiación y de subordinación de todas las clases sociales al capital monopólico financiero, había logrado generar tantos consensos políticos de la forma como lo hizo la Concertación.
Puesto en esta perspectiva, la crisis terminal del PS y de forma menos estridente pero igualmente definitiva por parte de la DC, representa una crisis severa para el orden capitalista que al develarse pone a la luz episodios como el de las inversiones, manejos turbios de fondos para financiar campañas, delitos tributarios, etc., todos consustanciales al orden necesario para sustentar la transición democrática para perpetuar el régimen pinochetista sin Pinochet. La quiebra política, la deslegitimación del régimen de las AFP, de los bancos, de la gran minería privada y de los grupos económicos, arrastró en su caída a sus defensores. A vía ilustrativa, en su infinita simpleza, MEO explicó que le pidió plata a Ponce Lerou, porque así se hacía política en esos momentos. Tal cual.
Frente a estos hechos la militancia socialista, los honestos militantes que aún integran esa organización porque la consideran un partido de los trabajadores, enfrentan el desafío de la ruptura, de la ruptura para preservar aquello que en algún momento los agrupó como revolucionarios. O expulsan a la camarilla burocrática que controla al partido –tarea de pronóstico reservado- o rompen organizadamente y construyen un nuevo partido, un partido de la revolución socialista. Ambas perspectivas suponen una lucha de largo aliento y logrará verificarse en la medida que encaucen su lucha con las del conjunto de los trabajadores y explotados.
En esta tarea es imprescindible asentar una clara consideración política: la quiebra del PS es una expresión particularizada de la quiebra mundial de la socialdemocracia, corriente que luego de décadas de articular las políticas del imperialismo cede ante la incapacidad de dar respuestas, ante la creciente polarización política que genera la descomposición del orden burgués. Terminada la larguísima siesta de la post guerra, de los acuerdos de Yalta y Postdam, restaurado el capitalismo en los países de la órbita soviética y en China, derrumbado el stalinismo, la socialdemocracia era el último baluarte del viejo orden que se viene abajo.
La crisis del PS es, por lo mismo, el resultado de la impotencia de la socialdemocracia chilena. La burguesía, la “derecha”, tratará de sacar cuentas alegres y significar esta crisis como el fin del proyecto revolucionario socialista. De alguna forma, Elizalde y cía confluyen en esa idea, por eso –como los dinosaurios- van a desaparecer. Es muy probable que en las elecciones que vienen ese proceso se acentúe y junto a la DC, tiendan a extinguirse institucionalmente. Así ocurrió en los 50 con los radicales y antes en los 20 con liberales y conservadores. Vivimos un término de ciclo y esta crisis abre los espacios para que los explotados construyan sus propias organizaciones revolucionarias, aquellas construidas al calor de la lucha de clases con una perspectiva de poder.
Los socialistas revolucionarios en Chile encarnan una gloriosa tradición. Enarbolar la bandera de la revolución proletaria es programa suficiente para resolver los grandes problemas nacionales, la miseria, la explotación, las libertades democráticas. Materializar tal perspectiva supone a los trabajadores construir su propio partido, un partido financiado por los propios trabajadores, un partido cuya independencia de la burguesía le permita desafiar su institucionalidad y proyectarse hacia tareas insurreccionales. Un partido con la capacidad de intervenir en las elecciones y de adoptar todas las medidas conducentes al poder, a la expropiación de la burguesía, a la ruptura con el imperialismo y a la instauración de un nuevo orden social.
Estas tareas, estas gigantescas tareas, dan cuerpo al ideario revolucionario socialista y deben integrarse al debate que sacude al conjunto de la izquierda.