por Gustavo Burgos //
Pocas veces -no ocurría desde el Plebiscito de 1988- un acto electoral acompaña con tanta claridad el desarrollo de la lucha de clases, actuando como un catalizador de las fuerzas en pugna. En efecto, el proceso electoral en el que nos encontramos inmersos da cuenta de este hecho: un simple cambio en el sistema electoral originó un cambio en la composición del Congreso el cual comienza a reflejar de forma menos distorsionada que antes, la fuerza electoral de los partidos políticos legales. Así, cualquiera sea el resultado de la segunda vuelta el próximo 17 de diciembre, la derecha –oficialmente- es minoría en el parlamento.
El primer impacto vivido la noche del pasado domingo –como ya se ha repetido hasta el cansancio- es la caída de la votación de Piñera en 10 puntos y la emergencia –ya como un hecho de la causa- del Frente Amplio con una representatividad equivalente, por nariz, a la de lo que queda de la Nueva Mayoría, hoy Fuerza de la Mayoría. La virtual desaparición del otrora indestructible PDC y la consistente votación de la versión criolla del KKK, el muchacho de los mandados de los Punta Peuco, José Antonio Kast, son también hechos de gran relevancia en la coyuntura, pero sólo en la medida que se considere lo ocurrido con Piñera y el Frente Amplio.
Los ingenieros electorales y las desprestigiadas encuestadoras, frenéticamente, luego de este sacudón tratan de hilar un discurso razonable que permita poner el énfasis en la pelea de fondo Piñera-Guillier, como si en ella se jugara el futuro de Chile, el desarrollo, las libertades democráticas, el caos chavista, etc. De esta forma, los medios de comunicación patronales tratan de poner el foco de atención en los comandos de segunda vuelta, los guiños a los competidores con quienes se cruzó fuego amigo y un sinnúmero de banalidades que apuntan a ocultar un hecho cualitativo de la situación, cual es que el sistema de partidos que dominó al régimen desde el término de la Dictadura, que reconoció su primera crisis el 2006 con el agotamiento de Bachelet y el despertar estudiantil del 2011, terminó de estallar en este momento. La estructura política del consenso Concertación/Derecha -versión criolla del Consenso de Washington- sustento del patrón de acumulación de los grupos económicos parasitarios de la metrópoli imperialista, se encuentra histórica y políticamente agotada. Aquello que, en el lenguaje de la clase media liberal, se ha dado en llamar el “duopolio”, se ha quebrado producto de la agudización de los antagonismos de clase y la polarización.
Una clara demostración de que en este nuevo escenario lo que domina es la tendencia al choque social y no a los acuerdos, es la debacle de la Democracia Cristiana, partido emblema de la transición, paradigma de lo posible, de la mediocridad y la renuncia. Su desastre electoral no sólo marca el fin de una época, sino que significa que el esquema bonapartista en su conjunto ha colapsado. Kast por derecha y el Frente Amplio por la izquierda, corporizan esta tendencia centrífuga, de fraccionamiento del régimen y crecimiento de sus polos. Puesto en términos puramente electorales: el fracaso de Piñera, es el fracaso del antiguo régimen en su conjunto, de un lado. Del otro, los 20 diputados y el 20% de Beatriz Sánchez, cualitativamente, marcan un cambio de tendencia en la coyuntura, un cambio favorable al reformismo y de retroceso de los consensos y el conservadurismo. La derrota electoral de Andrés Zaldívar, Ignacio Walker, Camilo Escalona y Fulvio Rossi -emblemas del llamado “partido del orden”- son una postal de este hecho político.
En este contexto tiene razón el Frente Amplio cuando dice que la llamada lógica del SÍ y el NO -pinochetismo y antipinochetismo- con que se ha mantenido el régimen hasta este momento, carece de toda vigencia hoy. Sin embargo, la explicación que nos dan desde el FA tiene connotaciones muy particulares. En su momento, en abril, sus voceros Sebastián Depolo (Revolución Democrática) y Karina Oliva (Partido Poder) declararon que no son una organización de “izquierda”, rechazando el término en su totalidad, sino una coalición “ciudadana”.
Tales juegos de palabras buscan ocultar que su orientación política, liberal progresista, es defender los intereses de la clase capitalista. De forma similar, sus copensadores en España, Podemos, quienes felicitaron al Frente Amplio por sus resultados, también han insistido en que rechazan “la política entre izquierda y derecha”, como lo afirmó su dirigente Pablo Iglesias ya en el 2014, sino que se ven como los defensores de la “ciudadanía”. En el imaginario decimonónico liberal de la clase media, tras el discurso ciudadanista de superación del anquilosado paradigma izquierda/derecha, se encuentra la idea de que el antagonismo entre explotadores y explotados que conduce el ideario socialista proletario, habría sido superado por la concepción liberal que conduce a un capitalismo normalizado, lo que ellos llaman una “sociedad de derechos”, con preeminencia de los derechos fundamentales.
Aquí presenciamos un espejismo que se ha producido muchas veces en la historia. El cambio de régimen, en tanto articulación de las instituciones capitalistas para ejercer su dominación de clase, suele ser presentado como un cambio estructural, “definitivo”, por los sectores medios de la sociedad, temerosos como están siempre de que burguesía y proletariado se trencen en una lucha despiadada que los deje fuera del ruedo.
Lo que ha colapsado, en realidad lo que está colapsando en estos momentos en nuestro país, es la política general de reacción democrática, en virtud de la cual el consenso Concertación/Derecha contuvo, neutralizó y manejó al movimiento de masas, domesticándolo a su institucionalidad, posibilitando la entrega del país a las multinacionales y al capital financiero internacional. Se trata de un gigantesco proceso de expropiación de los recursos naturales y servicios públicos (minería, pesca, agua, tierra, concesionarias, etc.) concentrando monstruosamente su propiedad en un puñado de grupos económicos. Es este proceso, si se quiere de contrarreformas, de ataque a las conquistas democrático nacionales (Reforma Agraria, nacionalización del cobre y la banca) de los 60/70 que culminaron el 11 de septiembre de 1973, al que eufemísticamente se llamó transición dictadura-democracia. Si fuera por la burguesía criolla, esta transición debería eternizarse.
A este modelo antinacional, cimentado en la miseria de la mayoría explotada han llamado “transición”. A este régimen de superexplotación de la fuerza de trabajo fundada en un plan laboral sin derecho colectivo a sindicalización ni a huelga para el grueso de los trabajadores, sin un auténtico sistema de previsión social (las AFP son un seguro obligatorio que subvenciona a la banca nacional) y sin acceso a la salud, vivienda y educación superior, para la amplia mayoría de los trabajadores, a toda esta catástrofe administrada han llamado “transición democrática” y “consenso social”. Pues bien, este régimen ha comenzado a resquebrajarse “por arriba” a nivel institucional, como resultado de la sorda y terca resistencia de los trabajadores. Es la lucha de clases, el choque de los trabajadores con el capital, el motor del proceso político que vivimos.
Es por esta razón que –como titulamos esta nota- ha llegado la hora de la izquierda, de aquella izquierda que aspira a interpretar a la clase obrera, a los trabajadores asalariados y explotados en general. La única forma de que el viento que hoy sopla a favor de los cambios y la reformas no se frustre es transformándolo en un vigoroso movimiento revolucionario, que materialice los anhelos y reivindicaciones de la mayoría nacional. A un siglo de la primera revolución obrera triunfante de la historia, la Revolución Rusa, la primera gran lección es que no puede haber victoria de la revolución proletaria y el socialismo, sin la organización consciente del partido revolucionario, sin que se haya desarrollado la capacidad de esa organización de convertir el impulso instintivamente comunista de los trabajadores en lucha, en política comunista consciente, que permita ganar a los otras clases explotadas a la causa revolucionaria.
La construcción de ese partido es fundamental para que la crisis del régimen se transforme en una brecha que transforme este proceso en revolucionario. Esta construcción no se hará desde fuera de este proceso, sino que participando de la experiencia de las masas y de las nuevas camadas de luchadores que protagonizan las luchas en curso. No podemos dar la espalda a la irrupción –aún minoritaria- de las candidaturas obreras que se expresaron algunas incluso dentro del Frente Amplio y otras por fuera, como ocurrió con las candidaturas del PTR en Santiago y Antofagasta.
Se trata de un proceso embrionario en el que es necesario participar con la finalidad de agrupar a la vanguardia bajo la bandera de la revolución socialista. No alcanza con proclamar en abstracto el “anticapitalismo” y la independencia de clase. Los resultados de estas candidaturas revelan que se trata de tendencias aún minoritarias y que –a mayor abundamiento- aquellos que sostuvieron una postura más cercana a los trabajadores o más a la izquierda (pensamos en Mabel Zúñiga en Valparaíso, Mayol o Tótoro en Santiago) fueron derrotados por la corriente liberal que domina aún en la izquierda.
Se ha dicho que el resultado electoral reconfigura completamente el paisaje político chileno y que la votación, del pasado domingo dio al Frente Amplio un poder negociador muy fuerte para la segunda vuelta. Se dice que, pese a la renuencia frenteamplista a apoyar a Guillier, están obligados a hacerlo porque si no serán los responsables de una vuelta de Piñera. Eso es falso.
Si gana Piñera ello será responsabilidad de quienes –desde el Gobierno como el PC- atomizaron al movimiento obrero, destruyeron la CUT y las principales organizaciones de trabajadores del país (Conf. Del Cobre, Colegio de Profesores, ANEF), disciplinando el movimiento social a los requerimientos de la agenda gubernativa de Bachelet. Es absurdo, por lo mismo, que se atribuya responsabilidad a la izquierda sobre el eventual regreso de Piñera. Pero más absurdo es aún que se pida a la izquierda apoyar a Guillier quien representa a los responsables operadores del régimen.
Piñera y Guillier son hombres de la Constitución, de las AFP y las Isapres, de la Concesionarias, de la educación y salud privadas. Son los enemigos declarados de las movilizaciones y de quienes se alcen contra el régimen, a mayor claridad, baste con verificar su posición frente a la demanda de autodeterminación mapuche. Son hombres de la transición, nada se puede elegir ahí. Constituye una necedad emplazar a la izquierda y aún a las bases del Frente Amplio a apoyar a Guillier, precisamente porque es él –junto a Piñera- quien representa lo que se debe cambiar. Es la hora de la izquierda, no de repetir la capitulación que se ha venido repitiendo compulsivamente desde 1990.
La izquierda puede construirse en este proceso, como partido, como revolución socialista, como expresión política de los explotados, a condición de dar expresión a la idea de que es en el terreno de la movilización, de la acción directa y no en el camino legal e institucional, donde los trabajadores verán resueltas sus reivindicaciones. Este es el camino del socialismo y la hora de la izquierda.