Crítica a «La prisión del lenguaje» de Jameson: ciudadanos de Babel

por Terry Eagleton

«¡Repensarlo todo de cabo a rabo en términos de lingüística!» escribe Fredric Jameson en The Prison-House of Language (1972), con un signo de exclamación que parece una especie de jadeo ante la enorme audacia del proyecto. Jameson habla del estructuralismo y el posestructuralismo, en cuyo umbral se detiene, de forma decepcionante, el nuevo libro de Ken Hirschkop. Pero suficientes giros lingüísticos previos se analizan en este estudio llamativamente rico como para compensar las inevitables ausencias (Freud y Heidegger, como el autor confiesa con ironía, se encuentran tam- bién entre las sendas no recorridas); y lo que estas diversas fascinaciones por la palabra parecen tener en común es una idea implícita en la declaración de Jameson, a saber, que no constituyen alejamientos del mundo para acer- carse al lenguaje, sino nuevas formas de modelar el mundo mismo. Como explica Hirschkop en una sucinta expresión de su tesis: «los giros lingüísti- cos son teoría social por otros medios».

Aunque ello signifique detenerse antes en las Mythologies de Roland Barthes, hay una razón por la cual el libro se centra en el final del siglo xix y comienzos del xx, es decir, aproximadamente en el periodo corres- pondiente al movimiento moderno, y la clave está en el plural del título. Todo un conjunto de giros lingüísticos –una «constelación» es la imagen preferida por Hirschkop– toma forma en estos años intelectualmente esti- mulantes, de Saussure, Shklovsky, Roman Jakobson, Frege y Russell hasta Wittgenstein, Mijaíl Bajtín, I. A. Richards y Antonio Gramsci. Pero este es también el momento histórico en el que el movimiento obrero organizado y el gobierno democrático, aunque frágiles y cuestionados, encuentran unasidero en Europa y la audaz afirmación de Hirschkop es que existe una relación entre el giro de los estudiosos hacia el lenguaje y las ansiedades de la clase dominante por el creciente poder de las masas.

El problema para los gobernantes es cómo mantener el orden y la cohe- sión en sociedades sumidas en el caos por la transformación política y económica. ¿Cómo va un orden social a enfrentarse al hecho de que los ciudadanos sean la base de la nación y, al mismo tiempo, una fuerza deses-tabilizadora dentro de ella? En este punto, sostiene Hirschkop, es cuando el lenguaje hace su entrada en la escena política por mor del trabajo del padre de la lingüística moderna, Ferdinand de Saussure. Saussure es consciente desde el comienzo de que el lenguaje, en su estado cotidiano heterogéneo y destartalado, no es el tipo de objeto que pueda capturarse en el pensamiento. Contrariamente a lo que creían los filólogos del siglo xix, con su insistencia en que la evolución lingüística se rige por leyes, la metodicidad del lenguaje no puede ya darse por sentado. Aun así, dentro de nuestros enunciados alea- torios acecha un fenómeno más proporcionado, una entidad de categoría ontológica incierta a la que Saussure denomina langue. De este modo, el problema puede convertirse en la solución. Esta noción de que existe una «fuerza o estructura» latente en el lenguaje ordinario, una fuerza de «vita- lidad», coherencia y «lucidez» que hay que liberar, se encuentra entre los motivos rectores de Linguistic Turns 1890-1950, aunque, como veremos más adelante, la fuerza en cuestión no siempre es positiva. También podría suceder que el mito, la ilusión y el engaño fueran igualmente inherentes al material aparentemente inocuo del habla cotidiana.

Para que el lenguaje proporcione una imagen de cohesión social, hay que despojarlo de sus contingencias y excrecencias históricas, junto con los actos de habla espontáneos e impredecibles que Saussure consigna a la categoría de parole. El discurso, como sabemos hoy, no puede ser objeto de conocimiento sistemático, aunque para algunos expertos antiguos y de la primera edad moderna, que lo conocían como retórica, era precisamente eso. Como buen moderno, Saussure es tan consciente como Mijaíl Bajtín de que el lenguaje es un proceso productivo en perpetuo estado de flujo. El sistema de la langue, sin embargo, absorbe dichas mutaciones y se reajusta a ellas, al igual que para T. S. Eliot una tradición literaria está constantemente reconfigurada por nuevas obras de arte, aun permaneciendo en esencia idéntica a sí misma.

Saussure es también un moderno en su antifundacionalismo. El len- guaje, adecuadamente desmitificado, ya no debe basarse en la Palabra divina, la estructura de la Razón, el espíritu de la nación, la psicología de la raza o la naturaleza de las cosas. El consenso que establece es arbitrario y autosu-ficiente, pero no por ello menos sólido. En esto, se asemeja a la democracia, que en un mundo desencantado también se fundamenta solo en sí misma. El lenguaje es también una imagen de la democracia en cuanto que todos participan en él sin coerción. Proporciona parte del pegamento que une a los individuos de la modernidad, cada vez más diferenciados y autónomos. Pero aunque el consenso lingüístico no es forzoso, tampoco es razonado ni reflexivo. No está establecido por el argumento racional, ni abierto a dis- puta por parte de este. La langue es sistemática pero irracional. Saussure inserta, por lo tanto, el lenguaje en la multitud, pero a expensas de neutralizar la acción colectiva consciente y el debate. Es en consecuencia, en palabras de Hirschkop, «una maravillosa síntesis de democracia y quiescencia política».

La filosofía analítica, por el contrario, reúne la razón y el lenguaje, pero a expensas de las masas. Frege, Russell y el primer Wittgenstein buscan la forma lógica o sintaxis que existe bajo la superficie del habla habitual, purgando su borrosidad e indeterminación para sacar a la luz el lenguaje más puro que oculta en su interior. Como Saussure, la dimensión retórica e intersubjetiva del lenguaje debe ser eliminada, lo que significa (de nuevo como en el caso de Saussure) que al lenguaje no se le asigna ya la tarea del argumento y la persuasión en la esfera pública. Pero la estructura pro- funda de una frase no basta para dotarla de significado y, en cualquier caso, hay pruebas abundantes de que las imprecisiones del lenguaje no tienden a resultarles especialmente engañosas a la gente. Para el último Wittgenstein, las imperfecciones no existen, de igual modo que el asa de una taza no es un defecto en la cerámica. Al contrario, esa tosquedad es parte de lo que hace que el discurso funcione.

Hirschkop es un especialista en cultura rusa, además de musicólogo y teórico cultural, y explora algunas conexiones intrigantes entre Saussure y los soviéticos. En 1906, un joven ruso llamado S. I. Kartsevsky fue detenido por pertenecer al movimiento socialrevolucionario, y más tarde se refugió en Ginebra, donde residían Saussure y sus acólitos. Cuando la marea cam- bió en 1917, retornó a Rusia y comenzó a presentar la teoría de Saussure a los lingüistas de su país. A estos teóricos les preocupaba, entre otras cosas, la cuestión de si el lenguaje puede cambiarse colectivamente, si una revo- lución lingüística podía acompañar a la revolución política y económica. Saussure creía que no, en parte porque la naturaleza arbitraria del signo hacía que no hubiera razón para que cambiara y en parte por la «inercia colectiva» del propio conjunto de hablantes. En su opinión, el lenguaje que implica voluntad o reflexión conscientes y colectivas no puede en absoluto ser considerado lenguaje. Pero si no hay razón inherente para que un signoarbitrario cambie, tampoco la hay para que no cambie; y la colectividad de los ciudadanos soviéticos escasamente había demostrado ser inerte en otros asuntos. Para los futuristas, la poesía, que libera la palabra de los grilletes de la representación, era el ejemplo fundamental de intervención lingüística consciente y podría inspirar una transformación más amplia. Toda socie- dad, observaba Saussure, está satisfecha con el lenguaje que ha heredado; pero Hirschkop pregunta qué se hace cuando el lenguaje se convierte en fuente de ansiedad, frustración y resentimiento, en lugar de proporcionarsatisfacción. La respuesta es cambiarlo; y quizá el principal ejemplo de esto en nuestro propio tiempo haya sido el discurso de género y la sexualidad.

Hace veinte años, Hirschkop escribió An Aesthetic for Democracy, un estudio magnífico sobre el lingüista ruso Mijaíl Bajtín, a quien retoma en elpresente libro. Lo que Bajtín denomina monologuismo equivale aproxima- damente a las frases «puras» de la filosofía analítica, proposiciones privadas de contextos sociales y discursivos; y lo que desorganiza este seductor ideal del «lenguaje propiamente dicho», como lo llama Hirschkop, es para Bajtín el material dialógico, productivo y diferenciado del habla real, con sus estilos especializados, sus modismos y su gama de funciones socioideológicas. El lugar en el que esto se muestra de manera más llamativa es en la novela. En un giro paradójico, por lo tanto, «el lenguaje propiamente dicho» ya no es una fuerza o una forma pura dentro de la Babel del habla cotidiana, sino un poder heterogéneo que estalla y rompe sus restricciones con la misma seguridad con la que la revuelta carnavalesca les da la vuelta a las devociones doctrinales de la clase dominante. Pero si el lenguaje en su estado natural es libre, dialógica y democrático, solo tenemos que dejarlo funcionar tal y como realmente es para alcanzar el orden social que queremos, y el trabajo polí- tico de construir ese orden queda en consecuencia marginado. Si el poder depende de la ilusión de que existe un significante predominante capaz de congelar el flujo del significado, una autoridad que es más que simbólica, entonces todo lo que hay que hacer para rebajar esa autoridad es poner de manifiesto sus simbólicos pies de barro. El consenso social se forja entre ciudadanos que no albergan esas ilusiones, que tratan sus identidades como algo provisional y abierto al cambio, de modo que la productividad del len- guaje que posibilita esto no se opone de hecho a la estabilidad social.

Hirschkop considera que Walter Benjamin creía en la existencia de un lenguaje puro y oculto dentro de nuestra habla profana. Es un vestigio de la palabra creativa de Dios en un mundo lingüísticamente caído, y la Caída en cuestión fue en la semiótica. Cuando se considera la palabra como un signo y, en consecuencia, como parte de una racionalidad instrumental, es cuando su expresividad sagrada queda oscurecida. Una forma de restaurarla, creía Benjamin, es mediante la traducción, ya que al traductor no le interesa de qué trata el objeto-texto ni, en consecuencia, todo el ámbito degradado de referencia e instrumentalidad, sino su lenguaje propiamente dicho. Como en el caso de la vanguardia soviética, la palabra queda liberada de la carga de la designación. Otro camino de vuelta al Edén, si bien pausado y tortuoso, lo toma el flâneur, que al perderse sin rumbo entre la multitud urbana lograexperimentar un desvanecimiento de la subjetividad, aflojar su asimiento de lo instrumental y ver, a cambio, la ciudad como un campo de corres- pondencias mágicas al modo de los surrealistas. El lenguaje se convierte en revelación, no en comunicación, y como tal puede aportarnos un destello de utopía. Quienes permanecen en casa en lugar de vagar por los bulevares pueden obtener un efecto similar mediante una juiciosa dosis de hachís.

Otro nombre que se da a esta tendencia inmanente en el lenguaje es el del mito, que, de acuerdo con Ernst Cassirer, persiste en la era ilustrada en la forma de la naturaleza expresiva e intersubjetiva de la palabra. Las diver- sas formas simbólicas –mito, religión, arte, ciencia– atestiguan todas ellas la soberanía y la autonomía del espíritu humano por muy atrapado que este pueda estar en la realidad empírica. Hirschkop observa también la funciónpolíticamente movilizadora del mito en la obra de Georges Sorel, así como en el llamamiento de Antonio Gramsci a establecer un lenguaje nacional- popular que se basaría en la pasión y el dinamismo del mito, sin perder su asidero en una prosa sobria y medida, muy ajena al estilo de expresión operístico del fascismo. Pero no podemos olvidar tampoco a quienes, como Frege y George Orwell, encuentran en esta propensión mítica del lenguaje, en su capacidad de experimentar estallidos espontáneos e irracionales, un grave peligro político. Dicha retórica recurre a lo que I. A. Richards y su cola- borador C. K. Ogden denominaron la «palabra mágica», en la que la relación entre signo y referente parece no estar mediada por un concepto, sino que se muestra directa e intuitiva, como en «nación», «madre patria», «Estado», etcétera. En el pensamiento mágico, de Coleridge a F. R. Leavis, la palabra no es solo un signo del objeto, sino que de algún modo participa en él y, en consecuencia, no es semiótica sino simbólica. También Wittgenstein en su último periodo encuentra esos espejismos insertos en la naturaleza del lenguaje ordinario, cuya gramática nos engaña para hacernos tratar declara- ciones como «me duele» de igual manera que «tengo un sombrero», o «creo en Dios» igual que «creo en el yeti». Quienes consideran que Wittgenstein consagró complacientemente nuestra habla cotidiana subestiman la violen- cia con la que considera que deben erradicarse de ella estos «ídolos».

Linguistic Turns no solo arroja nueva luz sobre la lingüística moderna; inspira también reflexiones más generales que superan sus límites autoim-puestos. Podría afirmarse que la relación existente entre un lenguaje «puro» y el material del habla común es, entre otras cosas, una conversión de laantigua distinción entre la razón y los sentidos en una división presente en el propio lenguaje. Y esta distinción ha sido por lo común una alegoría de las relaciones existentes entre los gobernantes y las masas. El lenguaje en sí es sensorial y conceptual, lo que podría convertirlo en un prometedor candi- dato a superar la dualidad en cuestión; pero sus aspectos sensoriales tienden a desvanecerse en el habla cotidiana y a revelarse de manera más evidente en la poesía. De hecho, para el idealismo alemán el poema representa una fusión ideal entre la razón y la especificidad sensual y a este respecto es tan implícitamente político como los diversos proyectos lingüísticos analizados en este libro. Si las unidades sensoriales del poema no son simplemente una turba de particulares revoltosos es porque están modeladas desde dentro de la «ley» general de la obra en sí, que, lejos de suprimir la vitalidad expre- siva de dichos particulares, realmente la potencia. He aquí, por lo tanto, un poder que de modo hegemónico y no coercitivo conforma las obras en sus constituyentes sensuales y a través de ellos, las dota de coherencia sin hacer peligrar su integridad. De ese modo Friedrich Schlegel pudo hablar del poema como «habla republicana: un habla que en sí misma es su propia ley y su propio fin, en la que todas las partes son ciudadanos libres y tienen derecho a votar». En la estética, la libertad y el orden, el dinamismo y la estabilidad, están gallardamente mezclados, al contrario que la turba de par- ticulares revoltosos que tomó la Bastilla. La estética revela, en consecuencia, una unidad que a comienzos del siglo xx se está volviendo más difícil de alcanzar, a medida que el hielo puro de un lenguaje formalizado y el terreno áspero de proposiciones rutinarias se van distanciando entre sí. En lo que al lenguaje se refiere, cada vez se nos pide más que escojamos entre orden y fuerza, entre razón y retórica, lo que no le ocurre a la estética idealista.

No está demasiado claro a qué se refiere Hirschkop cuando habla de un lenguaje capaz de expresar la voluntad popular colectiva. Habla de basar el consentimiento lingüístico en el argumento y la deliberación, pero el lenguaje no es un parlamento en sesión permanente; se parece más a una psique social. György Márkus, filósofo de la escuela de Budapest, sembró dudas sobre toda la noción de considerar el lenguaje como un modelo de cambio social. Pero se da el caso, de hecho, de que el lenguaje nunca es sim- plemente lenguaje, de igual modo que la comida raramente es solo comida. Esto es cierto tanto desde el punto de vista epistemológico como desde el social, en el sentido de que estar «dentro» de un lenguaje es ser lanzado almundo. Lo mismo puede decirse del cuerpo humano. «Ocupar» un cuerpo es asumir una serie de proyectos materiales, no estar excluido de ellos.

Linguistic Turns es una significativa aportación a la historia intelectual moderna, sutil en sus argumentos y formidable en el espacio que abarca y en su erudición. Y, sin embargo, está escrito en un estilo relajado y delibe- radamente sencillo, de forma tal que, si bien la democracia es parte de su contenido, es también un aspecto de su forma. Los escritores que examina son en su mayor parte europeos, pero el tono sociable que utiliza debe algoal Estados Unidos natal de su autor. (Hirschkop ha estudiado y enseñado en el Reino Unido y en la actualidad reside en Canadá). Es característico de su modestia el hecho de que termine con una nota deflacionaria: no debería- mos sobrestimar lo que el lenguaje puede hacer por nosotros, ni investirlode un poder que excede a nuestras conversaciones comunes y corrientes. En esto, el autor tiene el augusto respaldo de William Shakespeare, quien sabía que una palabra regia podía cortar cabezas, pero que también era siempre consciente de los límites de dicha palabra: que mientras el habla siga siendo posible, lo peor está todavía por llegar.

(Tomado de New Left Review)

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