por Mauro Salazar
a Javier Agüero
En el Sur de Chile se agolpan tumultos de sentido, escenas sanguinolentas, e imágenes mudas de una muchedumbre que el 2006 irrumpió con fuerza de autenticidad desplegando la adolescencia anónima que se apropió del “movimiento estudiantil” desde una pubertad impugnante. Un momento de plebeya veracidad con raíces territoriales –valles, mares y montañas- se alzaban desde el Liceo Carlos Cousiño A 45 de Lota desplegando el campo de las “herencias locales”. Por esos años el agua se filtraba por techos y murallas denunciando la visualidad neoliberal. Desde las ventanas rotas, los cables eléctricos no tenían protección, los profesores denunciaban que hacían clases con los pies en el agua. El “frío neoliberal” causó estragos silenciados por el colonialismo mediático. Tales fueron los sucesos que hace más de una década rotularon al Carlos Cousiño (VIII región) como el “liceo acuático”. La metáfora Sur fue precisamente ese establecimiento, cual “chispero” (grado 8 en Richter contra la municipalización post-estatal) que marcó el inicio de la revolución “pingüina” y se convirtió en el símbolo de las necesidades de infraestructura y contenidos de la educación pública. Una pugnacidad contra la «modernización acelerada» de nuestros Rectores semióticos.
He aquí, en esta inflexión, una puerta de entrada a la conflictividad -no secuencial- con los años 2011 y 2019 en Concepción (terremoto, hambre, autodefensa y saqueos) donde el frío y la exclusión dejó sin relato a la industria televisiva y el mainstream encontró pintoresco no lidiar con algo tan “parroquial” como un terremoto que levantó la “furia neoliberal”. El saqueo fue una forma de protesta política al existir una situación de exclusión social de infinita vulnerabilidad sobre los cuerpos del riesgo. El saqueo igualitario -recurso extremo- que tiene por objetivo balancear las diferencias sociales y materiales de los grupos desfavorecidos; el saqueo estratégico orientado hacia los bienes del enemigo en un conflicto armado y el saqueo organizado y repudiable orientado a obtener beneficio materiales con una población que en el 50% no supera los $ 500 mil mensuales.
Ciertamente el saqueo Lumpen no estuvo ausente. Luego dos sucesos que se ubican en distintos diagramas, a saber, el 2011 pos-transicional y el 2019 derogante que azotó al Reyno de Chile. Por esos días la mediatización del antagonismo auscultó tales disturbios como un problema de fachada en las corporaciones mediáticas sobre la metáfora Sur. Todo fue diluido por aquella categoría glotona, molar (léase mal-estar) que aísla y zonifica las insurgencias del territorio desde el dispositivo administrativo-binominal: Santiago y las regiones. Y a no dudar, el provincianismo de las oligarquías santiaguinas con sus sueños de oportunismos (OCDE) desde un “tono barítono” –monumentalismo demográfico- se consagró a deliberar con los actores del mainstream. El movimiento interrumpió la normalidad citadina interpelando la modernización metropolitana, la fiebre de los indicadores, pese a la edición manufacturada por los guionistas de la edición.
Fue así como Daniel Carrillo, la Luisa Huerta, el “Dago”, hasta el “chascarriento” episodio de María Música que lanzó un Jarrón de agua a la ministra de turno, invocando el padecimiento de las bombas lacrimógenas. Tales sucesos fueron parte del carácter inaprensible de aquel tiempo joven que somatizó un primer síntoma derogante del “imaginario popular” contra el texto modernizador y sus indicadores galácticos. Un estudiantado de santiaguinos, porteños, y penquistas castigados por el vocabulario de la dominación, tomó nota de sus precariedades lecto-escriturales, de sus “momentos sin destino”, y cual judíos pobres y sin herencia, se largaron con trompetas y claros clarines sin tener que exhibir la cordura política que la difunta gobernabilidad (Laguista) requería para aquel momento. Lejos de la economía del cálculo, unapatria adolescente es una potencia indeterminada (an-económica) donde acontece la disolución de toda teleología.
Aquí se deslizó una subjetividad que fue capaz de suspender los “contratos simbólicos” de la escena (pos)transicional e interrogar temporariamente el “comisariato modernizante” a modo de una experiencia prelingüística para un mainstream atrofiado de diagnóstico e interlocución. Luego vinieron los Liceos emblemáticos que se alzaron contra la LOCE, (Barros Borgoño, Manuel de Salas y el insigne Instituto Nacional, entre otros) haciendo sentir el desgastado peso de la tradición y de cuando en vez obstruían la dimensión insurgente del movimiento, sin lograr amilanar expresiones genuinas que desde un “bajo fondo” -zona vernácula y underground– daban muestras del malestar popular respecto a las teorías del emprendizaje. Aquí tuvo lugar una multitud lúdica que denunciaba de modo disperso, untados en el garabato y en el síntoma, la falta de todo “retrato de futuro”. Por aquel entonces habló la “patria paria”; desde el territorio silenciado por la prensa regional, hasta el sujeto de La Legua, La Victoria, La Porteñidad obrera, El PAC, La Pintana, Estación Central y, tantos otros colegios, donde pernoctan los “sujetos del riesgo”. Aquellos días presenciamos una estampida mestiza, menos orgánica e invertebrada, donde una “gotera infinita” fue la proliferación de las minorías indóciles. Un primer brote de “insurgencia protegida”, mucho más prescindente de la “maquinaria partidaria” que acompañó a los momentos tácticos del año 2011, a saber, una asonada distanciada de las complicidades partidarias o felaciones elitarias, que a muy poco andar entendieron -cual bancada universitaria- que el único camino era la parlamentarización del movimiento.
Pese a los nobles fines, el 2011, con su bendita estética, repuso el “flujo de las mercancías”, y fue la oportunidad mesocrática para comprar commodity, establecer trueques e iconizar los cambios en sujetos institucionales. Y sin duda, cabe admitir empeños, que no podemos negar en el peticionismo del período. Todo sin desconocer una notable exigencia igualitaria en materia de educación superior que, meritoriamente, inspiró un debate sobre lucro y formas de exclusión que por estos días devienen en una gobernabilidad que no logra enraizar socialmente. Quizá, y contra la efervescencia, cabría arriesgar un colofón: el 2011, pese a sus disputas, fue el año donde el neoliberalismo derrotó a la democracia, restituyendo un “bicameralismo político” en clave de subsidiariedad activa (focalización ampliada), intensamente pregnante en nuestros momentos sin destino (Agamben). En suma, la modernización obró como «aparato de captura».
Esto representó una experiencia imborrable como movilización guiada, al menos en lo global, por una “mesocracia parcialmente reformista” que congregó una comunidad de intereses abiertamente mesocráticos. El petitorio del 2006, en cambio, respondía al despliegue de una insurrección imaginal. Un tiempo de “trenzas y almacén”, donde aún era posible olfatear, leer, acariciar o mirar de reojos, un sujeto local-territorial, periférico, marginal o excluido, y algo incognoscible por su vocación de márgenes y trayectorias precarizadas. Aquel año de la “subasta” aún era posible -por cuestiones no solo generacionales- oír las voces averiadas y sus sones, con cantos, con ¡clarines y laureles!
Con todo el movimiento 2006 fue auscultado, invisibilizado, o guionizado por matinales (clasismos mediáticos y gerentes salvajes) que exaltaban la voluptuosidad del movimiento, como una reivindicación situada en el mapa de la misma modernización -y no en la segregación y sus efectos-. A la sazón Concepción fue reducido a un accidente geográfico (falla geológica). Nadie leyó en el frío la condición microfísica de la derogación del orden. Y así, transitamos de una movilización plebeya, deficitaria en cuanto a “política estratégica” (2006), al litigio cuasi-edípico de un movimiento con vocación de poder escenificado como “vanguardia” (2011) que años más tarde develaría su pasión de realismo (2022). Para este año, Santiago y sus sueños de urbanización, habían logrado vestir a la ciudad con distintas capas de un progreso desigual, cuya violencia fundante debía inaugurarlo todo, advirtiendo de esta forma que no hay un pasado cautivo que deba protegerse de la huella, el cuerpo o el sedimento. Santiago ya no poseía origen, lo inventa cada nueva administración con una escritura de demoliciones y monumentalidades. El movimiento 2011 no logró emplazar la Plaza Italia, marcada por la CTC y también por la estación de metro “Baquedano” haciendo que los sentimientos de pertenencia devengan retazos y desorientaciones. La intersección de las líneas del metro que diariamente transportaba multitudes de cuerpos semi-periféricos hacia la estación “Baquedano” por debajo de la torre imperial de la C.T.C (Compañía Telefónica de Chile) –cuerpos vehicularmente transportados hacia un “centro” cuya densidad física y comunicativa ya no les pertenece desde que los flujos de mensajes son intercambiados satelitalmente por el comercio a distancia de las transnacionales- es apenas una de las innovaciones que rediagrama el cruce de la Plaza Italia según velocidades crecientes de transformación de la ciudad.
Nuevamente, la llamada movilización “pingüina”, auscultada por nuestros “administradores cognitivos”, no respondía a una economía del cálculo y a los procesos de oligarquización que -por etapas- enlazaron a la FECH con el Parlamento, los procesos de elitización y comunidades virtuales. En buenas cuentas, el demográfico 2011 fue un pivote de institucionalización que restó todo el potencial disruptivo de las primeras marchas consumando nuevos “contratos de lenguajes” que fueron agravados por una subjetividad –modernización benevolente- capturada en la experiencia de los bienes y servicios, sin pensar la gestión política como horizonte de posibilidades y sellando una distancia infinita con los territorios. También obró como la sala de parto del Frente Amplio y las vanguardias del accountabilty apelando al juego de las representaciones. Y así, en medio de una ciudad huérfana de rostros históricos, quedó al descubierto una “mesocracia del deseo” -la bancada estudiantil en elitización- que aprendió velozmente la leçon del realismo.
Años más tarde, la vapuleada “revuelta derogante” (2019), con su verdor y delirio, fue capaz de emplazar el diagrama de la modernización -sus arabescos y mitos de exportación- e impugnar los indicadores galácticos del progreso chileno (“el bullado milagro”).
Hoy nuestros expertos critican la falta de articulación hegemónica del 2019. Y es justo abrazar esa crítica, obesa, pero muy necesaria. Pero el Daimon del 2019 -sin fetiches y lejos de toda redención- fue un golpe de desigualad que develó las anorexias de nuestras oligarquías académicas, y la cadena epidemiológica, y estampó diferencias irreversibles con la modernización. Al paso imputó una ausencia de cogniciones para leer la conflictividad, salvo al interior del entramado elitario, donde se suele nombrar con holgura perezosa esos procesos del XX, a saber, “malestar o anomia”. En suma, la revuelta y sus desbandes, mostró la ruina argumental de nuestros capitalismo académico y sus pastores. Todo nos hace recordar Ensayos sobre la ceguera de José Saramago. Y sí, la epistemología gerencial-transicional, consiste en eso: no ver a los otros, devenir orden post/sociales, prescindir de ser comunidad siendo otros con los otros.
Por fin, qué duda cabe, es muy condenable la violencia inusitada y el lirismo del Octubre chileno. Fue, y será necesario cuestionar la difusidad ante la violencia de los progresismos posibles. Con todo, es curioso pensar una revuelta -sin filosofía de la historia, por las dudas-, como miles de Raskólnikov pasivos, sin navajas, castrados de libidos y con cuerpos inerciales. En suma, todo anómicos y reducidos al crimen, para exorcizar el juego de ecos que toda revuelta nos obliga a pensar.
Por último, aquello que debía ser materia de una disputa hermenéutica se ocultó, porque la factualidad elital, padeció el bochorno de sus desgastados axiomas y no había texto para administrar el presente.
Y quién lo sabe, quizá, el 2019 fue la primera protesta post-popular…
Mauro Salazar J.
Doctorado en Comunicación
Universidad de la Frontera.
Esquina Trizano