por Juan García Brun
Tuve la oportunidad de ver la recientemente estrenada «Matar a Pinochet» dirigida por Juan Ignacio Sabatini, una película cuya iconografía anunciaba una vigorosa narración sobre el atentado al dictador, pero que en la realidad sólo trasunta inconsecuencia. El estupendo título de la película promete una perspectiva militante, parcial, de un hecho político de primera magnitud, ante el cual nadie puede permanecer indiferente. Sin embargo y por lo mismo, no es posible que un película cuyo título reivindique el tiranicidio, califique el mismo hasta en el afiche promocional como «un acto de amor». Como decimos en Valparaíso: un burdo total.
Alguna crítica ha destacado este filme como aquel producido por la generación que «acabó con el legado» del pinochetismo. No podemos estar más en desacuerdo y sin entrar en el debate etáreo, es evidente que sus autores asumen como propio el discurso de la transición que calificó el levantamiento popular en contra de Pinochet, como un enfrentamiento entre democracia versus dictadura. Un discurso policlasista y posmoderno que tuvo como único resultado práctico la preservación del régimen pinochetista, sin Pinochet. Por favor, no acusen a la generación que está acabando con el legado del pinochetismo de ser responsable de una narración como esta, en la que sólo destaca el oportunismo.
En efecto, uno de los responsables de este desacierto —el guionista Pablo Paredes— argumenta para El País de España, que «el Frente Patriótico es una respuesta violenta, sin duda, pero era una violencia que buscaba detener la muerte que se había instalado en Chile». Luego indica que «no es una instalación de una cultura de la muerte en el país, es una respuesta a la institucionalización de la cultura de la muerte con la dictadura. Por eso, responderle a la muerte de esta manera y decir que estoy dispuesto a dar mi vida es lo que el guion y la película entiende como un acto de amor». El compromiso con el discurso pacifista de la transición democrática, no puede ser más explícito.
Aludimos a esta cuestión general no porque creamos que la calidad de las ideas políticas de productores, directores y guionistas de cine, sean necesarias para la creación de un gran cine. A vía ejemplar, las ideas imperialistas y ultrarreaccionarias de Clint Eastwood no le impidieron producir obras cinematográficas que se encuentran en la cumbre del cine del último cuarto de siglo. No. No hay ningún problema con que los creadores de «Matar a Pinochet» sean posmodernos, tampoco hay ningún problema con que los hechos sean narrados con mayor o menor exactitud historiográfica. Conversando con un amigo especulábamos de que, a lo Tarantino, en esta película perfectamente se podría haber matado a Pinochet.
Lo que resulta inadmisible es que la historia sea a ratos inverosímil y carezca por lo mismo de lógica interna. Un mínimo esfuerzo de producción obligaba a utilizar al menos el lenguaje, la jerga de la militancia de izquierda de aquellos días. Que Sacha se pregunte «¿Por qué no me van a pescar porque soy pobre o porque soy negro?» no puede tener como respuesta un absurdo y siútico «Porque no tenís conciencia de clase». Esto hace evidente la desprolijidad e incomprensión de la tensión política sobre la que descansa la historia.
Que pongan en boca de Valenzuela Levi —un comandante del FPMR formado militarmente en Bulgaria— la frase «hay actos de amor que se hacen con lanzacohetes» es simplemente hilarante. La única posibilidad de que esa frase estuviese presente en el guión es que la historia se trate de la vida de Pilar Sordo.
Hay, igualmente, anacronismos espantosos como la música de la discoteque, el uso de la palabra «cuico» en los 80 y un arresto feminista en voz de Cecilia Magni que no hacen sino abundar en la torpeza del guionista y el director. A esto debemos sumar que aún para alguien que conoce la historia y que ha leído el libro de Juan Cristóbal Peña —como quien escribe esta nota—la historia es difícil de seguir, hay problemas de compaginación que impiden aprovechar los avances y retrocesos en el tiempo.
Todo en esta película es obvio y explícito. Los personajes verbalizan aquello que el propio espectador debería descubrir, los actores corporizan infantilmente el miedo, el odio y sus trágicas contradicciones. Las grabaciones podrían servir de apoyo a un documental y salvo la escena de la Operación Albania, carecen de autonomía y valor cinematográfico.
Esta película, al igual que el bodrio uruguayo «La noche de 12 años» sobre el encarcelamiento de Pepe Mujica, falla donde no se puede fallar. Yerra en el centro de la narración porque acomoda los hechos para favorecer una impostura, porque al hacerlo tropieza y olvida el tema central. Lo que ocurrió o no con Bigote, lo que hicieron los militantes del FPMR, la gesta heroica de esa generación seguirá esperando una narración a la altura de las circunstancias. Parafraseamos a Allende: otros hombres harán esa película.