por Aniceto Hevia
Dedicado a Ulrike Meinhof (1934 – 1976).
In memoriam.
Vivimos la desesperanza y la victoria pírrica de la contra-utopía, la persecución ensañada contra todo que sea una expectativa de más allá del estado de cosas. La orden del día es el conformismo, que debe ser la actitud con que se gobierna y se enseña, se trabaja, se hace arte, se ama y se juzga al otro. Más aún, se debe trabajar demostrando, enarbolando la bandera del estado de cosas estático de amo. El resto es considerado como un sumergirse en la nada de los mitos y los sueños personales, juzgado por el sentido común como un sesgo antisocial o una actitud infantil de falta de control. En suma, en los últimos tiempos observamos como ha aumentado la intensidad de la administración positiva de la intimidad, las ideologías y la opinión política crítica. Pues, los engranajes de la sociedad requieren funcionar como mecanismos de relojería, donde no haya desfaces entre el ritmo del poder político y la vida interior del individuo, todo debe someterse a tal armonía muerta, predecible, auto-reproductiva de un estado de cosas profundamente autoritario, de rasgos verdaderamente totalitarios.
Su faz amable es la de un mundo que semeja las ciudades Potemkin, pura coreografía del poder. Apariencia de democracia sostenida por una de las derechas más recalcitrantes, proto-fascistas y conservadoras del mundo. Apariencia de bienestar con los peores índices económicos de América Latina, los barrios elegantes que miman un mundo europeo, consumista, disfrutado por una minoría racista y clasista, nos habla de un sistema de apartheid no tan distinto del de Rodesia. Apariencia de moralidad, cuando los crímenes contra las clases populares, las estafas masivas, los robos y la corrupción de aquellos que habitan en esos barrios elegantes conforman una gruesa tela que recubre la verdad de un sistema que se ha sostenido por cincuenta años con mentiras sistemáticas, abuso y adoctrinamiento cultural mendaz a través de los medios de comunicación. Apariencia de una democracia fundada en el desbalance político producido por un grupo social uniforme, cuyos objetivos han sido siempre perpetuarse en el poder sin contrapesos; frente a una masa que desesperanzada se agota en el día a día para ganar menos de 500.000 pesos mensuales. En esas condiciones desiguales es imposible cualquier democracia. Estas contradicciones se vuelven intolerables para la mayoría de los ciudadanos que han caído en un estado de agobio en el cual ya no poseen reflejos de autonomía, dejándose llevar por la marea de la crisis institucional de una burguesía compradora, neocolonial, que no puede controlar el estado de cosas y que en su indecisión e impotencia arrastra todo a su paso; incluidos aquellos que nada han hecho para crear este estado de cosas crítico. Los responsables son aquellos que no pueden buscar responsables, pues son ellos mismos son los responsables. En su debilidad ideológica la oligarquía no posee las herramientas para comprender sus trágicos desatinos, impotentes, encerrados en sus obstáculos epistemológicos, corren de un lado para otro, afirman lo que niegan y niegan lo que afirman, y eso ya no les importa. Tampoco les importa la destrucción de lo social, de poner a la sociedad a las puertas de un estado de disolución, porque una sola concesión a lo racional es una traición a su propia clase; que, finalmente, sabe que en cualquier circunstancia va a pervivir sin demasiados problemas, mientras se mantenga el estado de cosas. Un claro síntoma de ello es la ideología artificial del progresismo, última mutación del liberalismo, cuya agonía se ha prolongado por más de un siglo y que sobre todo en Latinoamérica desde el siglo XIX nunca ha llegado a buen puerto. Lo peor de esta ideología es su insistencia en movilizar problemas de minorías con un dejo de mesianismo, que vendrían a resolver problemas socio-culturales considerados decisivos y urgentes, la orden política es aceptar sus edictos y enunciados, so pena de las torturas del infierno. Tal autoritarismo arbitrario posee las huellas de intereses de clase, del intento fallido de dirigir una nueva y absurda hegemonía en un país que no posee los mínimos reales para un cierto consenso político. Lo que deja de manifiesto en la constante persecución y censura a aquellos que disienten de una u otra forma y la debilidad endémica de las ideas progresistas.
Pero, el pueblo continúa allí, despreciado por la clase política, cuando no tratado con paternalismo o maternalismo. El pueblo que va buscando un camino en una circunstancia histórica incierta y experimentando desapego del poder político que tiene en jaque a sus amos. Desde arriba no se entiende la profunda desesperanza que ha producido en los mundos populares. Desesperanza de un futuro vivible, de una vida posible. Desesperanza de salir de una situación de opresión social que está en todas partes, en el trabajo sin seguridades de ningún tipo, en la vejez infamante, en los títulos universitarios inútiles, en la explotación de los más débiles, en la carencia de viviendas, en una forma de vida hecha a gusto de los que se han convertido en poderosos esquilmando a los pobres una y otra vez. Y pasan las generaciones, una tras otra, y la situación se hace peor, la discriminación por la clase, por tener un trabajo humilde, por tener que soportar la prepotencia y la legalidad de los patrones, por ver a los representantes de la clase trabajadora corruptos y dialogantes con quienes explotan y tronchan sus vidas. La desesperanza es lo que se oculta tras la apariencia de modernidad. Así parece un tiempo en que la esperanza está demás, resabio de épocas pasadas. Ello trae a la mente que todo está diseñado para aniquilar de esperanza, la voluntad, la lucidez; porque todo está hecho por los operadores ideológicos de la oligarquía, cuya moralidad decadente y muelle no requiere de esperanza. Para ellos todo fuese un gran presente místico, un ahora zen inmutable, un nirvana del goce del instante fugaz y luego el malestar de la vida posmoderna en plena decadencia. Las cosas son así, qué le vamos a hacer. Ellos en los medios de la así llamada comunicación, del estruendoso silencio, modelan las opiniones generales que sostienen el entramado de la opresión, otra buena razón para funcionar sin esperanza alguna y propagarlo. Y lo lograron a costa de millones de personas que somatizan su desesperanza, cuando no su desesperación, se sumen en la depresión y el stress, cuando no en los excitantes de la vida moderna como decía Baudelaire. La desesperanza es un mar de deudas, un océano de trabajos inestables pobremente pagados, despidos ignominiosos y desprecio por la vida. La desesperanza llegó sordamente, abrió una puerta silenciosa y se quedó para siempre. La conciencia de clase desapareció, los sueños de una sociedad igualitaria también, la proyección de la vida humana hacia el futuro, las ideas de un país mejor, también desaparecieron. La amistad, el amor, la alegría, la espontaneidad vital, la creatividad y el arte, parecen encontrarse en estado agónico. Pero eso es parte del nudo de apariencias al que estamos sometidos. A ello hay que negarse fervientemente, no basta con pensarlo, explicarlo, estar convencido. Hay que recuperar la vida con todo aquello que la hace vivible; eso implica acción, confianza, alegría. La desesperanza sin salida se la puede dejar a los intelectuales del Mostrador, dejémosle a ellos que sigan propagando entre ellos mismos falsos enfrentamientos de ideas que son parte de lo mismo. Aunque se sientan pasados a llevar por decírselo, la verdad es que debemos pasarlos a llevar. Es inútil debatir con Carlos Peña, la futilidad no le sirve a nadie.
Entendiendo la desesperanza como parte de la estrategia de la opresión, por ello debemos comenzar a abrir un horizonte de esperanza para el pueblo, desde el pueblo. Una esperanza necesaria, una esperanza posible, no aquellas esperanzas ociosas e imposibles. La esperanza en que debemos unirnos para enfrentar a aquellos que no les convienen nuestros sueños, el sueño de un trabajo decentemente remunerado y estable, el sueño de una educación que produzca ciudadanos responsables contra la educación de escuelas, liceos y universidades de retail. Una única educación donde no haya separación por clases sociales. Una salud justa y eficiente que esté siempre dónde se la necesita. En fin, un país en que el individuo y la sociedad se reconozcan en cada calle, en cada barrio. Un país sin dueños. Eso es la esperanza de las más amplias mayorías, que aún no saben que pueden tener esperanza y han sido educados en la desesperanza. La más alta esperanza es un país que se reconciliado consigo mismo, donde ya n exista la nerviosidad del agobio, la enfermedad somática por la carencia de expectativas, las neurosis de tener que vivir en situaciones irracionales insoportables. Y es solo la esperanza la que puede rescatar el ser propio, al rescatar el ser propio del todo social en vías de reconciliarse consigo mismo. Pues no es posible para el hombre vivir y gozar de libertad sin ser, desconociendo lo que se es en lo más íntimo; tal individuo ignaro de sí mismo no puede acoger dentro de sí esperanza alguna. La esperanza es proyección del ser del hombre al futuro, por ello se la aplasta ideológicamente, se la evalúa como algo añejo, se la aleja como maldición, se la acusa hasta de totalitarismo. Es el peor enemigo del status quo. Pero, sin esa proyección hacia el futuro, no hay humano, no hay acontecimiento. Solo hay negación del advenir de los nuevo, entendido como un vuelco en el estado de cosas hacia lo mejor. La roca fue hacha, fue cuchillo, fue bisturí laser. Así del despotismo a la monarquía, a la democracia y lo que venga mejor. El problema es el tiempo, al status quo le interesa el fin de los tiempos, mejor aun el mito arcaico de la atemporalidad; cualquier cosa con tal de cerrar el futuro. Porque tiempo es devenir, futuro abierto, germinación, espera y esperanza, utopía y posibilidad de lo imposible hoy.
Como decía León Felipe: “Vale la pena cantar esta canción?”. Se puede decir que la dulce canción de las esperanzas verdaderas no puede dejarse de cantar. El tiempo de los cambios no adviene sin propagar la esperanza, sin vivirla en cada gesto. Es el pueblo oprimido el encargado de arrullarse con sus esperanzas, no para dormirse, sino para despertar de la desesperanza, el agobio y la desesperación. Nada está quieto, todo pasa; esta medianoche del mundo, triste, peligrosa y trágica, pasará. Con ese saber podemos matar los miedos y ponernos a señalar qué es lo necesario y qué es lo contingente. Miedo a hablar, miedo al qué dirán, miedo a la exclusión y la discriminación, miedo a la muerte, miedo al futuro, miedo a la pobreza, miedo a los fantasmas del pasado, miedo a recordar cuando no había miedo, miedo a recordar cuando hubo alegría y poder popular. Porque, es también funcional al poder oligárquico recordar toda la tragedia ocultando la alegría, el amor, la entrega y el alegre sacrificio. Eso no, es mejor recordar el fascismo desatado en las calles, el ulular de las sirenas policiacas, los allanamientos y la tortura. Pero recordar momentos en que todos íbamos con la certidumbre gozosa de un mundo posible que encontrábamos en cada esquina, eso no. Hay formas de recordar torturantes y paralizantes. Van a querer recordar, un presidente mártir, que solo fue otro luchador social pleno de confianza en los trabajadores, eso no se va a querer recordar. Un líder que sembraba y regalaba esperanza, menos.
Lo sabemos, como casi siempre ellos lo tienen todo, hoy nosotros no tenemos nada, pero la esperanza da alas que pueden derrotar la medianoche de este siglo que recién comienza a definirse y en el que nosotros tenemos mucho que pensar, decir y hacer.
Cerro Monjitas, Valparaíso, 26 de mayo, 2023.