por Fabien Escalona y Romaric Godin
Cinco meses antes de la caída del Muro de Berlín, el régimen chino ponía fin con brutalidad a la Primavera de Pekín, un movimiento de protesta contra la inflación, la corrupción y la ausencia de liberalización política que se había extendido mucho más allá de la capital. En la noche del 3 de junio de 1989, las tropas más adoctrinadas y leales del régimen rodearon la ciudad y después la plaza de Tiananmén. Tanques y soldados de infantería sembraron la muerte entre los estudiantes, así como entre las personas y trabajadores que intentaban protegerles.
En esa carnicería se destrozó la vida de miles de personas desarmadas, que se vio ampliada con detenciones todavía más numerosas en todo el país. Después, para ocultar este acontecimiento traumático, se utilizó la propaganda y la represión. Treinta años después no parece probable que se repita: el aparato para mantener el orden se ha modernizado con el fin de prevenir cualquier levantamiento de ese tipo; tampoco existe ningún indicio de un grupo social o de una organización que tenga los medios para desafiar al régimen.
Sin embargo, en aquel momento, los observadores internacionales percibieron la respuesta sanguinaria del Partido Comunista Chino (PCCh) como la señal de su próxima caída. Desprovisto de legitimidad, sobrepasado por las contradicciones de una apertura económica llevada a cabo en un marco político cerrado, iba a conocer el mismo impasse que los regímenes soviéticos. Después, de forma regular, la profecía de un hundimiento del partido-Estado fue reeditada por eminentes especialistas. Hacían referencia al peso cada vez mayor de la clase media, al escandaloso nivel de las desigualdades o a las divisiones entre los dirigentes.
Si bien esta profecía ha quedado desmentida hasta la actualidad, no es menos cierto que, efectivamente, tras Tiananmén el porvenir del régimen era incierto. Nada anunciaba la solidez del equilibrio autoritario al que ha llegado, por retomar la expresión del sinólogo Jean-Pierre Cabestan. Los más recientes de los Tiananmen Papers, gracias a los cuales se descubrieron los intercambios del Buró Político ampliado que se celebró dos semanas después de la masacre, revelaron un frágil consenso entre los dirigentes reunidos, sin respuestas claras y compartidas frente a los problemas que habían alimentado la protesta.
Se constata pues que 1989 y los tres años siguientes fueron un momento de bifurcación en la historia del partido y del país, en la encrucijada de lo imprevisible y de lo irreversible. Ante la parálisis de los dirigentes frente al movimiento de la plaza de Tiananmén, Deng Xiaoping tomó la iniciativa de cortocircuitar el proceso de decisión clásico para recurrir a la coerción. Después tuvo que intervenir de nuevo para relanzar una política de apertura económica. En 1992, el 14 Congreso del PCCh oficializó el final de la economía de mando, mientras que en 1993 una reunión plenaria del Comité Central sobre la economía definió un nuevo tipo de planificación, con la intención de “guiar los mercados”.
Sin romper totalmente con la herencia maoísta que lo hizo posible y de la que guarda algunos rasgos, este momento de bifurcación dirigió al Estado desarrollista chino hacia una nueva vía. Después de tres decenios, el resultado es una economía y un sistema político atípicos, que han permitido al PCCh escapar a la suerte de su homólogo de la Unión Soviética. Cuando la atención de los investigadores se focaliza en la zona gris de los regímenes híbridos, poblada de democracias defectuosas y de autoritarismos calificados como competitivos, China nos recuerda que el Estado autoritario más potente del mundo, en términos geoeconómicos y geopolíticos, es una dictadura de partido único sin ninguna fachada electoral.
Pero, ¿cuáles son los orígenes y las características de esta singular vía, más resiliente de lo que se ha pretendido? ¿Cuáles son sus debilidades y, por tanto, sus posibles escenarios de evolución? He aquí un panorama general apoyado en trabajos de sinólogos y economistas reconocidos.
Cuando la originalidad de la vía china frustra los análisis tradicionales
China ha cambiado profundamente en treinta años. Se ha convertido en una de las dos primeras economías del mundo (la primera o la segunda según los modos de cálculo). La pobreza ha retrocedido fuertemente, dejando lugar a un país de ingresos medios que dispone de importantes nichos de riqueza extrema (el número de los billonarios se aproximaría a 600). Aislada en el pasado de los grandes circuitos económicos mundiales, la República Popular está en lo sucesivo en el centro de las cadenas mundiales de valor. Su éxito económico es impresionante e históricamente inédito.
Para muchos observadores, más o menos próximos al dosier chino, las explicaciones de esta trayectoria fuera de lo común son evidentes. China socialista era un país pobre, se ha convertido a las virtudes del mercado y se ha convertido en un país rico. Punto. Pero esta doxa, alimentada por las imágenes del desarrollo en el país del consumo de masas, no dice nada de la realidad ni de la naturaleza del capitalismo chino, ya que existe una fuerte controversia entre los especialistas en China sobre la naturaleza del régimen económico chino.
Por un lado, muchos analizan la situación china como la de una conversión al paradigma neoliberal. Esta no es solo una visión de los economistas de la banca, sino que también es compartida por economistas keynesianos como Ho-fung Hung o incluso por David Harvey, geógrafo especialista de Marx, que en su Breve historia del neoliberalismo (traducida al castellano en Akal, 2007) describe al sistema chino como un “neoliberalismo con características chinas”. Otros mantienen la idea de que China sigue siendo un Estado socialista de mercado, por retomar la definición oficial en vigor desde 1992.
En un libro publicado recientemente, La Chine est-elle capitaliste? (Éditions Critiques, 2019), Rémy Herrera y Zhiming Long resumen en su conclusión toda la ambigüedad de la economía china:
“¿Qué se diría si Francia (…) viera a su gobierno decidir la colectivización de la propiedad de los suelos y de los subsuelos, la nacionalización de las infraestructuras del país, la transformación en sociedades de Estado de lo esencial de los sectores industriales clave de la economía, la instauración de una planificación central y la aplicación rigurosa de la misma, la toma de control de su moneda y de todos los grandes bancos, la vigilancia muy estrecha de las actividades de los establecimientos financieros y también del comportamiento de los empresarios domésticos en el exterior, así como de las condiciones de implantación en el territorio nacional de las firmas extranjeras (…) y la instauración muy en la cumbre de un partido comunista? ¿Se diría, sin caer en el ridículo, que ese país es capitalista?”.
En realidad, el debate, que adopta múltiples formas, expresa la originalidad de la vía china desde hace cuarenta años. Una trayectoria en el curso de la cual el partido-Estado siempre ha sabido controlar y dirigir en su beneficio la evolución del país. Después de la muerte de Mao en 1976, Deng Xiaoping tomó el control del partido e hizo adoptar las reformas económicas en diciembre de 1978. Esta primera fase de reformas fue lenta y progresiva. En primer lugar consistió en permitir a los hogares del campo vender sus productos a precios libres en los mercados. Pero el Estado, y este es un elemento central, sigue siendo propietario de la tierra. Esta liberalización de la economía rural condujo al aumento de la productividad y a liberar una mano de obra a la vez abundante e instruida. La dirección de esta mano de obra queda controlada por el Estado a través del sistema del hukou; es decir, de la ligazón de los habitantes a su municipio de origen. Inicialmente creado para permitir el funcionamiento de los municipios rurales, el hukou se convirtió en un medio para gestionar los desplazamientos de una mano de obra barata y de calidad, en primer lugar hacia los centros urbanos de las zonas rurales, donde se crearon las empresas de pueblos y aldeas y, a continuación, en una menor medida, hacia las zonas económicas especiales abiertas a inversiones extranjeras, como la primera de entre ellas, Shenzen, en el norte de Hong-Kong.
Pero para Nathan Sperber, investigador en la Universidad Fudan de Shanghai y autor de una destacada tesis sobre el capitalismo chino, este período aún no es capitalista. Explica que: “Si se define el capitalismo por la existencia de una relación de producción capitalista en la que los capitales se asignan libremente para la acumulación y en la que el trabajo se vende en un mercado para ser empleado en la valorización de esos capitales, entonces la China de los años 1980 no era aún capitalista”. Recuerda que entonces la economía urbana estaba todavía dominada por las grandes empresas del Estado, las danwei, que “suministra(ba)n a los trabajadores no solo un empleo de por vida, sino también un alojamiento y una protección social”. De forma clara, estas empresas urbanas no mantenían una relación capitalista.
En los orígenes de un capitalismo de Estado al estilo chino
Sin embargo, a mediados de los años 1980 se comenzó a reformar la economía urbana, con limitaciones presupuestarias más estrictas para las danwei y la legalización de las pequeñas empresas privadas. Los acontecimientos de Tiananmén congelaron durante un tiempo el movimiento, pero la restauración del orden desembocó en 1994 en un verdadero big bang liberal.
Las danwei fueron liberadas de toda función social, algunas fueron privatizadas, otras simplemente cerradas. Se abolió el empleo de por vida y las empresas privadas fueron permitidas a todos los niveles. Ello trajo consigo una ola masiva de despidos en las ciudades, mientras que la economía se orientó abiertamente hacia la exportación. Este sector, en gran parte en las manos de capitales privados o extranjeros, se apoya en una masa de mano de obra barata que dispone de un hukourural. Eso permite asegurar una fuerte competitividad en el momento en el que el neoliberalismo occidental incita a bajar sus costes a las empresas de los países avanzados. China se convierte entonces en el taller del mundo y el pulmón de su crecimiento. Y el modelo fue claramente el de los Tigres asiáticos que basaron su prosperidad en las exportaciones.
Desde entonces, todo lleva a pensar que China ha entrado abiertamente en una lógica capitalista. Jean Mathieu, en un número de la Revue de la régulation de 2017 dedicado a China, lo confirma: “En lo sucesivo, el trabajo social se asigna en función de una lógica microeconómica de tipo capitalista, lo que permite a las empresas maximizar la utilización productiva de la mano de obra de una forma que habría sido difícil realizar en la antigua economía colectivizada”.
Pero para Nathan Sperber, China no se ha convertido sin embargo en neoliberal. En efecto, la función del Estado permanece ambigua en esta evolución. En los años 1990, que pueden asemejarse a lo que pasa en la actualidad en los antiguos países del bloque soviético, el Estado no se debilita sino que, al contrario, se refuerza. La reforma fiscal de 1994 vuelve a dar importancia a Pekín después de una ola de extrema descentralización.
Asimismo, se mantiene la planificación, aunque en lo sucesivo cambia de naturaleza, pasando a un sistema descentralizado pero que permanece estrechamente vigilado por el partido, a fin de que se respeten los objetivos definidos. Por ejemplo, contrariamente a lo que sucedió en Rusia, el poder público conserva las empresas más grandes: el eslogan de 1992 era: “Guardar las grandes, dejar ir a las pequeñas”. Además, ante el riesgo de un caos a la rusa y después de la crisis asiática, la experiencia de liberalización se detuvo a comienzo de los años 2000. Las privatizaciones cesaron completamente.
Esta situación recuerda que, contrariamente a lo que se oye con frecuencia, el crecimiento chino encuentra su fuente en el periodo maoísta. En su obra The China Boo (Ediciones Columbia UP, 2015), Ho-fung Hung insiste con fuerza en este elemento: “Los comunistas consiguieron llevar a cabo lo que las primeras tentativas de industrialización habían fracasado desde 1850: capturar y centralizar el excedente rural y dirigirlo hacia el crecimiento industrial y urbano”.
Lo que no pudieron hacer los últimos de la dinastía Qing –acumular capital para alimentar el desarrollo– lo hizo Mao con la violencia que se conoce. Y desde este punto de vista, Ho-fung Hung estima que las reformas de Deng son más una “aceleración que una ruptura” con el régimen de acumulación maoísta. De hecho, si la apertura de la economía china condujo a un crecimiento tan grande es porque el Estado la controló, bien sea a través el sistema del hukou, por la utilización del capital acumulado, por la seguridad de una mano de obra bien formada o por la selección en las privatizaciones. Si China hubiese conocido la suerte de Rusia o de la RDA, con una rápida destrucción del aparato productivo, no es seguro que el desarrollo hubiera sido tan rápido y espectacular. Así pues, se da una continuidad en la evolución de China desde 1949.
En su último libro Capitalism, Alone [publicado en octubre de 2019, en la Harvard University Press, ndt], Branco Milanovic defiende la idea de que para los países de bajos ingresos el régimen socialista representa una fase necesaria en el desarrollo hacia el capitalismo. Entonces, no es nada sorprendente que el capitalismo chino conserve rasgos fuertemente socialistas a pesar de la violencia de sus relaciones sociales. Es lo que él llama el capitalismo político. Como señala Nathan Sperber, en China no hay contradicción entre el Estado y los mercados, el uno expulsando a los otros, tal como se representa a menudo en Occidente. Aquí, el Estado y los mercados se desarrollan en conjunto y se refuerzan mutuamente.
Por otra parte, los años 2000 fueron los del regreso del Estado que, bajo las direcciones de Hu Jintao y Wen Jiabao, recupera incluso un discurso social, mientras que se acelera el crecimiento chino, impulsado por la globalización. Y, de hecho, el Estado permanece a la cabeza de activos importantes, que en realidad encuadran la economía: desde las materias primas a las finanzas, pasando por el transporte, es imposible no pasar por el Estado en el proceso de producción en China. Si bien, y ese es el elemento clave, este Estado no toma siempre las decisiones en la gestión de ese patrimonio guiado por la racionalidad del beneficio, como haría un Estado neoliberal clásico. Rémy Herrera y Zhiming Long estiman así que “las empresas estatales son rentables porque la brújula que los guía no es el enriquecimiento de accionistas privados, sino las prioridades dadas a la inversión productiva y el servicio prestado a sus clientes”.
Globalmente, es cierto que el sector estatal es menos rentable que el sector privado. Pero no hay nada asombroso o contradictorio en ello: es precisamente porque su función no se concibe como idéntica. El Estado puede utilizarlo para compensar las debilidades del sector exportador, como por ejemplo en 2008/2009, a la vez que moderniza el país más allá de sus necesidades actuales. Es lo que demuestra la expansión de la actividad ferroviaria de alta velocidad en el curso de los diez últimos años. Todo ocurre como si el Estado chino desarrollara infraestructuras sobredimensionadas respecto al nivel de desarrollo del país.
El Estado chino no es un organizador de la economía o un árbitro como sería un Estado neoliberal; es un poder que utiliza la economía para hacer política. Ello explica una política que oscila entre diversas vías (apertura y cierre, liberalización o control). Esta oscilación puede parecer económicamente absurda, pero está justificada políticamente. Y esa es la especificidad del capitalismo de Estado en China. Eso es también lo que inquieta a los Estados neoliberales occidentales: China se otorga los medios de inversión pública que ellos se niegan. De ahí el peligro amarillo regularmente agitado por los líderes occidentales, de Donald Trump a Emmanuel Macron.
Un autoritarismo con impresionantes capacidades de adaptación
Este persistente intervencionismo estatal remite tanto a una necesidad del régimen –la de legitimarse gracias a sus logros en términos de mejora del bienestar de la población– como a un modelo no negociable desde 1949, el de una tutela completa sobre la sociedad.
En efecto, la trayectoria económica descrita más arriba ha sido modelada por una empresa de dominio político única: el PCCh, que Jean-Pierre Cabestan describe de forma sugerente como “la mayor sociedad secreta del mundo” en su libro Demain la Chine, démocratie ou dictature (Gallimard, 2018). Con cerca de 90 millones de miembros, es una estructura selectiva, jerárquica y opaca. Lo esencial de las tomas de decisión está concentrado entre las manos de 200 miembros del Comité Central y, sobre todo, del Buró Político y del comité permanente que emana de él. Actualmente, a la cabeza de esta pirámide del poder se encuentra Xi Jinping, que acumula las funciones de secretario general del PCCh, de presidente de la República y de jefe de los ejércitos.
Como explica Sebastian Heilmann, uno de los mejores especialistas del sistema político chino, el PCCh se sitúa por encima de la Constitución formal y del pueblo. En este sentido, es el verdadero soberano de un Estado del que, de hecho, es indisociable. En efecto, el PCCh designa a los dirigentes de los órganos gubernamentales y administrativos que abrigan en su seno a los grupos que representan al partido, además de obedecer las consignas de los comités paralelos… del partido. En la base de este conjunto bloqueado, las únicas elecciones que implican a la población son las de los comités de pueblo y de ciudadanos. Sin embargo, estas no son ni libres ni sinceras, debido a la manipulación de las candidaturas y de los resultados que realiza el poder.
El año 1989 fue una etapa importante en la definición del papel del PCCh en la era pos-Mao. Casi se podría hablar de una forma de reconversión partidista, como ocurre en los regímenes representativos con los cambios de proyecto, de base social y de estructura organizativa, pero en el marco de una monopolización continua de la política. De partido revolucionario, el PCCh optó por convertirse en partido dirigente. Ello significó, en los términos del politólogo Bruce Dickson, “un cambio en la estrategia de supervivencia”.
En lugar de comprometerse con una transformación ideológica de la sociedad contra los enemigos de clase, el PCCh busca ante todo reproducir la estabilidad de su poder, no solo perfeccionando sus medios de control y de vigilancia, sino también mejorando su capacidad para suministrar bienes públicos a la población, movilizando los valores tradicionales y atrayéndose la lealtad de las nuevas capas sociales que emergen debido a la modernización económica. Y lo hace rechazando explícitamente cualquier liberalización a lo occidental, a la que se atribuye la responsabilidad de la funesta suerte de la URSS.
De hecho, el PCCh se apoya de forma complementaria –y bastante exitosa hasta ahora– en los tres pilares de estabilidad de una autocracia, sintetizados de la siguiente forma por el investigador Johannes Gerschewski.
Represión, legitimación y cooptación
El primer pilar, tradicionalmente señalado en el estudio de los regímenes autoritarios, es el de la represión. China sabe practicarla con alta intensidad. La masacre de Tiananmén ilustró su capacidad de aplastar brutalmente las manifestaciones masivas, mientras que los campos de detención de un millón de uigures en Xinjiang muestran la arbitrariedad practicada respecto a algunas minorías.
Igualmente, la represión de baja intensidad está cada vez más desarrollada: desde el hostigamiento selectivo a quienes defienden derechos hasta las técnicas de vigilancia masiva, pasando por la experimentación orwelliana del crédito social para controlar los comportamientos. La censura de los contenidos escritos, audiovisuales y digitales se practica igualmente de forma cotidiana. En fin, se persigue a los movimientos religiosos, especialmente cristianos no católicos, a fin de prevenir su eventual politización.
Desde la llegada de Xi Jinping, todos los observadores están de acuerdo en decir que la represión en todas sus dimensiones se ha hecho más severa, restringiendo drásticamente las posibilidades de organización colectiva con objetivos de protesta. Paralelamente, el número uno chino ha estrechado el control político del ejército y emprendido una modernización de su estructura y equipos.
Bruce Dickson insiste, sin embargo, en el hecho de que “el partido no solo sigue en el poder porque haya sido capaz de eliminar toda alternativa viable; también goza de un notable nivel de apoyo popular”. El único recurso a la represión, para un país con una población tan numerosa y con un territorio tan amplio, sería demasiado costoso para permitir al régimen mantenerse durante tanto tiempo. Por ello, los esfuerzos del partido-Estado han tendido también a desarrollar un segundo pilar de estabilización del autoritarismo: la conquista de una legitimidad entre la población.
Dickson es uno de los investigadores que, durante los últimos años, han llevado a cabo entrevistas y encuestas mediante sondeos entre los chinos de zonas urbanas. A pesar de un contexto político que exige ajustes en la administración de los cuestionarios, sus trabajos presentan bastantes garantías para ser tomados como un índice fiable del estado de la opinión pública, tanto más cuando sus resultados concuerdan con los datos del Asian Barometer Survey creado en Taiwán.
El apoyo y la confianza en el régimen se muestran ampliamente mayoritarios en la población, aunque más acentuados a favor del poder central que del poder local, objeto de más reproches. Sin sorpresa, los buenos resultados de la economía son esenciales para la legitimación del régimen. Este convence por su capacidad (pasada y esperada) de mejorar el bienestar. De forma interesante, Dickson observa que la variabilidad de la tasa de crecimiento es menos crucial a este respecto que la evolución de los ingresos reales de los hogares. En un país traumatizado por los sucesivos cambios de régimen y las desastrosas campañas políticas de la era Mao, se aprecia muy positivamente la estabilidad que garantiza el régimen.
Al lado de estos resultados específicos, el partido-Estado reproduce su legitimidad de forma mucho más difusa al encarnar el sentimiento patriótico. Según Dickson, este último está “poderosamente correlacionado con el apoyo al régimen, [mucho más] que con los valores confucianos”, igualmente instrumentalizados. También ahí hay que tener en mente la humillación vivida por un país que en otra época se percibía como el centro del mundo y que en el siglo XX sufrió la disgregación de su territorio y la dominación militar y económica por los occidentales y los japoneses. “Desde 2013, escribe Jean-Pierre Cabestan, el sueño chino de potencia, de grandeza y de prosperidad, así como los dos centenarios –del partido en 1921 y de la República Popular en 2049– parecen capaces de continuar soldando a la mayoría de la sociedad china alrededor del PC y de su jefe, cuyo pensamiento está inscrito desde octubre de 2017 en los estatutos del partido”.
El tercer pilar de estabilización de la autocracia es el de la cooptación. Consiste en asociar a las élites dirigentes a los actores con recursos e influencia importantes, a fin de prevenir cualquier autonomía y ensanchar la base social del poder. En este terreno, el régimen chino se muestra todavía muy prudente. Sin embargo, ha venido acompañado de un aumento importante del número de ONG en la sociedad civil, de las que solo tolera a las que controla y a las que se mantengan lejos del campo político.
Sobre todo, el PCCh ha acogido a cada vez más jóvenes dotados de un alto nivel de instrucción: entre el conjunto de su afiliación, la parte de la juventud diplomada superior se ha incrementado en una docena de puntos entre 2005 y 2013, superando el 40%. Incluso si aún ningún empresario privado ocupa puestos de alto rango en el partido, se estimula su adhesión o participación en otros órganos; estos “estrechos lazos de dependencia […] limitan su margen de maniobra, así como su interés en cuestionar los fundamentos del sistema político”.
Más en general, la capacidad de adaptación del partido-Estado, inicialmente forjada por el leninismo, ha sido notable. La fábrica de la decisión política en China, explica Heilmann, “difiere de la mayor parte de los otros sistemas políticos”. Si los objetivos se definen de forma centralizada, los instrumentos para alcanzarlos se ponen a prueba, de forma deliberada, localmente, diversificados y modificados en función del contexto de su puesta en práctica. En ausencia de cualquier forma de control y de rendición de cuentas, se observa a pesar de todo cierta flexibilidad autoritaria, así como un proceso de aprendizaje.
Sin embargo, matiza el investigador, esa flexibilidad y esa capacidad de aprendizaje permanecen limitadas por constricciones muy estrechas. Por definición, no se puede cuestionar el monopolio de la dominación política por el PCCh, por lo que un cierto número de males, como la corrupción de los responsables comunistas, no se pueden tratar de forma eficaz. Así pues, la resiliencia del régimen frente a sus vulnerabilidades se pondrá a prueba en los próximos años a medida que las dificultades se amontonen en el frente de la legitimación por la economía.
Los nuevos desafíos del capitalismo chino
De hecho, el modelo chino nacido a inicios de los años 1990 muestra verdaderos signos de ahogo. A fin de cuentas, no hay nada de asombroso en ello, dado que, sea cual sea la naturaleza del capitalismo chino, este se encuentra fuertemente integrado en la globalización neoliberal. Incluso es un pilar de la misma. La opción de Deng Xiaoping de inspirarse en el desarrollo de los Tigres asiáticos de los años 1960 y 1970 ha llevado a China a convertirse en un eslabón central del circuito comercial y financiero mundial.
Ho-fung Hung muestra en su libro cómo, entre 1992 y 2008, China financió el consumo de sus propios productos con la compra de los títulos de deuda estadounidenses (y también europeos), asegurándose así mercados crecientes y, por lo tanto, nuevos excedentes para alimentar el consumo de los países avanzados. Este sistema no solo ha asegurado el crecimiento chino, sino igualmente el de EE UU y de Europa. Sin embargo, en 2007-2008 se hundió con la crisis que afectó a su reactor financiero occidental.
Después, China parece haber emprendido una amplia transformación. Pero no forzosamente en el marco del famoso reequilibrio hacia la demanda interna, como se dice a menudo. De hecho, el país ha hecho todo lo que ha podido para salvaguardar el funcionamiento del sistema anterior a la crisis.
En 2008 fue China quien salvó a la economía mundial practicando un relanzamiento masivo. Después, en cada acceso de debilidad de la economía, como en 2012 o en 2015, las autoridades chinas han respondido siempre para mantener la demanda china y con ello el crecimiento de los países occidentales. Sin embargo, esta estrategia no es un reequilibrio hacia el consumo de los hogares domésticos. “El plan de relanzamiento de 2008 no contenía apenas más que el 20% de gastos sociales y la mayoría de las viejas inversiones productivas en sectores ya afectados por la sobreproducción”, observa Ho-fung Hung, quien explica esta estrategia por la voluntad de preservar a la oligarquía de la costa del Pacífico del país, la que se beneficia del modelo exportador. La acción del Estado venía pues a garantizar, una vez más, mercados a esta casta.
Semejante procedimiento solo podía frenar el desarrollo de la demanda interna. En un esquema de desarrollo clásico, que se aplica a menudo a China y que fue el de los Tigres como Corea del Sur o Japón, las exportaciones se especializan en los sectores de gama alta y el consumo interno se convierte en un motor del crecimiento gracias al aumento de la parte salarial en el valor agregado. Efectivamente, si China se ha comprometido en inversiones masivas de gama alta, especialmente en la inteligencia artificial o las energías renovables, su economía sigue siendo aún muy dependiente de la producción industrial a bajo precio. Esto impide toda política masiva de redistribución de las riquezas.
Detrás de las imágenes del consumo de masas y de la eterna repetición por los defensores de la globalización de que esta última habría “sacado a los chinos de la pobreza”, la realidad del mundo del trabajo chino es mucho menos radiante. Así, la parte del consumo de los hogares en el PIB retrocedió de un 50% en 1992 al 35% en el año 2005. Y después, ese nivel no ha aumentado, se ha estabilizado. Desde 2008 son las inversiones las que han tomado el relevo de las exportaciones como motor del crecimiento, no el consumo.
El modelo de desarrollo chino ha venido acompañado de una inmensa profundización de las desigualdades, que se explica por el mantenimiento de una competitividad-coste que pesa sobre los salarios. Ho-fung Hung ha realizado, desde ese punto de vista, una ilustrativa comparación con los otros Tigres asiáticos: con el mismo nivel de desarrollo, los salarios chinos son extraordinariamente débiles. Esto se explica evidentemente por el mantenimiento del hukou, que mantiene un ejército de reserva permanente, a pesar de una tímida reforma en los años 2000.
Desde el punto de vista de las desigualdades, los trabajos de Branko Milanovic publicados recientemente muestran que la parte del 10% más rico en el ingreso total ha pasado entre 1998 y 2013 del 21,3% al 31%. La del 1%, del 4,3% al 7%. Así pues, el tránsito al capitalismo ha venido acompañado de una profundización de las desigualdades, con la emergencia de una clase capitalista de empresarios concentrada en la costa del Mar de China. La participación de esta región en la riqueza global de las élites ha pasado del 69% al 73% entre 1988 y 2013. De forma significativa, Branco Milanovic insiste también en el hecho de que los miembros del PCCh son menos numerosos entre la élite económica, pero los que permanecen en ella son más ricos que anteriormente.
Hacia un endurecimiento del régimen
Globalmente, pues, se dibuja la imagen de una oligarquía que tiene dificultades para llevar adelante una política que reduzca sus beneficios actuales. Para alcanzar un verdadero reequilibrio sería preciso romper el funcionamiento del ejército de reserva: acabar con el hukou y desarrollar masivamente el campo. Pero el planteamiento no es ese. Es más bien el de un desarrollo industrial acelerado que no se corresponde con el nivel de vida real del país, como el de las líneas ferroviarias de alta velocidad. El desarrollo del crédito se utiliza para paliar la debilidad de los salarios, conduciendo a burbujas inmobiliarias y financieras gigantescas.
En este marco, el capitalismo de Estado desempeña un papel de colchón amortiguador para las élites: el Estado controla las finanzas y así puede gestionar las sobrecapacidades y las burbujas, absorbiendo las pérdidas. Lo que hace al modelo chino mucho más resistente de lo que piensan los observadores internacionales, para quienes los desequilibrios no son sostenibles, hasta el punto de que para controlarlos China debería ir hacia una crisis sistémica y reformas liberales.
Nathan Sperber no comparte esa opinión. “En China, la vida económica actúa de forma muy política, en particular el sector estatal. Desde este punto de vista, importa poco que una empresa pública sea o no muy rentable siempre que cumpla los objetivos políticos que le asignan”, explica. Es cierto que la deuda está asumida por los bancos públicos que, si bien pueden estar en quiebra técnica, serán rescatados por el Estado, como ya fue el caso a finales de los años 1990. Por tanto, la clave para el régimen sigue siendo el control del sector financiero. “Si el Estado abandonara ese control, el sistema se hundiría”, resume el universitario.
Si bien la guerra comercial emprendida por Donald Trump debilita el esquema exportador, este último ya se encuentra tocado desde 2008. De forma general, el modelo se adapta permanentemente. “En Occidente, los regímenes sobreviven por defecto, no hay necesidad de consagrar energía a su salvaguardia, pero ese no es el caso en China, donde el régimen no es capaz de funcionar durablemente si solo está en piloto automático. Debe transformarse perpetuamente para retomar el control”, prosigue Nathan Sperber. Esto puede llevar a dar una impresión de confusión a corto plazo. Pero en esta óptica se comprende mejor el endurecimiento del régimen desde 2012-2015.
En periodos de disturbios o de transformaciones, hoy como en 1989, es necesario mantener el control de la sociedad. De forma extraña, en este punto, el capitalismo político se asimila al neoliberalismo vacilante en la represión. Como prueba, los acontecimientos actuales de Hong Kong, que han dado lugar a esta declaración de Pekín el 29 de julio de 2019: “Pensamos que, por el momento, la tarea prioritaria de Hong Kong es la de sancionar las acciones violentas e ilegales de acuerdo con la ley, restablecer el orden lo antes posible y mantener un ambiente propicio para los negocios”. Prioridad pues a la economía y al crecimiento, las fuerzas por las que el régimen se mantiene firme.
La tensión es viva, porque China emprende claramente una mutación de su sistema económico, abandonando el papel de simple taller exportador del mundo para convertirse en una potencia más autónoma. Este es el sentido de la iniciativa Belt&Road (la nueva ruta de la seda) que crea un verdadero hinterland económico dependiente de China, especialmente gracias al endeudamiento de los países desarrollados, pero también el aumento progresivo en la gama de su industria.
La República Popular se dirige progresivamente hacia una nueva forma de mercantilismo que preferiría la calidad (especialmente tecnológica) a la cantidad y las finanzas a la industria… “En esta óptica, el desarrollo de la demanda interna es mucho menos central que el aumento de gama”, estima Nathan Sperber. Por eso, el consumo tiene dificultad en progresar y, por ejemplo, el mercado del automóvil parece haber alcanzado su madurez.
Los escenarios de evolución del régimen chino
¿Es lo bastante fuerte el partido-Estado para sostener un régimen de acumulación tan desigualitario, sin ninguna concesión política? Existen algunas señales de tensiones fuertes en el seno del orden social.
Desde los años 1990, la criminalidad tiene tendencia a aumentar. Las organizaciones mafiosas compran apoyos hasta en la Administración y el aparato de seguridad, provocando campañas nacionales contra una plaga imposible de enmascarar. El activismo de la sociedad existe ciertamente a un nivel infrapolítico. Se concreta en peticiones y manifestaciones por causas medioambientales, pero también por huelgas coordinadas de trabajadores, todas en aumento estos últimos años.
Dicho esto, todas estas protestas quedan acantonadas a reivindicaciones locales, corporativistas o sectoriales. Sus animadores tratan sobre todo de negociar con las autoridades, cuya legitimidad para gobernar no se cuestiona nunca. Suponiendo que lleguen a organizarse a pesar del poderoso aparato de represión del PCCh (un desafío…), quienes promuevan la puesta en cuestión directamente política del poder tendrán dificultad para movilizar una base social significativa, al menos a corto plazo.
Como ya se ha indicado, el apoyo al régimen sigue a un nivel alto en las encuestas disponibles, que revelan también un gran temor a la vuelta de la inestabilidad política. De hecho, actualmente ninguna organización tiene la competencia y los recursos necesarios para pretender sustituir al PCCh, que se aferrará hasta al final a su monopolio. Según Cabestan, los activistas e intelectuales que le cuestionan son “débiles, divididos y marginales”.
Este universitario subraya el carácter minúsculo de sus iniciativas a escala de China: “El movimiento por la defensa de los derechos no agrupa a más de 1.000 abogados sobre aproximadamente 300.000, [mientras que] la Carta 08 favorable a la instauración de un sistema constitucional y democrático, redactada entre otros por Liu Xiaobo, no fue inicialmente firmada más que por 303 personalidades y en total ha reunido menos de 10.000 firmas, de las que una parte proviene de la disidencia residente en el extranjero”.
Más difícil de comprender todavía a los ojos de los occidentales es que numerosos chinos interrogados en las encuestas ya citadas se revelan convencidos de que su régimen ya es parcialmente democrático y progresa en esta vía. Esto se explica por una comprensión de la democracia muy alejada de los estándares mínimos que se le atribuyen generalmente (sufragio universal, elecciones libres, acceso a fuentes de información diferentes, libertad de expresión y de asociación). Para muchos designa la capacidad del Estado de respetar y de responder a las necesidades a intereses del pueblo.
La razón, explica Bruce Dickson, consiste en que “los que promueven la democracia actualmente están muy solos: se enfrentan a la oposición del Estado y apenas cuentan con la simpatía o el apoyo de la sociedad”, elementos de los que han podido gozar, al contrario, algunos disidentes de Europa del Este o figuras tales como Nelson Mandela en África del Sur.
La débil probabilidad democrática
De todas estas consideraciones se desprende que, a corto o medio plazo, la estabilidad de la estructura del partido-Estado no parece en peligro. Las variaciones podrían afectar a la prolongación (o no) de un sistema de decisión extremadamente concentrado e incluso personalizado que ha iniciado Xi Jinping. Este último ha respondido a una severa crisis organizativa del PCCh restaurando la disciplina, una imagen de cohesión y una eficacia que se habían erosionado singularmente.
Su forma de gobierno se corresponde mucho con la empleada en tiempos de crisis y menos con la de tiempos normales, que dejan más lugar a la negociación entre órganos gubernamentales y sobre todo a la experimentación y adaptación local. Por eso, otros dirigentes podrían expresar la voluntad de volver a una mayor flexibilidad, aunque aumente el riesgo de pérdida de control. Al mismo tiempo, el actual líder comunista ha colocado a sus hombres y se ha abierto la posibilidad de sobrepasar los dos mandatos consecutivos, lo que refuerza la vía que sigue en la actualidad.
Probablemente, para que el régimen se vea más amenazado en sus fundamentos, será precisa una crisis particularmente violenta y brusca que erosione la estrategia de legitimación del PCCh, y/o el paso del tiempo. En efecto, en más de un decenio o dos, la ausencia de reformas políticas podría acabar por hacer imposible la adaptabilidad del partido-Estado, mientras que los cambios generacionales y sociales en marcha a largo plazo alimentarán reivindicaciones difíciles de contener, todo ello en un contexto en el que la ideología y la fraseología comunistas aparecerán más desfasadas que en la actualidad.
¿Podría ser la salida un régimen democrático? Después de todo, recuerda Cabestan en su libro, las ideas liberales y democráticas influyeron mucho en las élites republicanas entre 1911 y la Segunda Guerra Mundial, y la democratización tardía de Taiwán (a donde huyó el Kuomintang derrotado por el PCCh) es una consecuencia tangible. Sin embargo, el mismo investigador es muy escéptico en cuanto a la probabilidad de un camino similar.
Es cierto que mientras tanto China continental ha seguido un camino diferente, que actualmente hace improbable una transición ordenada hacia una democracia conducida desde la cúspide. El PCCh querría seguir siendo el organizador supremodel país y no ceder nada a las potencias occidentales. Cualquier transición tiene pues el riesgo de ser violenta y, según Cabestan, muchos factores tienen el riesgo de desembocar en “un régimen todavía ampliamente autoritario, elitista, paternalista e imperial”: “el tamaño de la población y del territorio, el foso entre los habitantes urbanos y los rurales, la inmensidad de las necesidades a satisfacer, el envejecimiento de la población, la profunda tradición burocrática y los valores políticos todavía dominantes del cuerpo social”.
Por su parte, Sebastien Hellmann tampoco es optimista. Por las razones ya evocadas, pero también por lo que se sabe de las pasadas experiencias, considera que “la transición de una dictadura de partido único a un Estado constitucional [difícilmente podría] ser realizada sin un hundimiento temporal del orden político y social”. Después de las variaciones alrededor del actual equilibrio autoritario, pero previo a un régimen democrático, los escenarios más probables, según sus colegas, serían los de un estallido caótico de la dominación política, con consecuencias imprevisibles en términos de acción pública y exterior; o el de una evolución ultrapersonalizada, securitaria y nacionalista, con un hombre fuerte a lo Putin apoyado en redes oligárquicas informales.
Sería irónico que el otro 1989, el del aplastamiento sanguinario de Tiananmén, más que la caída liberatoria del Muro, conduzca a un resultado semejante al régimen de la Rusia contemporánea. Sin embargo, estamos en un terreno altamente especulativo, que es preferible abandonar para retener, en lo que concierne a los pasados treinta años, la profunda originalidad, adaptabilidad y resiliencia del modo de desarrollo y de dominación política dirigido por las élites comunistas chinas.
(Tomado de Mediapart)