Ucrania: guerra civil interfascista (2014-2015)

por Francisco Veiga

El conflicto ucraniano comenzó a partir del ya conocido esquema de las revoluciones de colores, previamente ensayado en la misma república con la Revolución naranja de 2004. Grandes movilizaciones populares, ocupación de un espacio público bien conocido —en este caso la Plaza de la Independencia («Maidán Nezalézhnosti», siendo «plaza» el significado de maidán en ucraniano) y permanencia de la protesta durante tiempo. Pero en esta ocasión se añadían dos factores novedosos: el recurso a la fuerza y la violencia en forma de desafío permanente a la policía, algo que no se había vivido durante la Revolución naranja de 2004, en clave pacífica; y el destacado protagonismo de grupos de ultraderecha ucraniana en ese pulso, desde Svoboda al Partido Social-Nacional y, sobre todo, Pravi Sektor, el Sector de Derechas.

Como había sucedido previamente en las revoluciones de colores las potencias occidentales apenas se molestaron en disimular que apoyaban descaradamente a los insurrectos. Catherine Ashton, la Alta Representante de la UE para Asuntos Exteriores, se personó en Kiev y se dio un baño de masas entre los contestatarios. Todavía más allá fue Victoria Nuland, la vicepresidente de Estado de Estados Unidos, que junto con el embajador Geoffrey R. Pyatt distribuyeron ayudas simbólicas entre los acampados en la plaza. No quedaba duda de que estaban manipulando a su favor al movimiento del Maidán. Una vez que hubo triunfado, consiguiendo el exilio del presidente Viktor Yanukovich, el 22 de febrero de 2014, Nuland contribuyó a que Arseni Yatseniuk, del partido Batkivshchina (Unión de todos los ucranianos, Patria) se convirtiera en el nuevo primer ministro. «Yats» era el hombre de los americanos en Kiev y Nuland no tuvo ambages en mover a su pieza a costa de quien fuera, incluso de sus aliados. En una conversación telefónica interceptada (presumiblemente por los rusos) y filtrada a la prensa internacional, Victoria Nuland no le dejaba dudas al embajador Pyatt: si la opción no le gustaba a los aliados europeos, «Fuck the EU!». 

Cierto es que los occidentales no apoyaban directamente a los partidos de la ultraderecha ucraniana, limitándose más bien a los democráticos. Pero tampoco les hacían ascos, y lo cierto es que desde las guerras de secesión yugoslavas se habían acostumbrado a mantener un doble rasero cada vez más artificioso, por el cual atacaban a su adversario estratégico acusándolo de fomentar el totalitarismo o el fascismo, mirando para otro lado cuando sus propios aliados demostraban esas mismas tendencias. En Ucrania sucedió exactamente eso. Los medios occidentales pasaron semanas sin admitir claramente que en el Maidán estaban actuando grupos de ultraderecha y neonazis, armados, organizados como fuerzas paramilitares y muy violentos. Siempre se ponía el acento en la imagen edulcorada del Euromaidan, esto es, la juventud ucraniana luchando en la calle por la integración en la UE democrática. Y cuando no había más remedio que admitir la presencia destacada de ultras en el Maidan, se le intentaba quitar hierro argumentando que su peso electoral era escaso frente al conjunto de los partidos democráticos. 

Sin embargo, la guerra del Donbass, que estalló en marzo, demostró la falacia de ese planteamiento. La presencia del neofascismo en los sistemas políticos suele medirse por el impacto de sus acciones, por el «ruido», más que por su número real de seguidores o sus escaños en los parlamentos; en parte porque los mismos neofascistas puede que desdeñen el juego parlamentario, pero también porque inicialmente suelen considerarse una «vanguardia consciente». Además de ello, el peso real de la ultraderecha en Ucrania no sólo se debía medir por los escaños que ocupaba en la Rada, sino también por ser, al menos inicialmente, la columna vertebral de la guerra civil a partir de las unidades de combate que integraba; y también, y no era un asunto menor, por ser las fuerzas subvencionadas por algunos oligarcas. 

El núcleo de la cuestión consistía en que las fuerzas regulares del Ejército ucraniano no estaban preparadas para combatir en una guerra civil o enfrentarse contra unidades entrenadas en Rusia o comandadas por oficiales procedentes de ese país. La formación de los mandos ucranianos y de los combatientes profesionales se había completado en Rusia, o bajo doctrina militar rusa, en colaboración con colegas rusos. En el caso de los mandos superiores, las relaciones eran todavía más antiguas, de los tiempos de la Unión Soviética. Por lo tanto, las tropas regulares se mostraron reticentes o poco capacitadas para combatir eficazmente en el territorio del Donbass; todo ello se tradujo en reveses militares desde las primeras semanas del conflicto, a mediados del mes de abril. Hubo que poner en pie de guerra a nuevas fuerzas paramilitares y, por lo tanto, fuertemente ideologizadas y adecuadas para la guerra civil; o unidades mercenarias dispuestas a obedecer cualquier orden por dura o inhumana que fuera. En ambos casos, al menos al principio, no contaba tanto la formación militar pura y dura como la disposición belicosa contra el enemigo. 

Este fenómeno era una repetición bastante ajustada, aunque a mayor escala, de lo ya vivido durante las guerras de secesión yugoslavas donde, ante la incapacidad del Ejército federal para desempeñarse en operaciones de conflicto civil, se recurrió a formar milicias políticamente motivadas, utilizar a fuerzas de policía en combate, contratar a mercenarios e incluso aprovechar puntualmente redes delincuenciales. De hecho, durante la guerra de Bosnia el Ejército Popular Yugoslavo terminó por desintegrarse, no sólo porque la Federación hubiera dejado de existir, sino por su incapacidad para imponerse en las fases iniciales de las cadenas de conflictos, víctima de su composición plurinacional y de la doctrina sobre la que había sido construido, destinada a repeler a un invasor extranjero, y no a operar contra la propia ciudadanía. 

En Ucrania, en 2014, durante la primera ofensiva lanzada por el gobierno de Kiev para recuperar manu militari la base aérea de Kramatorsk y la localidad estratégica de Sloviansk, en el óblast de Donetsk, ya se produjo el primer fracaso. De la misma manera que el Ejército Popular Yugoslavo fracasó en Eslovenia o ante Vukovar, en el verano y aislada por una manifestación pacífica de ciudadanos rebeldes a Kiev que expulsaron las fuerzas del aeropuerto de Kramatorsk, y seis transportes de tropas blindados, con sus respectivas tripulaciones, terminaron en manos de los pro-rusos. El presidente interino de Ucrania, Oleksandr Turchínov, furioso, llegó a pedir la disolución de la unidad. 

Cabe considerar que ya en esos primeros enfrentamientos intervinieron grupos armados de paramilitares dependientes de partidos ultras, y muy en especial combatientes de Pravi Sektor (Sector de Derechas). No tardaron en sumarse milicias de otros partidos de ultraderecha, dando lugar a fuerzas muy claramente identificables por su ideología —en ocasiones claramente neonazi— que solían estar costeadas por conocidos oligarcas ucranianos. Las unidades más conocidas fueron el Batallón Azov, el Batallón Donbass y el Cuerpo de Voluntarios Ucranianos, ampliado desde la primera unidad de combatientes de Pravi Sektor y que llegó a integrar a varios batallones; también los batallones Dnipro, Sich, «Kiev-2», el de la OUN, el de la UNSO (brazo armado de la Asamblea Nacional Ucraniana, UNA), el Sokol; todos ellos fueron organizados, integrados o mandados, total o parcialmente por personal de la ultraderecha ucraniana procedente de partidos o formaciones ultranacionalistas y neofascistas bien visibles y conocidas: Pravi Sektor, Svoboda (antiguo Partido SocialNacional), C14 y UNA-UNSO. 

La mayor parte de estas unidades terminaron siendo integradas en la Guardia Nacional, dependiente a su vez del Ministerio del Interior, aunque no todas se mostraron tan dóciles. Con el tiempo, por otra parte, tanto las autoridades ucranianas como los medios de comunicación del país, así como los grandes medios occidentales, tendieron a minusvalorar de forma interesada la importancia de estas fuerzas en la línea de fuego o en labores de control y seguridad en retaguardia, muy lejos del Donbass. Se argumentaba que el peso de las operaciones las había llevado el Ejército regular o las fuerzas policiales dependientes de Interior. Enunciada de forma genérica esa afirmación es discutible, dado que algunas unidades, como el Batallón Azov, estuvieron implicadas en acciones y batallas destacadas (intento de asalto a la ciudad de Donetsk, en agosto; segunda batalla de Mariupol, septiembre), fueron incrementadas en su entidad (el Azov pasó de batallón a regimiento) y terminaron recibiendo armamento pesado, como carros de combate o artillería. En paralelo a ello, algunas de estas unidades, debido precisamente a su vinculación directa con determinados partidos políticos, resistieron con éxito su integración en el Ejército regular ucraniano, en el organigrama del Ministerio del Interior o incluso en la Guardia Nacional. En algunos casos se produjeron curiosas situaciones de coexistencia entre la inclusión de algunas de esas unidades en las fuerzas armadas regulares y su financiación parcial o total por parte del capital privado a través de oligarcas o incluso de donantes opacos. 

Pero, sobre todo, el fenómeno de las unidades paramilitares de ultraderecha en la guerra del Donbass tuvo importantes repercusiones internacionales. Su adscripción a la ultraderecha o al neonazismo era más que evidente en algunos casos, como el del mencionado Batallón Azov, vinculado ideológicamente a la Asamblea Social-Nacional, y a la organización Patriotas de Ucrania, cuyo símbolo distintivo era la runa Wolfsangel, ampliamente utilizada en la imaginería nazi. Esa misma runa era el distintivo del Batallón/Regimiento Azov y era profusamente exhibida en los uniformes de la tropa. Su primer líder y fundador fue Andriy Biletsky, notorio agitador ultranacionalista en los orígenes y dirección de diversos grupos neofascistas ucranianos en su ciudad natal de Jarkiv, y más tarde en el núcleo directivo de Patriota de Ucrania y la Asamblea Social-Nacional a escala de todo el país y vinculado a la fundación de Pravi Sektor. Precisamente, de este último partido, fundado en la explosión de las protestas del Maidán (noviembre de 2013) surgió una de las unidades de combate de la ultraderecha ucraniana más señaladas internacionalmente: el Cuerpo de Voluntarios Ucranianos, coloquialmente asimilados como las tropas de Pravi Sektor. Definido habitualmente como una confederación de organizaciones paramilitares nacionalistas, fue claramente concebido como una fuerza de combate callejera de la ultraderecha neofascista ucraniana; y para sus miembros, una «estructura revolucionaria». Tanto es así que, según los momentos, integraba a formaciones que militaban en otras coaliciones o entraban y salían. Así que en el día de su fundación, Pravi Sektor agrupaba a la formación Tryzub (Tridente), Asamblea Nacional Ucraniana-Autodefensa Nacional Ucraniana (UNA-UNSO), Asamblea Social-Nacional Patriota de Ucrania, Martillo Blanco y Sich Cárpata. Su líder, Dmytro Yarosh, lo fue también del Cuerpo de Voluntarios Ucranianos; en la prensa occidental ha sido repetidamente calificado de ultraderechista o neofascista. 

Los partidos ultras y sus respectivas formaciones de combate fueron motivo de enorme excitación entre los partidos de la ultraderecha y neofascista europeas. Sobre todo algunas unidades favorecieron el reclutamiento de voluntarios internacionales, como fue el caso del Batallón Azov. Esto es, militantes neofascistas y neonazis procedentes de aquellos países en los cuales existían previamente importantes núcleos de ultraderecha o neofascistas: Francia, Gran Bretaña e Irlanda, Alemania, Italia, España, Grecia, Escandinavia y dentro de esa zona, Suecia en especial; también, por supuesto, acudieron algunos voluntarios de América en general y Estados Unidos en particular. Pero no sólo debemos considerar la intervención directa a partir de un número más o menos amplio de voluntarios que acudieron a Ucrania a tomar las armas, también es importante, en sentido contrario, considerar el impacto de este vendaval en Europa occidental.

Esta repercusión internacional generó a su vez dos tipos de reacciones, concatenadas. En primer lugar, un debate importante en el seno de los sectores más radicales afines al neofascismo y neonazismo europeo y americano, en torno a las nuevas corrientes que había generado la guerra de Ucrania y sus padrinazgos. Es de resaltar que algunos debates saltaron incluso a Stormfront, la página principal del neonazismo estadounidense, aunque en muchos casos esas líneas de debate fueron posteriormente borradas, incluso a los pocos días de publicarse. 

En esencia, para los grupos más «históricos» o anclados en las ideas tradicionales, estaba surgiendo una nueva tendencia, sustancialmente diferente y sospechosa de ser el resultado de una mera manipulación a gran escala137. En efecto, si bien parecía darse la oportunidad de erigir el primer Estado «verdaderamente nacionalista desde 1945» en Ucrania, las fuerzas «hermanas» que luchaban allí parecían ser, en muchos casos, títeres de los gobiernos occidentales —interesados en una mera expansión imperialista—, peones de la OTAN o, en el peor de los casos, todo ello y además agentes del ZOG, el malévolo Zionist Occupation Government o Gobierno de Ocupación Sionista, esto es, la vieja teoría antisemita del supuesto gobierno judío en la sombra. 

En tal sentido, el gran riesgo de ir a combatir a Ucrania consistía en que al final «los blancos fueran a matar blancos» o que los ucranianos ocuparan territorio ruso. La página del Traditionalist Youth Network declaró que el conflicto ucraniano era «ideológicamente ambiguo». Otra web, la de Aryanism.net, apoyaba al Pravi Sektor, pero a la vez proclamaba que «los auténticos nacionalsocialistas no colaboran con un régimen tan corrupto como el de Estados Unidos, que apoya a Israel y está controlado por judíos, y no acepta ser utilizado como un peón geopolítico». Mientras, en Radix (nueva denominación del antiguo Alternative Right.com) se argumentaba incluso en contra de Pravi Sektor, considerado insuficientemente fascista, dado que parecía estar más dedicado a defender un tipo determinado de «nacionalismo cívico en el cual el interés por preservar el estado era más importante que el de preservar la propia raza o incluso el propio grupo étnico».

Los recelos de grupos de la ultraderecha y el neofascismo internacional contra sus camaradas ucranianos tenían cierta responsabilidad en la paradójica situación resultante de que la segunda fortuna de Ucrania fuera el oligarca judío Igor Kolomoisky —con triple nacionalidad: ucraniana, chipriota e israelí—, que además era gobernador del estratégico óblast de Dnipropetrovsk. Aparte de poseer una enorme fortuna basada en negocios variados —desde banca a metal, petróleo y medios de comunicación—, «Benya» Kolomoisky era presidente de la Comunidad Judía Unida de Ucrania; y más allá, en 2010 había sido nombrado presidente del Consejo Europeo de Comunidades Judías. Precisamente, este éxito fue conseguido mediante maniobras poco claras, que en su día incluso fueron denunciadas desde Israel. La anécdota evidenciaba que Kolomoisky gustaba de los golpes de fuerza cuando consideraba que eran necesarios para ampliar o asentar su poder, y que ya tenía cierta experiencia en el manejo de grupos de presión para descabalgar a sus rivales en los negocios. De ahí que no suene tan extraña su iniciativa de financiar algunas unidades paramilitares en la guerra del Donbass y más en particular el Regimiemto Dnipro-1. 

Aunque no se puede decir que esta unidad estuviera catalogada como políticamente ultra, sí es cierto que junto con otras (Batallones Donbass y Aidar), hizo lo que pudo para evitar la entrega de ayuda internacional a la población civil prorusa del Donbass, por ejemplo. La actitud de Kolomoisky era coherente con la «unión sagrada» de todas las fuerzas vivas ucranianas contra el alzamiento pro-ruso en el Donbass, lo que tampoco era incompatible con la defensa de sus propios intereses y negocios armas en mano, recurso al que también acudían otros oligarcas en la Ucrania de esos días De otra parte, también es innegable que Israel se inmiscuyó directamente en algunos aspectos de la guerra del Donbass. Lo cual incluía, por ejemplo, la evacuación y atención hospitalaria en sus propios centros, en territorio israelí. Inicialmente fueron acogidos ucranianos de origen judío heridos en las protestas del Maidán, aunque más adelante esa ayuda se hizo extensiva a combatientes de la guerra en el Donbass, incluyendo ocasionales bajas de las unidades afines a Pravi Sektor. 

Todo ello no era incompatible con al trayecto político de parte de la ultraderecha y el neofascismo euroamericanos, que ya desde los años setenta habían ido desarrollando un sentimiento de admiración hacia Israel, que se agudizaría conforme el terrorismo musulmán y el problema de los refugiados procedentes de MENA dieran lugar a un antiislamismo que fue desbancando al antisemitismo del imaginario neofascista.

En cualquier caso, la propaganda oficial rusa hizo sangre durante meses denunciando, primero, el auge de los neonazis en las filas ucranianas, con el respaldo de Occidente; y además, señalado muchas veces por la propia ultraderecha rusa, apuntando a la connivencia israelí o judía en general. Esta iniciativa tenía un efecto particularmente pernicioso sobre las cancillerías y medios de comunicación de las potencias occidentales, puesto que por un lado ponían de relieve que estaban apoyando cínicamente a fuerzas de la ultraderecha e incluso del neonazismo. Pero de otra parte, dejaban en evidencia que esa maniobra era tan falaz como ineficaz.

Con todo y ello, en Ucrania morían combatientes tatuados con la cruz gamada o que ostentaban runas germánicas en sus uniformes. La ultraderecha de ese país no ocultaba sus actos de homenaje a las unidades de las Waffen SS durante la Segunda Guerra Mundial, y más especialmente a la 14 División «Galizische nr. 1», integrada por ucranianos, mayormente galitzianos; o a los antiguos partisanos de la UPA (Українська Повстанська Армія) o Ejército Insurgente Ucraniano. En ambos casos se trataba de fuerzas colaboracionistas con el Tercer Reich que habían provocado la muerte de miles de polacos y judíos en letales operaciones de limpieza étnica. De otra parte, los voluntarios internacionales que acudían a las filas de las milicias ultranacionalistas y neonazis ucranianas lo hacían convencidos de que luchaban contra el criptocomunismo ruso que buscaba invadir Occidente. Ello supuso que en torno a un centenar de voluntarios rusos, procedentes de Rusia, se integró en las filas ucranianas, en unidades de ideología ultra, bien con Pravi Sektor en el Batallón Donbass o en Batallón/Regimiento Azov.

Más aún: desde el bando ruso se abonó la imagen de que apoyar la insurgencia del Donetsk era combatir al fascismo, un ambiente de retorno a los tiempos de la Guerra Fría, cuando Moscú denunciaba que la OTAN no tendría inconveniente en respaldar la resurrección de la Alemania nazi para lanzarla contra la Unión Soviética. En consecuencia, el bando de los pro-rusos acogió también voluntarios extranjeros dispuestos a luchar contra los ucranianos. Ahora bien, si parte de ellos lo hacían como izquierdistas dispuestos a combatir el fascismo, otros se enrolaron desde la opción ultraderechista, que también estaba abundantemente representada entre los pro-rusos. En efecto, las fuerzas insurgentes en el Donetsk no eran sino un caldo de la alianza rojo-parda surgida de la desintegración de la Unión Soviética veintitrés años antes. Esto llegaba a tal extremo que algunas unidades acogían indistintamente, sin que fuera fácil discernirlo, a nostálgicos de la era soviética con otros que lo eran del zarismo, neonazis, neofascistas, ultranacionalistas de todo tipo.

Por definición, la inmensa mayoría de los voluntarios prorusos del Donetsk eran nacionalistas, bien de esa misma región, cosacos de la hueste del Don, así como instructores y oficiales procedentes de las fuerzas armadas y de seguridad de Rusia, que se habían ofrecido para organizar las unidades insurgentes. Diversos partidos y movimientos rusos organizaron todo un entramado administrativo y logístico. Por supuesto, hubo motivaciones sociales para el levantamiento y hasta una unidad de combate integrada por mineros y metalúrgicos, la División de Mineros (julio de 2014); y previamente había sido formado el Batallón Kalmius, también de mineros. Pero aun así, la unidad exhibía distintivos nacionalistas, nada de hoces y martillos o estrellas rojas. Quizá la excepción más llamativa era la denominada Unidad #404, de comunistas internacionalistas. A todo ello se añadían las unidades compuestas por nacionalidades del espacio exsoviético, aliadas de los rusos: armenios, abjasos, osetios, bielorrusos y chechenos afines al régimen de Kadírov. Por último, se contaban las unidades explícitamente neofascistas o ultranacionalistas, rusas o conectadas con movimientos afines en el extranjero: las integradas por militantes del partido Unidad Nacional Rusa, la compañía de operaciones especiales Rusich, el Batallón Svarog, el Ejército Ortodoxo Ruso, Amanecer Ortodoxo (búlgaros), Legión de San Stefan (húngaros, mayormente ligados a Jobbik), el Destacamento Jovan Šević (chetniks serbios), los eurasianistas internacionalistas (básicamente franceses) de Unidad Continental, y los nacional-bolcheviques del Batallón Zarya, miembros del partido La Otra Rusia. 

Es evidente que la entrada en escena del ultranacionalismo ruso descolocó a los partidos afines en Europa, que si bien inicialmente pudieron sentir simpatía por los grupos que se habían alzado en el Maidán contra Yanukovich, al que se veía como un autócrata títere de Putin, cambiaron de opinión conforme fueron haciendo suya la interpretación de que los camaradas ucranianos, o estaban equivocados o se habían convertido en peones de la Unión Europea y la OTAN. 

Hay muchos posibles ejemplos de ello, entre otros el caso de Roberto Fiore, líder de la italiana Forza Nuova, ultracatólica y neofascista, que había mantenido lazos de amistad con los ultras ucranianos desde mediados de la década del 2000. En 2013, en vísperas del Maidán, aparecían en la foto sólidamente aliados con el partido ultranacionalista y neonazi Svoboda de Oleh Tiagnibok. Sin embargo, cuando comenzó la guerra en el Donbass, Fiore cambió de bando y se acercó a la ultraderecha rusa a través de Alexey Komov, por entonces embajador ruso en la ONU como presidente del Congreso Mundial de las Familias, miembro de la junta directiva de CitizenGo y portavoz del Patriarca de Moscú. Volkov, a su vez, mantenía contactos con Matteo Salvini y la Liga Norte, y hasta había ayudado a construir la asociación cultural Lombardía-Rusia con apoyo del oligarca Konstantin Maloféyev, hombre clave en el tejido de alianzas con la ultraderecha europea y también en el apoyo financiero a los rebeldes del Donbass. De esa forma, a raíz de la guerra en el Este de Ucrania, comenzaron a hacerse evidentes las amplias tramas que unían al conservadurismo y la ultraderecha rusos con toda una serie de socios y aliados en Europa occidental y América. 

En todo caso, el viraje de Roberto Fiore obedecía al temor de que Ucrania cayera en manos de los lobbies anticristianos y masónicos de la EU, la OTAN y Estados Unidos, lo que expresó en una carta abierta a Oleg Tiahnybok. Este ejemplo, protagonizado por un líder neofascista muy activo y relacionado en los ámbitos ultraderechistas europeos ilustra muy bien los límites de una muy extendida falacia: aquella según la cual la ultraderecha y el fascismo tienden a organizar un frente común contra la izquierda o la democracia. Por el contrario, la historia nos muestra que los enfrentamientos entre los mismos ultras y entre regímenes fascistas han sido frecuentes, sobre todo en el Este de Europa, siendo precisamente la guerra del Donbass una buena muestra de ello, pero no la única. 

El descubrimiento de que Alexei Navalny, el más potente y activo opositor a Putin, tenaz denunciante de la corrupción en las altas esferas del poder, era de hecho un natsdem, fue algo que desconcertó a sus valedores occidentales. El apócope define a los nacional-demócratas, nacionalistas que defienden la necesidad de alianzas con Occidente, lo cual no implica que, como Navalny, no puedan tener actitudes xenófobas y antiinmigración, lo cual los convierte a priori en posfascistas. Sin embargo, los natsdems abarcan una amplia variedad de tendencias nacionalistas, desde las más liberales —en las que podría haber cabido un Boris Yeltsin, por ejemplo— a las más radicales y hasta neofascistas, como es el caso de Aleksander Belov, el líder del DPNI (Движение против нелегальной иммиграции) o Movimiento contra la Inmigración Ilegal, entre 2008 y 2010. No hay nada de contradictorio en abogar por una gran alianza ruso-europea y hasta americana en defensa del «hombre blanco» contra el «hombre de color», por ejemplo. Navalny, que había comenzado su carrera política en Yábloko (de 2000 a 2007), no tardó en fundar un Movimiento de Liberación Nacional Ruso y aglutinar apoyo social entre una clase media rusa nacionalista que no comulgaba con Putin pero que tampoco se veía en el papel de apoyar a Limonov para oponerse al nuevo caudillo ruso. Populismo, personalismo, oportunismo, hicieron de Navalny un alter ego de Putin, enfrentado a él desde la posición de un nacionalista purificador, pero nacionalista al fin y al cabo, aunque fuera en la línea europea del Frente Nacional francés o del Partido Popular Suizo; o en la de un Trump, pidiendo un control más estricto de las fronteras rusas en Asia Central contra la inmigración ilegal y defendiendo el coraje de los estadounidenses en el mantenimiento y reforzamiento de su frontera con México. Es decir, un Navalny que se sentía afín a unos políticos que son los que su enemigo Putin apoya activamente o, cuanto menos, simpatiza ideológicamente.

(Fragmento del capítulo 7.- “Fascismo antifascista” del libro de Carlos Veiga, Steven Forti y otros, “Patriotas indignados” (Alianza editorial, 2019).

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