por Luis Cadenas Borges //
Han transcurrido 47 después del sacrificio más grande (y polémico) hecho nunca por un escritor, el harakiri de Yukio Mishima como símbolo de un mundo que agonizaba y no volvería.
Terminar una vida de talento e ideología militante emulando a los antiguos samuráis y sacrificar su vida y la de otros en un gesto político, cultural y psicológico ejemplarizante. Eso fue lo que hizo Yukio Mishima cuando el 25 de noviembre de 1970 se abrió en canal en la primera fase de un ritual que culmina cuando un camarada decapita de un solo golpe de espada la cabeza del sacrificado. No tuvo suerte: después de varios intentos de su asistente tuvo que ser su amigo Hiroyasu Koga el que terminara el ritual que iba a ser un gesto estremecedor para Japón y la literatura nipona. Un suceso difícil de entender para un occidental (pero con un sentido completo para la cultura japonesa y para él, educado en la doctrina samurái por su abuela) hubo una entrevista con el crítico literario Takashi Furubayashi, uno de sus más acérrimos rivales, de formación marxista y que veía en Mishima lo mismo que veríamos hoy: un ultranacionalista japonés de mente atribulada y psicología retorcida. El libro también incluye otra entrevista con Hideo Kobayashi, nacionalista como él y fascinado por su literatura. Para Occidente un elemento peligroso, para Japón un símbolo muy incómodo. Para todos un escritor sobresaliente e hiperactivo.
Los japoneses tienen dos formas de discutir: formalmente, sin levantar la voz, con turnos, con una educación que dejaría a un par de caballeros ingleses como auténticos paletos de pueblo; la otra forma es con katanas y la cabeza del contrario como recompensa. Mishima y Furubayashi optaron por la primera opción, y la conversación fue la última del escritor más controvertido que haya tenido Japón, admirado por su talento con tanta pasión como apestado por sus posiciones políticas, como un ave fénix de un mundo que en realidad ya estaba muerto mucho antes de que él naciera a finales de los años 20. Concretamente en 1868, cuando dio comienzo la Era Meiji y Japón pasó de nación aislada y anclada en el pasado a potencia industrial. Una de las frases del libro es más que esclarecedora: “Me hallo al borde del momento de mi vida en que todas las patas de la mesa han desaparecido […]. Estoy agotado”. Era un aviso del abismo que se abría bajo sus pies. Su vida y sus ideas necesitaban de una experiencia real para poder sustentarse. Casi podría decirse que Mishima se suicidó públicamente para dar fe de toda una estética literaria e ideológica. No había, desde su punto de vista, más opción que terminar con un gran estallido coherente con su forma de ver el mundo.
Mishima nunca encajó. Era un renuente en un Japón de posguerra al que se le habían caído todos los mitos posibles: el Emperador (Tenno), la inviolabilidad de las islas japonesas, el trauma del ataque atómico, el abandono paulatino de las viejas formas en medio de un desarrollismo tecnológico que hoy es bandera nacional pero que entonces era una novedad… Mishima era un poeta y esteta tradicionalista que no soportaba ver cómo su mundo idealista y simbólico se venía abajo. El suicidio fue efectivo: todo Japón quedó consternado por aquel brote violento tan fuera de tiempo. De hecho Mishima se convirtió en un símbolo de los nuevos nacionalistas nipones, que poco a poco desde los años 70 fueron abriéndose camino hasta ser hoy una opción real de gobierno.
En sus libros ya se adivinaba la llegada de ese final: era como un círculo que se cerraba. Algunos lo entendieron, otros lo predijeron, la mayoría descolgó la mandíbula de asombro porque en aquella sociedad aquello era equivalente a que hoy dos personas se batieran en duelo a florete en un descampado con padrinos de testigos. Por si quedara poco le dijo a Furubayashi el aviso definitivo: “A mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es desgarrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que, como artista que soy, debo tomar una decisión”. En el libro de Alianza queda claro la divergencia entre los dos hombres, que representan cada uno dos imágenes de Japón: el antiguo y el nuevo, el militarista y el pacifista, el monárquico y el democrático, el pesimista y el optimista. Mishima era un corolario en sí mismo: consideraba la democracia un sistema propio de “afeminados” y las políticas sociales un síntoma de debilidad. Era un excéntrico incluso entre los suyos, que lo veían como un elemento incontrolable. Su final fue quizás el único y auténtico acto de coherencia. Curiosamente horas antes había entregado a su editor un último texto. Autor hasta el final.
Vida, educación y muerte ritual de un escritor fuera de lo común
El pasado 12 de enero hubiera cumplido 93 años (nacido en 1925). De seguir vivo Yukio Mishima sería un escritor reverenciado, mitificado, aupado desde Occidente por intelectuales y marginales de ultraderecha a partes iguales. Un ser, una contradicción continua. Tardó un año en planificar el asalto a un cuartel militar y suicidarse. Quizás el más grande de los escritores japoneses del siglo XX, dotado de un fino olfato literario en el que sumaba a su calidad estilística (densa, profunda, agobiante en lo espiritual) la capacidad para plantearlo todo psicológicamente. La editorial Alianza acaba de sumar más madera a su mito con la publicación de siete relatos inéditos agrupados bajo el título de ‘Los sables’. Una buena razón para rememorar a un hombre profundamente complejo cuya deriva nacionalista tenga mucho que ver, quizás, con su contacto con Occidente.
Hijo del gran desarrollo industrial y nacional japonés anterior a la Segunda Guerra Mundial, Mishima arrancó a escribir a los doce años, y desde entonces no frenó: su legado abarca novelas (cerca de 40), obras de teatro (18), varios libros de relatos (un total de veinte con decenas de cuentos) y multitud de ensayos (otra veintena). Pero sólo algunos tienen la capacidad de ser auténticas obras de Mishima, que supo sacar partida y tajada de su obra antes del final ansiado y soñado. Porque lo primero que hay que saber de Mishima, aparte de su talento, es que planeó y deseó su suicidio ritual (seppuku) durante años. Lo segundo, que su nacionalismo exacerbado y de corte fascista (a ojos de un occidental) guió muchos de sus pasos políticos, como la fundación del Tatenokai (Hermandad del Escudo), grupo cerrado que fue su brazo ejecutor en el suicidio y en sus asuntos públicos.
Su obra cumbre fue póstuma, la tetralogía ‘El mar de la fertilidad’, cerrada con el manuscrito ‘La corrupción del ángel’ que entregó en mano a su editor el mismo día del suicidio. Las cuatro obras son un resumen de su rechazo a la sociedad japonesa de posguerra, a la que considera corrompida, sin espíritu, alejada del camino tradicional que la hizo gloriosa. Su obra es una reacción frontal y directa contra un país que (según él) se abría a lo malo de la modernidad y dejaba atrás los valores milenarios del viejo Japón. El origen de esta filosofía podría estar en su infancia, vinculada a Natsu, su abuela, que lo separó de su familia para educarle como a un samurái, ya que ella pertenecía a esa casta desde mucho tiempo atrás.
No hay que olvidar que durante la era Meiji (iniciada en 1868) el trono imperial y el gobierno japonés de entonces decidió occidentalizar su economía, política y fuerzas militares para hacer frente a Occidente. Y las víctimas propiciatorias de aquello fueron las entidades más tradicionales, como los samurái, aplastados por el Ejército. Además de ese espíritu violento y fanático del bushido (el camino del guerrero) japonés, la abuela Katsu le inculcó el amor por el teatro clásico nipón (el kibuki) y la literatura francesa y alemana. Podríamos hacer muchas cábalas de cómo una anciana japonesa llego a devorar a Rilke, pero lo fundamental es que ella inoculó la fascinación por las letras europeas al pequeño Yukio.
La mayor parte de los lectores occidentales le vinculan con esa muerte escenificada, pero también con un libro que es como un fascinante dolor de muelas, ‘El pabellón dorado’, la historia de un monje budista que decide prender fuego a un templo dorado porque su belleza le resulta insoportable; ‘Confesiones de una máscara’ también es un buen ejemplo de lo que era Mishima: la historia de un joven de homosexualidad más que velada que decide esconderse tras una máscara para encajar en la sociedad. Ambas obras están escritas con un temple y mimo a las palabras y a la densidad del lenguaje que echará para atrás a muchos, pero cuya capacidad psicológica es inmensa. Un grandísimo escritor más allá de neurosis e ideologías. Un buen proyecto de lectura.
La muerte como ansia y deseo
Una mentira a los médicos durante su reclutamiento en los años 40, en plena Segunda Guerra Mundial, le valió quedar incapacitado por una falsa tuberculosis (gripe en realidad). El sentimiento de culpa fue enorme, perdió la oportunidad de morir por el Tenno (el Emperador), máxima gloria de alguien como él. Esto generó una personalidad llena de amargura y ansia de gloria bélica, que luego se tradujo en su deriva fanática de la filosofía del bushido. De esa fascinación surgió la idea del suicidio ritual como denuncia de la podredumbre moral de Japón; su muerte ritualizada en el seppuku (que incluye el harakiri) ante los medios de comunicación iba a ser su tributo final, su ajuste de cuentas con su vida. Incluso lo anticipó: él mismo realizó un cortometraje (‘Yokoku’) en el que escenificaba e interpretaba este final ante el público. El 25 de noviembre de 1970 él y el resto de miembros de su grupo nacionalista (Tatenokai) fueron a un cuartel del Ejército, el cual ocuparon armados. Desde lo alto de una terraza lanzó un discurso a la tropa que fue fotografiado y grabado. A continuación fue al despacho del general del cuartel para el suicidio. Su asistente intentó decapitarlo hasta tres veces sin éxito y fue su amigo Hiroyasu Koga quien terminó el ritual.
BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA
Confesiones de una máscara (Kamen no kokuhaku) – 1948
Sed de amor (Ai no Kawaki) – 1950
Los años verdes (Ai no jidai) – 1950
El color prohibido (Kinjiki) – 1954
El rumor del oleaje (Shiosai) – 1956
El pabellón de oro (Kinkakuji) – 1956
Después del banquete (Utage no ato) – 1960
El marino que perdió la gracia del mar (Gogo no eiko) – 1963
La Perla y otros cuentos (Shinju oyobi sonota no teiruzu) – 1966
El mar de la fertilidad (tetralogía) (Hojo no umi) – 1964-1970. (1) Nieve de primavera (Haru no yuki); (2) Caballos desbocados (Homba); (3) El templo del alba (Akatsuki no tera) y (4) La corrupción de un ángel, (Tennin gosui)
Música (Ongaku) – 1972
Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis (Hagakure Nyūmon)
(Tomado de El Corso)