por Mariano Díaz Barbosa
Cinco hombres de uniforme entran a la oficina del general. El que los conduce lleva una espada japonesa, una katana. El general los invita a sentarse. No hay el menor rastro de animosidad de uno hacia los otros, ni de sumisión de los otros al uno. El general, vestido de civil, observa la katana, y más allá de que está envainada, sabe, por haber sido oficial durante la Segunda Guerra (época en que los oficiales llegaron a arruinarse para conseguir una espada auténtica, forjada por los maestros de épocas anteriores), que la espada es un tesoro. Pregunta al que encabeza al grupo si puede verla. El hombre desenvaina la hoja y se la alcanza. Para comprobar la calidad del templado, el general acerca la espada a una fuente de luz. Hay algo fuera de lugar. La hoja no está limpia, le queda un resto del aceite que se usa para lubricarla. Pide un pañuelo. Es la señal que los cuatro acompañantes han esperado.