Cuento de Juan García Brun: «El orden de los bosques»

Estabas con un ajustado buzo brillante, con una diadema y tacos altos, espectando. Mi número como Gengis Kahn era el más importante esa noche. Ingresé entre aplausos, mientras te inclinabas extendiendo tus brazos y señalándome la mesa central del escenario. Mi magia era real. Los naipes flotaban, bajo los reflectores, electrizados por la maravillada sorpresa del público. 

En algún momento ya estabas sentada junto a mi, acompañando la aparición del as de picas, ayudando al público a apreciar el prodigio de aquellas cartas que vaciadas  por el encanto, habían perdido todo significado. Lo trascendente era su levitación. 

La luz y las sombras hacían brillar mi grueso abrigo negro de tipo militar.

El público, acomodado en un anfiteatro cubierto por una lona blanca, cuya estructura era de aluminio, seguía la función casi conteniendo la respiración. Las butacas a nuestra espalda estaban vacías y cubiertas por un telón oscuro con motivos estelares. De pie en un espacio vacío, en la escalera izquierda, un lobo negro vigilaba hierático el espectáculo. Aquella fiera no observaba ni los naipes, ni estaba allí en razón de la magia. Simplemente esperaba que la función terminara.

A un costado, también del lado izquierdo de la galería podía percibirse un cierto aroma marino, un leve chasquido  de aguas bajas y la popa de un breve bote que liviano, se mecía señalándome la vía de escape. Afuera las harpías bajo la luna devoraban a las aves nocturnas y toda expectativa. 

—Mi hijo tiene la tierra en sus manos— pensé, y busqué en mis bolsillos el arma.

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