Se conocieron en una jornada de capacitación laboral y desde entonces se quisieron. Mientras estuvieron en Tokio solían recorrer la zona de los parques imperiales en sus motos a toda velocidad. Sus buzos lustrosos eran negro y amarillo. Hablaban hasta la madrugada en estaciones de servicio, terminales de buses y alguna vez en un hotel. Reían, lloraban, fumaban dolientes en el frío y arrojaban piedras a los ferrocarriles nocturnos. Largas conversaciones telefónicas le hicieron suponer a Hiroshi que Nonoko vivía sola, pero no se atrevió a preguntarlo. Muchos días debieron soportar la falta de sueño en el inicio de ese otoño caluroso. Una vez se tomaron de la mano. Ambos vivían en cibercafés, una rareza nipona —bastante conocida— que permite a subempleados dormir reclinados frente a un monitor, comer en el lugar, ducharse y lavar su ropa.
Cuento
Cuento de Horacio Quiroga: «La gallina degollada»
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón. El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Cuento de Juan García Brun: «Cine Cervantes»
Llovía y yo iba al cine. Era una película italiana protagonizada por Ornella Muti. Iba mojado y frío. En la película no pasaba gran cosa, ella trabajaba en una oficina de modas y el jefe la acosaba o bien era su amante. Antes de los 15 minutos hay una escena de sexo contra una ventana y un escritorio. En la sala de cine se percibían muy pocas personas, todos hombres solos, mayores en general, fumando y avivando los escasos momentos eróticos de la película.
Cuento de Mircea Cartarescu: «El Ruletista»
Concede el consuelo de Israel
A uno que tiene ochenta años y no tiene mañana.
Transcribo aquí (¿para qué?) unos versos de Eliot. En cualquier caso, no como posible lema para uno de mis libros, porque yo no voy a escribir nada nunca más. Y si, a pesar de todo, escribo estas líneas, en absoluto las considero literatura. Ya he escrito suficiente literatura, durante sesenta años no he hecho otra cosa, pero permítaseme ahora, al final del final, un momento de lucidez: todo lo que he escrito después de los treinta años no ha sido más que una penosa impostura. Estoy harto de escribir sin la esperanza de poder superarme algún día, de poder saltar más allá de mi propia sombra. Es cierto que, hasta cierto punto, he sido honesto de la única manera en que puede serlo un artista, es decir, he querido contarlo todo sobre mí, absolutamente todo. Pero la ilusión ha sido más amarga si cabe, dado que la literatura no es el medio adecuado para decir algo real sobre uno mismo. Junto con las primeras líneas que despliegas en la página, en esa mano que sujeta la pluma, entra, como en un guante, una mano ajena, burlona, y tu imagen, reflejada en el espejo de las páginas, se escurre en todas direcciones como si fuera azogue, de tal manera que de sus burbujas deformadas cristalizan la Araña o el Gusano o el Fauno o el Unicornio o Dios, cuando de hecho tú solo querías hablar sobre ti. La literatura es teratología.
Cuento de Franz Kafka: «Ser infeliz»
Cuando ya eso se había vuelto insoportable -una vez al atardecer, en noviembre-, y yo me deslizaba sobre la estrecha alfombra de mi pieza como en una pista, estremecido por el aspecto de la calle iluminada me di vuelta otra vez, y en lo hondo de la pieza, en el fondo del espejo, encontré no obstante un nuevo objetivo, y grité, solamente por oír el grito al que nada responde y al que tampoco nada le sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto sube sin contrapeso y no puede cesar aunque enmudezca; entonces desde la pared se abrió la puerta hacia afuera así de rápido porque la prisa era, ciertamente, necesaria, e incluso vi los caballos de los coches abajo, en el pavimento, se levantaron como potros que, habiendo expuesto los cuellos, se hubiesen enfurecido en la batalla.
Cuento de China Miéville: «Buscando a Jake»
Ves al hombre que viene a hablar con los edificios. Los rodea, mirando hacia arriba desde las banquetas, desde los jardines de concreto, observando después los soportes que se sumergen en la tierra. Entra en los cuartos, golpetea las ventanas y menea los cristales que no encajan bien. Mete el dedo en los revoques, recorre los áticos. En los sótanos escucha los cimientos. Todo el tiempo susurra.
Cuento de Juan García Brun: «Las jaulas»
La calle está llena de jaulas adosadas contra el muro que separa de la quebrada. Unas jaulas de barrotes de acero, como de circo, negras y que comienzan a derruirse. Deben haber sido utilizadas para apresar a los enemigos en la última fase de la guerra. Esto me ha obligado a conducir con mucho cuidado para no rayar el auto y no hacer ruido, porque a esta hora de la madrugada, si bien ya hay gente esperando locomoción para llegar al trabajo —se trata de modestos obreros y algún policía— la mayor parte duerme. Hay algunas jaulas desarmadas y paso encima de ellas con la delicadeza que permiten las circunstancias. Qué terrible, no sé que hacen en el municipio.
Cuento de Julio Cortázar: «Cambio de luces»
Esos jueves al caer la noche cuando Lemos me llamaba después del ensayo en Radio Belgrano y entre dos cinzanos los proyectos de nuevas piezas, tener que escuchárselos con tantas ganas de irme a la calle y olvidarme del radioteatro por dos o tres siglos, pero Lemos era el autor de moda y me pagaba bien para lo poco que yo tenía que hacer en sus programas, papeles más bien secundarios y en general antipáticos. Tenés la voz que conviene, decía amablemente Lemos, el radioescucha te escucha y te odia, no hace falta que traiciones a nadie o que mates a tu mamá con estricnina, vos abrís la boca y ahí nomás media Argentina quisiera romperte el alma a fuego lento.
Cuento de Juan García Brun: «El pozo»
Mi padre patea con fuerza una pelota de fútbol contra una malla metálica ocasionando un estrépito que asusta a unos niños que jugaban también fútbol pero en otra cancha. Él ríe y se esconde en una guarida hecha de sacos desde donde me mira y me invita a bajar a ese patio de cemento que parece la azotea de un gran edificio. Después de eso nos fuimos a cortar leña y a apilar sacos de manzanas. Los edificios del frente —igualmente altos y sin estucar— se extendían por una avenida ofreciendo como único color las cañerías plásticas azulinas y naranjas del agua y la electricidad.
Cuento de Juan García Brun: «Tiberio»
El último edificio —casi sobre la Viale di Trastevere— era el reservado para los sobrevivientes de la poliomielitis. Lo cubría un árbol enorme que daba sombra también sobre la avenida, en la parada del tranvía. Esa vez había ido a visitar a mi amigo masón y con insensible dificultad lo acompañé al templo a meditar en esa celda con una calavera. Me explicó algunos ritos. Me costaba discernir los gestos rituales de su proverbial incapacidad de realizar cualquier movimiento con una mínima normalidad. Casi siempre terminábamos riéndonos de eso, su caminar de arácnido era una ceremonia oculta en sí.
Cuento de Lou Reed: «El regalo»
Waldo Jeffers había alcanzado su límite. Eran ya mediados de agosto, lo que significaba que se había separado de Marsha hace más de dos meses. Dos meses y lo único que podía mostrar eran tres cartas dobladas y dos llamadas de larga distancia muy caras. Es verdad, cuando la escuela terminó y ella regresó a Wisconsin y él a Locust, Pennsylvania, ella había prometido mantener una cierta fidelidad: Saldría de citas ocasionalmente, pero como una mera distracción. Ella seguiría siendo fiel.
Cuento de Heinrich Böll: «La balanza de los Balek»
En la tierra de mi abuelo, la mayor parte de la gente vivía de trabajar en las agramaderas1. Desde hacía cinco generaciones, pacientes y alegres generaciones que comían queso de cabra, papas y, de cuando en cuando, algún conejo, respiraban el polvo que desprenden al romperse los tallos del lino y dejaban que éste los fuera matando poco a poco. Por la noche, hilaban y tejían en sus chozas, cantaban y bebían té con menta y eran felices. De día, agramaban el lino con las viejas máquinas, expuestos al polvo y también al calor que desprendían los hornos de secar, sin ningún tipo de protección. En sus chozas había una sola cama, semejante a un armario, reservada a los padres, mientras que los hijos dormían alrededor en bancos. Por la mañana la estancia se llenaba de olor a sopas; los domingos había ganchas, y enrojecían de alegría los rostros de los niños cuando en los días de fiesta extraordinaria el negro café de bellotas se teñía de claro, cada vez más claro, con la leche que la madre vertía sonriendo en sus tazones.
Narración de Edgar Allan Poe: «La esfinge»
Durante el espantoso reinado del cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la música y los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y, aunque su ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no lo atemorizaban.
Cuento de Juan García Brun: «El orden de los bosques»
Estabas con un ajustado buzo brillante, con una diadema y tacos altos, espectando. Mi número como Gengis Kahn era el más importante esa noche. Ingresé entre aplausos, mientras te inclinabas extendiendo tus brazos y señalándome la mesa central del escenario. Mi magia era real. Los naipes flotaban, bajo los reflectores, electrizados por la maravillada sorpresa del público.
Cuento de Antun Paveskovic: «¿Eso es todo?»
De verdad, es difícil imaginar un lugar más triste que el antiguo hospital de Dubrovnik: Su posición celestial en vez de atenuar esta drástica impresión, sucumbe grotescamente. Un claro del bosque sobre el mar, los pinos, la serenidad idílica impregnada de romero, oscurecía la fachada gris del edificio principal. El olor a putrefacción de dentro quitaba a los infelices encerrados personajes; los enfermos, la poca esperanza y voluntad para luchar contra la enfermedad y la muerte. ¿No será por eso un milagro salir de ahí vivo y sano? Enredados en un laberinto de acciones incoherentes y declaraciones incomprensibles, muchos de los pacientes seguramente se recuperarían más rápido al otro lado de la dantesca puerta.
Cuento de Juan García Brun: «Maniwaki»
Durante el tiempo que estuve fuera, el barrio se había llenado de gallineros. Visto desde la iglesia, las mallas y estructuras habían transformado todo, dándole a las calles un extraño rigor geométrico. Llegué en la madrugada, a oscuras en medio del canto de los gallos y no pude ver si las casas seguían allí. Sobre los techos de la casas había también gallineros y donde ayer había muros en los que habíamos escritos consignas, hoy también, este hoy de noche, hay paredes de gallineros.
Cuento de Felisberto Hernández: «Nadie encendía las lámparas»
Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos.
Cuento de Samuel Rodríguez: «La casa de los mil cuerpos»
A los desaparecidos de ayer y hoy; su memoria vive en nosotros como una flor imposible.
Los amigos del barrio pueden desaparecer
Los cantores de radio pueden desaparecer
Los que están en los diarios pueden desaparecer
La persona que amas puede desaparecer
Los que están en el aire pueden desaparecer en el aire
Los que están en la calle pueden desaparecer en la calle
Los amigos del barrio pueden desaparecer
Pero los dinosaurios van a desaparecer.
Charly García
Los dinosaurios
¿A qué huele el color negro?, preguntó Felisa con interés. Dormían juntos por primera vez en su vida, era también la última; la muerte los observaba desde una bodega cercana.
Cuento de Juan García Brun: «Árboles africanos»
Uno hombre delgado, no tan alto, pero quijotesco conversa con Mansilla mientras bajan por la colina de un barrio industrial. Se ve el Estrecho desde allí aunque el viento se los impide. Hablan del clima, de ceremonias antiguas y de negocios. En un momento parecen perder el equilibrio y la escena casi se detiene. Mansilla agita los brazos y el flaco lo observa como si se tratara de una representación teatral. No hay tiempo en esa conversación. Entonces dejan de reír. Ambos creyeron haber ido a convencer a la familia de que vendieran el bosque que ocupaba la zona que llamaban Cero.
Cuento de Mora Reina: «El sol huye al borde de la tierra»
Era jueves. El día de los jardines, le decían. El día en que se arreglaban los jardines de las casas lindantes. No la mía, que no tenía ni jardín ni lindes. Un refugio prestado por un amigo piadoso. Siempre tratando de encontrar no sé qué decidí caminar un rato. Me perdí. Todo parecía igual, manzana tras manzana, casa por casa, jardín por jardín. El destino quizás decidió que en esa fragmentación confusa y tratando de encontrar un desvío que me devolviera al punto de partida o me sacara de mi abulia insoportable, apareciera de pronto el jardinero. Alto él, sobrio, recatadamente amable. Apenas lo conocía. Hablamos un rato.
Cuento de Juan García Brun: «Aire libre»
Delante de mí, un par de muchachos van repasando sus estudios sobre la esclavitud. Aunque no son estridentes, comprendo que al corregirse buscan un relato exacto y preciso, para ser bien evaluados. Repiten una narración llena de adjetivos pertinentes a la libertad. Su castellano es de difícil comprensión, lleno de giros, énfasis e ironías que en mi juventud no existían. Se bajan en uno de los últimos paraderos en una calle franqueada por acequias y muros fortificados. Él la abraza y la besa en la sien. Yo voy hasta el final del recorrido.
Cuento de Juan García Brun: «La Montaña interminable»
Bajo la dinastía Qi del sur, vivió Cao Hen, un ilustre soldado, inspector y poeta cuyas mayores proezas quedaron fijadas en su libro “La acusación de los tigres”. El texto, una canónica compilación del período, consigna una extensa cadena de batallas, guerras y escaramuzas culminando cada una de ellas con alguna enseñanza o admonición. La lectura de sus textos realizada con discreción devota, propició una creciente cantidad de lectores en toda China y hasta en la India, cuya fraternidad y complicidad sirvieron para perpetuar su nombre epitético, “La Montaña interminable”. La presencia de un ejemplar de este trabajo vestía a cada familia con una indeleble señal de cultura.
Cuento de Juan García Brun: «Ferretería Sur»
Viví en una ferretería, en un pequeño pueblo del sur. Estaba cerca de la plaza, en la esquina, una de sus calles era Colón. Estaba instalada en una vieja casa de madera que crujía entera con el viento, con la lluvia y especialmente si caminabas en ella. La casa nunca se pintó y un letrero metálico anunciaba “Ferretería Sur”.
Al entrar estaban las ofertas, las cocinas a leña, el saldo de alambres de púa, vinílicos y revestimientos. Del lado de la caja algún tipo de artefactos eléctrónicos, radios, pilas, ampolletas. En la segunda pieza estaba la quincallería, electricidad y sanitarios; en el fondo una pequeña góndola con ropa, botas, impermeables.
Cuento de Roberto Bolaño: «Otro cuento ruso»
para Anselmo Sanjuán
En cierta ocasión, después de discutir con un amigo acerca de la identidad peregrina del arte, Amalfitano le refirió una historia que a él le contaron en Barcelona. La historia versaba sobre un sorche de la División Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más concretamente en el Grupo de Ejércitos Norte, en una zona cercana a Novgorod.
Cuento de Walter Garib: «En el café un día de lluvia»
Conocí en persona a Frank Sinatra, aquella tarde de invierno. Jamás olvidaré las circunstancias del hecho, ni la fecha, pues marcó mi vida. A diario acostumbro a caminar por la avenida Libertad de Viña del Mar, y en esa circunstancia, al sentir en mi rostro gotas de lluvia, me dirigí apresurado a guarecerme al “Café con Letras”. Me senté a una mesa situada en la parte interior del lugar, alejado del bullicio, y al inspeccionar a mí alrededor, vi a un personaje que me resultó demasiado familiar. Permanecía en silencio, en un discreto rincón, mientras degustaba su café y comía galletas. Sentí un pálpito. Sí, sí; no había dudas. Se trataba del famoso cantante Frank Sinatra en persona, que alejado del bullicio, disfrutaba un momento de solaz. ¿Qué hacía esa tarde en Viña del Mar? Todos en algún instante, deseamos enfrentarnos a la posibilidad de ver a un artista de aquella magnitud. De pronto, dudaba que fuese Frank Sinatra y quizá se trataba de una persona muy parecida a él.
Cuento de Roberto Fontanarrosa: "Lo que se dice de un ídolo"
Pedrito se apioló tarde de cómo venía la mano. Porque él podía haber sido un ídolo, un ídolo popular, desde mucho tiempo antes. Lo que pasa que el Pedro, vos viste cómo es, un tipo que se pasa de correcto, de buen tipo. Decime vos, ocho años jugando en primera y no lo habían expulsado nunca. ¡Nunca, mi viejo nunca! Ni una expulsión ni una tarjeta amarilla aunque sea. Y mirá que liga, eh. Porque siempre fue para adelante y lo estrolaban que daba gusto. Muy respetado por los rivales, por el referí, por todos, pero le pegaban cada guadañazo que ni te cuento. Y sin embargo, nunca reaccionó.
Cuento de Juan García Brun: "La hora de las armas"
“Quien quiera que seas, nace de mis huesos, oh vengador mío” Eneida, Virgilio
“Ante la noticia de la muerte de Aníbal, Escipión tuvo un presagio: no le iba a sobrevivir demasiado tiempo. El cartaginés no había sido un amigo, sino el mayor y más noble de sus enemigos, y sus vidas se habían entrecruzado en incontables ocasiones, ligadas siempre por el filo doble del destino, como si la existencia de uno fuese motivo y justificación de la del otro”. G. Brizzi, Escipión y Aníbal (2007)
Cuento de Roberto Bolaño: "Una aventura literaria"
B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos escritores, aunque más ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores. En uno de los relatos aborda la figura de A, un autor de su misma edad pero que a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las mayores ambiciones (y en ese orden) a las que puede aspirar un hombre de letras. B no es famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias. Sin embargo entre A y B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de la pequeña burguesía o de un proletariado más o menos acomodado. Ambos son de izquierdas, comparten una parecida curiosidad intelectual, las mismas carencias educativas. La meteórica carrera de A, sin embargo, ha dado a sus escritos un aire de gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al principio desde los periódicos pero cada vez más a menudo desde las páginas de sus nuevos libros, pontifica sobre todo lo existente, humano o divino, con pesadez académica, con el talante de quien se ha servido de la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y desde su torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en el que ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen, A se ha convertido en un meapilas.
Cuento de Juan García Brun: «La verdadera cumbre»
Soy Mario Sangüeza, tengo 51 años y como no tengo mucho tiempo -estoy gravemente herido- quiero ocupar estos últimos momentos de vida poniendo por escrito la historia de Alejandro Serquin o Selkirk. Fue durante una tempestad -debe haber sido en 1932- y la lluvia cerraba cualquier visión de perspectiva y era previsible un naufragio. Me dijo lo siguiente:
Cuento de Toni Morrison: «Dulzura»
No es mi culpa, así que no pueden culparme. Yo no hice nada y no tengo idea de cómo pasó. Me tomó menos de una hora darme cuenta de que algo andaba mal. Muy mal. Era tan negra que me dio miedo. Negro medianoche, negro sudanés. Mi piel es clara, tengo buen pelo, soy lo que llaman “cobriza”, lo mismo que el padre de Lula Ann. No hay nadie en mi familia que se acerque a ese color. La brea es lo más parecido que se me ocurre. Pero su pelo no va con la piel. Es diferente –liso, pero con rizos, como el de esas tribus desnudas de Australia–. Podrían pensar que es cuestión de herencia, ¿pero herencia de quién? Deberían haber visto a mi abuela: pasaba por blanca. Se casó con un blanco y no le volvió a dirigir la palabra a ninguna de sus hijas. Todas las cartas que recibía de mi madre o mis tías las devolvía enseguida, sin abrir. Finalmente, entendieron el mensaje de “no más mensajes”, y la dejaron tranquila. Casi cualquier mulato o cuarterón hacía eso en aquella época (si tenía el pelo adecuado). ¿Se imaginan cuántos blancos andan por ahí con sangre de negro escondida en sus venas? Adivinen. Escuché que un veinte por ciento. Mi propia madre, Lula Mae, podría haber pasado por una fácilmente, pero decidió no hacerlo. Me contaba el precio que pagó por esa decisión. Cuando fue con mi padre al juzgado para casarse había dos Biblias, y ellos tuvieron que poner la mano en la que estaba reservada para los negros. La otra era para manos blancas. ¡La Biblia! ¿Pueden creerlo? Mi madre era empleada en la casa de una pareja rica de blancos. Se comían todo lo que les preparaba, insistían en que les restregara la espalda cuando se metían a la bañera, y solo Dios sabe qué otras cosas íntimas la ponían a hacer, pero no podían tocar la misma Biblia.
Cuento de Julio Cortázar: «Continuidad de los parques» (texto, audio y animación)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirian color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Cuento de Juan García Brun: El Profesor
Desde que llegué a la ciudad me dediqué a ordenar mis trabajos sobre la policía del lugar. Había terminado en esa época un ensayo sobre la Guardia Civil española y su papel en el ordenamiento del campo en la península. Había recibido comentarios elogiosos desde diversas zonas del país; una nota aparecida en La Prensa Austral, calificaba el trabajo como transversal.
Cuento de J.L. Borges: Tigres Azules
Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del tigre, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta hace poco -la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es- convivió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas).
Cuento de Juan García Brun: James Dexter
James Dexter camina de madrugada por un suburbio londinense. Las calles están congeladas y parcialmente nevadas, lo que ha generado accidentes de todo tipo. Cuadrillas de municipales tratan de limpiar el lodo que se amontona en las esquinas, para garantizar el transporte público. Desde que se retiró del box, a los 41 años, en 1927, ha trabajado como conserje y cuidador de edificios en Paddington.
Cuento de Borges: «El Jardín de los senderos que se bifurcan»
En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
Cuento de Jack London: Amor a la vida
Bajaron por la costa, cojeando, doloridos, y en una ocasión el primero de los hombres trastabilló entre las rocas sembradas al azar. Estaban cansados y débiles, y sus rostros tenían la expresión tensa de la paciencia que viene con las fatigas mucho tiempo soportadas. Iban cargados con fardos envueltos en mantas y amarrados con correas a los hombros. Otra correa les pasaba por la frente, y ayudaba a sostener los bultos. Cada hombre llevaba un rifle. Caminaban en postura encorvada, los hombros bien hacia adelante, la cabeza más adelante aun, los ojos clavados en el suelo.
Cuento de Juan García Brun: «La isla brillante en que sonríen»
dedicada a Mostos, Grutas y Taunnus
Puede haber sido esa vez, en 1982. Los autos pasaban haciendo sonar las bocinas, las casas de la playa tenían abiertas e iluminadas sus ventanas. Las voces humanas sonaban envalentonadas y ebrias. Los animales recién empezaban a salir de sus escondites después de los fuegos artificiales.
Cuento de José Donoso: la puerta cerrada
Adela de Rengifo se quejaba frecuentemente de que a ella le habían tocado las peores calamidades de la vida: enviudar a los veinticinco años, ser pobre y verse obligada a trabajar para mantenerse con un poco de dignidad, y tener un hijito enfermizo, es decir, no enfermizo precisamente, sino que más bien enclenque, de esos niños que duermen el doble que los niños normales.
En realidad, desde que nació, Sebastián dormía muchísimo. Cerraba los ojos apenas su cabeza caía sobre la almohada bordada con tanto esmero por su madre, y ya, dentro de un segundo, estaba durmiendo como un ángel del cielo
Cuento de Eduardo Antonio Parra: «el pozo»
¿A poco le tienes miedo a lo oscuro? Muy mal, muchacho, se ve que estás acostumbrado a la ciudad. Aquí las noches son largas, a veces hasta de doce horas, y con ellas te enseñas a que lo malo es la luz, el sol, el desierto de día. Eso sí es peligroso: ciega, aturde. Te va dorando lentamente la piel, la garganta, la lengua, hasta mediomatarte. Lo oscuro no, es fresco, agradable, y si te impones, puedes moverte como pez en el agua. Camina, no te me atrases. No sé por qué te pierdes, sólo sigue la cuerda. Yo te guío. No, no te cansas. Mírame a mí: viejo, rengo, con las piernas chuecas, pero no me pierdo ni me caigo. Tú no tienes disculpa, estás joven, con las
Cuento de Juan García Brun: La cuesta
Llevábamos varias horas viajando entre humedales. Enormes extensiones de juncos se abrían ante nuestra vista cubriendo el horizonte, interrumpidas -cada tanto- por el vestigio de galpones y viviendas abandonadas, en las pocas colinas que ofrecía el paisaje.
Cuento de Mario Bellatín: Salón de Belleza
Hace algunos años, mi interés por los acuarios me llevó a decorar mi sa- lón de belleza con peces de distintos colores. Ahora que el salón se ha convertido en un Moridero, donde van a terminar sus días quienes no tienen dónde hacerlo, me cuesta mucho trabajo ver cómo poco a poco los peces han ido desapareciendo. Tal vez sea que el agua corriente está llegando demasiado cargada de cloro, o quizá que no tengo el tiempo suficiente para darles los cuidados que se merecen. Comencé criando Gupis Reales. Los de la tienda me aseguraron que se trataba de los peces más resistentes y, por eso mismo, los de más fácil crianza. En otras palabras, eran los peces ideales para un principiante. Tienen, además, la particularidad de reproducirse rápidamente.
Roberto Bolaño: Joanna Silvestri
Aquí estoy yo, Joanna Silvestri, de 37 años, actriz porno, postrada en la Clínica Los Trapecios de Nimes, viendo pasar las tardes y escuchando las historias de un detective chileno. ¿A quién busca este hombre? ¿A un fantasma? Yo de fantasmas sé mucho, le dije la segunda tarde, la última que vino a visitarme, y él compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inverosímilmente educada. De todas maneras, gracias por las flores, gracias por las revistas, pero yo a la persona que usted busca ya casi no la recuerdo, le dije. No se esfuerce, dijo él, tengo tiempo.