Cuento de Juan García Brun: «El pozo»

Mi padre patea con fuerza una pelota de fútbol contra una malla metálica ocasionando un estrépito que asusta a unos niños que jugaban también fútbol pero en otra cancha. Él ríe y se esconde en una guarida hecha de sacos desde donde me mira y me invita a bajar a ese patio de cemento que parece la azotea de un gran edificio. Después de eso nos fuimos a cortar leña y a apilar sacos de manzanas. Los edificios del frente —igualmente altos y sin estucar—  se extendían por una avenida ofreciendo como único color las cañerías plásticas azulinas y naranjas del agua y la electricidad.

Los años pasaron con vértigo sin que pueda —a estas alturas— reconocer la forma en que me transformé en quien soy. Desde mi ventana veo ahora otra ciudad, una ciudad que recorro de noche y en la que un permanente ambiente festivo anticipa de forma igualmente invariable, pequeñas y crueles tragedias: niños aplastados por trenes, perros perdidos, bibliotecas escolares cargadas de textos imposibles. Normalmente salgo con garrotes y cadenas a golpear las rejas y los cercos hechos de latones en donde duermen los que se han cansado de seguir en esa fiesta. Los asusto y los insulto porque sé que estaré lejos cuando se hayan incorporado.

Por las mañanas suelo recorrer parques y ferias vendiendo agua con mi carretón y mi caballo blancos. Leo los diarios en los kioskos, unos diarios amarillos exánimes, solitarios, presididos de conceptos e imágenes del mundo. Ahora llevo una barba pulcra y un gran sombrero. Los analfabetos han aprendido a reconocer mi atuendo con el agua. El hombre del vino, por ejemplo, suele vestirse con un ajustado buzo verde y decora su carretón con luces intermitentes que de noche facilitan la ubicación del garito itinerante. Las luces son blancas y corresponden a un tosco adorno navideño.

Por un imperativo legal debí volver a mi ciudad natal para registrarme y hacer uso de algunos derechos que se nos han conferido familiarmente. Antes de ir a la casa de mis padres —me refiero a la azotea en la que me crié— me detuve en la plaza del pueblo a ver si se aparecía por el lugar algunos de mis amigos. Me detuve en la plaza sin ninguna expectativa más que la de echar bromas y saber si se habían realizado algunos avances. 

Para mi sorpresa, en el centro de la plaza se había construido un gran y profundo pozo, cuyas aguas parecían afectadas por una cierta marejada, desmedida y en todo caso inquietante.

Según logré informarme el pozo lo había construido el alcalde como una forma de contribuir a su reelección. Se supone que la obra —enteramente dispendiosa— había sido realizada para distraer a la opinión pública de la comisión de numerosas defraudaciones al erario público. «Cuantiosos fondos» escuché decir a un hombre a un pequeño auditorio.

Cuando llegué donde mis padres me informaron que ellos habían salido de viaje. La información me la dio un empleado que apilaba leña bajo la mesa en que hace mucho aprendí a escribir.

—Dígales que vino Juan, Juan García, su hijo y que estoy bien— le dije al hombre, que asintió mientras apilaba la leña con su único brazo móvil.

Entonces volví a la plaza y pude ahora ver a unas muchachas sentadas en el brocal del pozo, conversando despreocupadas. Me di cuenta también que habían vuelto a adoquinar las calles y que inclusive habían vuelto a recubrir de tablones las veredas del centro. Las paredes estaban marcadas con señales e instrucciones que nadie respetaba.

Por un momento pensé en vender agua allí por algunos días y ver cómo me iba. Pero después recordé lo del pozo. 

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