En un mundo en que la ilusión es rutina, ¿cuál es la ilusión más peligrosa? Viviendo en EE UU, estoy tentado de caer en la ilusión de que mi país es la nación más grande de la historia universal, como repiten robóticamente los políticos de ambos partidos. En una sociedad capitalista de consumo de masas cunde la ilusión de que si compramos más y mejores productos seremos todos más felices, como repite interminablemente la propaganda comercial (léase publicidad y mercadotecnia). También soy blanco, así que es comprensible que me asalte a la ilusión de que la gente blanca es superior a otros grupos humanos. Y como hombre, reflexiono sobre la ilusión de que el dominio masculino institucionalizado es nuestro destino, tanto si se considera que lo es por disposición divina como si es una consecuencia inevitable de la evolución
Sin embargo, todas estas ilusiones, que racionalizan las jerarquías dentro de la familia humana y las injusticias resultantes que emanan de tales jerarquías, son menos temibles que la ilusión de los humanos modernos de que no estamos atados por las leyes de la física y la química, de que los humanos podemos vivir más allá de los límites biofísicos de la ecosfera. Esta ilusión no es exclusiva de un país, un grupo o un partido político, sino que es más bien un supuesto tácito de la vida cotidiana en el mundo industrial de alta energía y alta tecnología. Es la ilusión de que somos –para tomar prestada la expresión del título de un libro reciente especialmente ilusorio– la especie divina.
Esta ideología de la supremacía humana nos lleva a creer que la inteligencia de nuestra especie nos permite hacer caso omiso de los límites impuestos a todas las formas de vida por el mundo vivo en general, del que no somos más que un componente. Lo que antes llamábamos curiosamente el ambientalismo –que muchas veces se centraba en soluciones técnicas a problemas específicos en vez de criticar la arrogancia humana y la búsqueda de la abundancia infinita– ya no basta para abordar las múltiples crisis ecológicas en cascada que definen nuestra era: desestabilización del clima, extinción de especies, erosión de suelos, agotamiento de aguas subterráneas, acumulación de residuos tóxicos, y así sucesivamente.
Jugar a dios nos metió en este problema, y más de lo mismo no nos sacará de él
Tuve en mente esta incapacidad para aceptar los límites que nos impone el hecho de formar parte de la naturaleza –extraño término cuando se emplea en contraste con humano, como si los humanos no fueran, de alguna manera, un componente más del mundo natural– cuando leí dos libros nuevos sobre cuestiones controvertidas que suelen considerarse de orden social, no ecológico: Transgender Children and Young People: Born in Your Own Body (Hijos transgénero y gente joven: nacido en tu propio cuerpo), editado por Heather Brunskell-Evans y Michele Moore, y Surrogacy: A Human Rights Violation (Maternidad subrogada, una violación de los derechos humanos), de Renate Klein. Ambos libros constituyen una crítica feminista de la ideología y las prácticas de estos movimientos que pregonan soluciones médicas/tecnológicas a los problemas con las normas de género y a la infertilidad.
El libro de Brunskell-Evans y Moore reúne a investigadores, activistas, médicos de salud mental y padres y madres que cuestionan prácticas como la supresión de la pubertad con el fin de bloquear el desarrollo de características sexuales secundarias como tratamiento del trastorno de identidad de género. ¿Son seguras estas disrupciones del desarrollo de un o una menor a base de poderosos fármacos, teniendo en cuenta la falta de ensayos y la ausencia de una comprensión clara de la etiología del transgenerismo? Las autoras cuestionan lo que se ha convertido rápidamente en el dogma liberal de emplear métodos medicalizados para abordar el problema muy real de las normas de género patriarcales (la exigencia de que los chicos han de actuar de una manera y las chicas, de otra) que constriñe nuestras vidas.
Klein defiende la investigación y aduce el testimonio de madres subrogadas para denunciar que otro dogma liberal –las personas ricas tienen derecho a alquilar un vientre para poder tener un hijo genéticamente relacionado con ellas– implica unos riesgos considerables para la madre subrogada (a veces denominada portadora gestacional). La valoración de la autora es terminante, pero está bien fundamentada: la subrogación moderna es una forma de explotación de mujeres y de tráfico de bebés.
Ambos libros demuestran la relevancia perdurable del sector radical del feminismo que denuncia los intentos de los hombres de controlar y explotar la facultad reproductora y la sexualidad de las mujeres como rasgo principal de la dominación masculina en las sociedades patriarcales. Y ambos critican la aprobación ingenua de la medicina de alta tecnología como medio para abordar cuestiones que se derivan de las normas de género rígidas, represivas y reaccionarias del patriarcado.
Estas críticas feministas radicales encajan con una crítica ecológica radical que nos recuerda que estar vivos –y siendo criaturas basadas en el carbono que existen dentro de los límites de la ecosfera– significa que deberíamos ser escépticos ante las afirmaciones de que podemos trascender, como por arte de magia, dichos límites. El mundo de alta energía, alta tecnología y antropogénico en que vivimos puede llevarnos a creer que somos como dioses en nuestra capacidad de formar el mundo y formar nuestros propios cuerpos.
Está claro que los medicamentos, las intervenciones quirúrgicas y las técnicas médicas salvan vidas continuamente y mejoran nuestras vidas por vías que, en cierto sentido, son innaturales. Insistir en esto no significa que resulte fácil distinguir entre lo que es apropiado y lo que es condenable, pero podemos provocar graves errores de cálculo si asumimos sin autorreflexión crítica el supuesto de que podemos manipular nuestros mundos antropocéntricos sin preocuparnos por los límites del mundo vivo en general.
Muchos de nosotros hemos experimentado esto ante la necesidad de decidir sobre cuidados paliativos para nosotros mismos u otros seres queridos. ¿Cuándo son un error las intervenciones médicas de alta tecnología para prolongar la vida sin preocuparse de la calidad de vida? He mantenido largas conversaciones con amigos y familiares sobre la situación en que habría que trazar la línea roja, no solo para aclarar nuestro punto de vista, sino también para buscar la comprensión colectiva. El hecho de que sea difícil trazar la línea, y todavía más difícil afrontarla cuando se llega a ella, no resta relevancia a la cuestión. Que no haya una respuesta obvia ni fácil no significa que podamos eludir la pregunta.
La cirugía estética efectiva es tal vez el mejor ejemplo del rechazo de los límites en nuestra cultura. Todas las cosas vivas acaban muriendo, y el aspecto de los humanos cambia a medida que envejecemos, pero muchas personas buscan la manera de prevenir este envejecimiento o cambiar su aspecto por otros motivos de carácter no médico. En 2017, los y las estadounidenses se gastaron más de 15 000 millones de dólares en aplicaciones cosméticas (quirúrgicas o no), el 91 % de ellas realizadas a mujeres. Los dos procedimientos quirúrgicos más comunes son la liposucción y el aumento de pechos. Pese a que algunas personas que se someten a una liposucción tienen sobrepeso, no es un tratamiento de la obesidad, y el aumento del tamaño de los pechos casi nunca tiene que ver con la salud física. Estos procedimientos suelen elegirlos personas que desean conformarse a las normas sociales relativas al aspecto.
Teniendo en mente esta humildad con respecto a la intervención humana de alta tecnología, ¿cómo deberíamos entender la experiencia de estar en desacuerdo con las normas de género? ¿Cómo deberíamos conciliar la incapacidad física de tener hijos con el deseo de tenerlos? No existen respuestas obvias ni fáciles, pero creo que como cultura estamos mejor servidos si empezamos por reconocer que no somos dioses, que no podemos manipular continuamente el mundo sin correr el riesgo de provocar consecuencias no intencionadas para nosotros mismos y otros. ¿Cómo entorpece el rechazo de los límites nuestra capacidad para examinar primero y resistir después las imposiciones del patriarcado, para hallar nuevas comprensiones del sexo/género y nuevas relaciones sociales para el cuidado de los hijos?
En el plano planetario, tenemos bastantes pruebas de que nuestros intentos seudodivinos de dominar la ecosfera –que comenzaron de forma acelerada con la invención de la agricultura hace 10 000 años y se intensificaron con la explotación de los combustibles fósiles– llenan ahora de incertidumbre el futuro de una población humana numerosísima. La lección que extraemos algunos de nosotros de ello es que debemos dar la espalda al fundamentalismo tecnológico que nos lleva a abordar todos los problemas como si tuvieran soluciones de alta energía/alta tecnología y buscar diferentes maneras de vivir dentro de los límites biofísicos del planeta.
Esta misma perspectiva se impone en estas cuestiones en relación con el género y la fertilidad. He aquí un lugar razonable del que partir: deberíamos prescindir del hiperindividualismo de la ideología neoliberal y examinar más profundamente cómo el dominio masculino institucionalizado ha determinado nuestro pensamiento colectivo sobre el género y la identidad, así como sobre la condición de la mujer y la crianza de los hijos. Esta reflexión revela que la ideología liberal del transgenerismo y la subrogación se ampara en el fundamentalismo tecnológico que aplica “soluciones” médicas y de mercado en vez de poner el acento en el sentido de integridad al que aspiramos.
La integridad es un concepto clave en este contexto en virtud de su doble sentido: la adhesión a principios morales y la condición de ser entero. Aspiramos a actuar con integridad y a mantener la integridad tanto del cuerpo vivo y del mundo vivo en general. En los sistemas jerárquicos que premian la dominación, como el patriarcado, la libertad solo se entiende como la capacidad de controlar a otros y al mundo que nos rodea. Andrea Dworkin capta esta lucha cuando escribe:
Ser un objeto –vivir en el reino de la cosificación masculina– es sumisión abyecta, una abdicación de la libertad y de la integridad del cuerpo, de su intimidad, su carácter único, su valor en sí y para sí, porque es el cuerpo humano de un ser humano.
En el patriarcado solo gozan de libertad los que controlan, y este control convierte a otros seres vivos en objetos, destruyendo la posibilidad de la integridad entendida como el respeto de los principios morales y la integridad entendida como entereza. La libertad real no se halla en la tentativa de eludir los límites, sino en la profundización de la comprensión de nuestro lugar en un mundo limitado.
http://www.abc.net.au/religion/articles/2018/01/01/4785940.htm
Robert Jensen es profesor de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Texas en Austin y autor de The End of Patriarchy: Radical Feminism for Men.
Imagen: Tren L, Richard Estes