Siempre se ha interpretado la realidad a través de las relaciones que ofrecen las imágenes, y desde Platón los filósofos han intentado debilitar esa dependencia evocando un modelo de aprehensión de lo real libre de imágenes. Pero cuando a mediados del siglo XIX, el modelo parecía a punto de alcanzarse, la retirada de los antiguos espejismos políticos y religiosos ante el avance del pensamiento humanista y científico no creó -como se suponía- deserciones en masa a favor de lo real.
Por el contrario, la nueva era de la incredulidad fortaleció el sometimiento a las imágenes. El crédito que ya no podía darse a realidades entendidas en forma de imágenes se daba ahora a realidades tenidas por imágenes, ilusiones.
En el prefacio a la segunda edición (1843) de La esencia del cristianismo, Feuerbach señala que “nuestra era” “prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser” con toda conciencia de su predilección. Y en el siglo XX esta denuncia premonitoria se ha transformado en un diagnóstico con el cual concuerdan muchos: que una sociedad llega a ser “moderna” cuando una de sus actividades principales es producir y imágenes, cuando las imágenes ejercen poderes extraordinarios en la determinación de lo que exigimos a la realidad y son en sí mismas ansiados sustitutos de las experiencias de primera mano, se hacen indispensables para la salud de la economía, la estabilidad de la política y la búsqueda de la felicidad privada.
Las palabras de Feuerbach -que escribe pocos años después de la invención de la cámara parecen, de modo más específico, un presentimiento del impacto de la fotografía. Pues las imágenes que ejercen una autoridad virtualmente ilimitada en una sociedad moderna son sobre todo las fotográficas, y el alcance de esa autoridad surge de las propiedades características de las imágenes registradas con cámaras. Esas imágenes son de hecho capaces de usurpar la realidad porque ante todo una fotografía no es sólo una imagen (en el sentido en que lo es una pintura), una interpretación de lo real; también es un vestigio, un rastro directo de lo real, como una huella o una máscara mortuoria.
Si bien un cuadro, aunque cumpla con las pautas fotográficas de semejanza, nunca es más que e! enunciado de una interpretación, una fotografía nunca es menos que el registro de una emanación (ondas de luz reflejadas por objetos), un vestigio material de! tema imposible para todo cuadro. Entre dos opciones ficticias, que Holbein el Joven hubiese vivido e! tiempo suficiente para haber pintado a que se hubiera inventado un prototipo de la cámara tan pronto como para haberlo fotografiado, la mayoría de los bardólatras elegiría la fotografía.
Y no sólo porque la fotografía presuntamente nos mostraría cuál era la verdadera apariencia de Shakespeare, pues aunque la hipotética fotografía estuviera desdibujada, fuera apenas inteligible, una sombra parduzca, quizás seguiríamos prefiriéndola a otro glorioso Holbein.
Tener una fotografía de Shakespeare equivaldría a tener un clavo de la Vera Cruz. Casi rodas las manifestaciones contemporáneas sobre la inquietud de que un mundo de imágenes está sustituyendo al mundo real siguen siendo un eco, como la de Feuerbach, de la depreciación platónica de la imagen: verdadera en cuando se asemeja a algo real, falsa pues no es más que una semejanza.
Pero este venerable realismo ingenuo no resulta tan pertinente en la era de las imágenes fotográficas, pues el acusado contraste entre imagen (y copia”) y cosa representada (el “original”) -que Platón ilustra repetidamente con el ejemplo de una pintura- no se ajusta de un modo tan simple a una fotografía. El contraste tampoco ayuda a comprender la producción de imágenes en sus orígenes, cuando era una actividad práctica y mágica, un medio de apropiarse de algo o dominarlo. Cuando más retrocedemos en la historia, como ha advertido E. H. Gombrich, menos precisa es la distinción entre imágenes y cosas reales; en las sociedades, la cosa y su imagen eran sólo dos manifestaciones diferentes, o sea físicamente distintas, de la misma energía o espíritu.
De allí la presunta eficacia de las imágenes para propiciar y controlar presencias poderosas. Esos poderes, esas presencias, estaban presentes en ellas. Para los defensores de lo real desde Platón hasta Feuerbach, identificar la imagen con la mera apariencia -es decir, suponer que la imagen es absolutamente distinta del objeto representado- es parte del proceso de desacralización que nos separa irrevocablemente de aquel mundo de tiempos y lugares sagrados donde se suponía que una imagen participaba de la realidad del objeto representado.
Lo que define la originalidad de la fotografía es que, justo cuando en la larga historia cada vez más secular de la pintura el secularismo triunfa por completo, resucita -de un modo absolutamente secular- algo como la primitiva categoría de las imágenes. Nuestra irreprimible sensación de que el proceso fotográfico es algo mágico tiene una base genuina. Nadie supone que una pintura de caballete sea de algún modo consustancial al tema; sólo representa o refiere. Pero una fotografía no sólo se asemeja al modelo y le rinde homenaje. Forma parte y es una extensión de ese tema; y un medio poderoso para adquirirlo y ejercer sobre él un dominio. La fotografía es adquisición de diversas maneras. En la más simple, una fotografía nos permite la posesión subrogada de una persona o cosa querida, y esa posesión da a las fotografías un carácter de objeto único.
Por medio de las fotografías también entablamos una relación de consumo con los acontecimientos, tanto los que son parte de nuestra experiencia como los otros, y esa distinción entre ambos tipos de experiencia se desdibuja precisamente por los hábitos inculcados por el consumismo. Una tercera modalidad de adquisición es que mediante máquinas productoras de imágenes y máquinas duplicadoras de imágenes podemos adquirir algo como información (más que como experiencia). De hecho, la importancia de las imágenes fotográficas como medio para integrar cada vez más acontecimientos a nuestra experiencia es, en definitiva, sólo un derivado de su eficacia para suministrarnos conocimientos disociados de la experiencia e independientes de ella. Ésta es la manera más inclusiva de adquisición fotográfica.
Mediante la fotografía, algo pasa a formar parte de un sistema de información, se inserta en proyectos de clasificación y almacenamiento que van desde el orden toscamente cronológico de las series de instantáneas pegadas en los álbumes familiares hasta las tenaces acumulaciones y meticulosas catalogaciones necesarias para la urilización de la fotografía en predicciones meteorológicas, astronomía, microbiología, geología, investigaciones policiales, educación y diagnósticos médicos, exploración militar e historia del arte. Las fotografías no se limitarán a redefinir la materia de la experiencia ordinaria (personas, cosas, acontecimientos, todo lo que vemos -si bien de otro modo, a menudo inadvertidamente- con la visión natural) y añadir ingentes cantidades de material que nunca vemos en absoluto.
Se redefine la realidad misma: como artículo de exposición, como dato para e! estudio, como objetivo de vigilancia. La explotación y duplicación fotográfica de! mundo fragmenta las continuidades y acumula las piezas en un legajo interminable, ofrece por lo tanto posibilidades de control que eran inimaginables con e! anterior sistema de registro de la información: la escritura. Que el registro fotográfico es siempre un medio potencial de control ya se reconocía cuando tales poderes estaban en cierne.
En 1850 Delacroix consignó en su Journal el éxito de algunos “experimentos en fotografía” realizados en Cambridge, donde los astrónomos estaban fotografiando el sol y la luna y habían logrado obtener una impresión de la estrella Vega del tamaño de una cabeza de alfiler.
El artista añadió la siguiente observación “curiosa”: Ya que la luz de la estrella cuyo daguerrotipo se obtuvo tardó veinte años en atravesar el espacio que la separa de la Tierra, el rayo que se fijó en la placa por lo tanto había abandonado la esfera celeste mucho antes de que Daguerre descubriera el proceso mediante el cual acabamos de ganar el control de esta luz.
Dejando atrás nociones de control tan insignificantes como la de Delacroix, e! progreso de la fotografía ha vuelto cada vez más literales los sentidos en que una fotografía permite controlar la cosa fotografiada. La tecnología que ya ha reducido al mínimo e! grado en el cual la distancia que separa al fotógrafo del tema afecta la precisión y magnitud de la imagen; ha suministrado medios para fotografiar cosas inimaginablemente pequeñas y también cosas inimaginablemente remotas como las estrellas; ha conseguido que la obtención de imágenes sea independiente de la luz misma (fotografía infrarroja) y liberado e! objeto-imagen de su confinamiento en dos dimensiones (holografía); ha reducido e! intervalo entre observar la imagen y tenerla en las manos (de la primera Kodak, cuando un rollo revelado tardaba semanas en volver al fotógrafo aficionado, a la Polaroid, que despide la imagen en pocos segundos); ha conseguido que no sólo las imágenes se muevan (cinematógrafo) sino que se graben y transmitan de modo simultáneo (vídeo); esta tecnología ha transformado la fotografía en una herramienta incomparable para descifrar la conducta, predecirla e interferir en ella.
*Fragmento de Sobre la fotografía (1973).