Stolypin ha disuelto la duma, y el zar ha intercambiado telegramas de amistad con la sociedad de los organizadores de pogromos… La táctica de esos señores es realmente muy sencilla.
Hace un año aproximadamente, Moskovskya Viedomosti, el órgano de la nobleza reaccionaria, resumía esta táctica de la manera siguiente: existen aproximadamente ciento cincuenta millones de personas en Rusia; apenas más de un millón participan activamente en la revolución; incluso si se fusilase y exterminase a todos los revolucionarios sin excepción, quedarían todavía en Rusia ciento cuarenta y nueve millones de habitantes (lo que es ampliamente suficiente para la felicidad y la grandeza de la patria).
Al hacer la resta, nuestros caníbales olvidan un hecho muy sencillo, que no deja de ser por eso el fundamento de la revolución: y es que el millón de personas que la hacen son el órgano ejecutivo de la historia.
Este hecho histórico es el que el señor Stolypin quiere ahora verificar nuevamente.
Ese ministro ruso que tiene en sus manos desde hace más de un año las riendas del gobierno, se ha revelado como el hombre con nervios de acero que, en su molesta situación, necesitaba el campo de la reacción. En su persona reúne la brutalidad grosera del propietario de esclavos y la audacia personal del granuja con los modales refinados de los hombres de estado que son el producto característico de la Europa parlamentaria. Gobernador de Saratov, donde las revueltas agrarias han conocido la mayor extensión, Stolypin, en el momento de la irrupción de la época constitucional, ha supervisado personalmente las ejecuciones de campesinos y, según el testimonio de los delegados a la Duma, en aquella ocasión prorrumpió en imprecaciones e injurias contra los campesinos imposibles de reproducir en un lenguaje distinto del lenguaje servil de nuestro país. Llamado por la voluntad lamentable y caprichosa del jefe del estado (que, a su vez, se encontraba en el centro de innumerables intrigas) al puesto de Ministro del Interior, y luego nombrado Primer Ministro, Stolypin ha mostrado la seguridad propia del ignorante que ni siquiera tiene una vaga idea de las leyes del desarrollo histórico, y ha practicado la Realpolitik cínica del burócrata que, pocos días antes, todavía hacía desnudar y azotar delante de él a los campesinos en interés del orden social. En la primera duma se mantuvo distanciado, observando la nueva situación y tratando de distinguir, con sus ojos penetrantes de bárbaro, bajo el pretexto jurídico del parlamentarismo, los límites reales de las fuerzas sociales.
Los desahogos líricos de los cadetes en la primera duma, su patetismo anticuado en el que no cesaba de vibrar la nota de la cobardía, sus llamamientos teatrales a la voluntad del pueblo, alternando con sus cuchicheos de lacayos en las antecámaras de Peterov, nada de todo eso podía impresionar al representante decidido de la reacción de los terratenientes rusos. Esperó atentamente el momento favorable, lo aprovechó y expulsó a los diputados del palacio de Táurida. Sin embargo, una vez cerradas y condenadas las puertas del palacio, se encontró bruscamente frente a todos los problemas históricos creados por la duma. Los motines en las fortalezas fueron aplastados con las armas; contra la terrible proliferación de actos terroristas, se instituyeron tribunales militares. Pero la crisis agraria, con toda su complejidad, continuó siendo para Stolypin el enigma de la esfinge.
Detrás del ministerio, la camarilla de los señores feudales, poderosa debido a la protección del zar, estrechó filas al recoger la consigna lanzada por uno de los suyos, el conde Saltykov: “¡Ni un palmo de nuestra tierra, ni un grano de arena de nuestros campos, ni una hierba de nuestros prados, ni una ramita de nuestros bosques!” El ministerio tenía a su disposición burócratas liberales, expertos serviciales y publicistas que el conde Witte había revendido baratos a Stolypin (y todos intentaban atraer a Stolypin de su parte, en la vía de las reformas y del estado constitucional).
Toda la legislación, en particular la legislación agraria, que apareció durante el período que separa la primera y la segunda duma, es el resultado de esas influencias y humores diversos. Eran ideas políticas lamentables, jirones de ideas, reformas andrajosas, esfuerzos burocráticos impotentes que se limitaban a introducir todavía más confusión en el infierno social que constituía la aldea rusa, donde las llagas de la explotación por mediación del estado y del capital, con el roce de las cadenas de una legislación feudal, se revestían con una gangrena purulenta.
Mientras que la potente “Unión del pueblo ruso”, que constituye una cadena compleja que une el trono al último de los hoolingans, reclamaba sin vacilar el restablecimiento del antiguo régimen y no veía más actividad legítima que la justicia pronunciada por los tribunales militares, la asociación de los octubristas, que se apoya, por su parte, en elementos del gran capital y de la gran propiedad terrateniente, poco numerosos y todavía menos activos, no aceptaba ver, en la actividad de esos tribunales, más que el preludio del régimen constitucional. No obstante, la asociación de los organizadores de pogroms no encontraba, para el ministerio, nada mejor que hacer, ni más serio, que asesinar a Herzenstein, especialista en cuestiones financieras y liberal. Entre tanto, la asociación de los octubristas, que elegía al hermano de Stolypin como publicista oficial y recibía como instructor a un funcionario del Ministerio del Interior, perdía los últimos restos de la confianza pública. El intento, que costó una fantástica cantidad de dinero, de lanzar en las provincias una prensa oficial, fracasó ante la hostilidad silenciosa de la población. En torno al ministerio se creaba un vacío, en el que los fantasmas de la revolución se tornaban amenazadores.
Pero todo esto no agotaba todavía la dificultad de la situación. Cuando Stolypin era aún gobernador de Saratov, el tesoro público le enviaba regularmente las cantidades que necesitaba para su administración. No tenía que devanarse los sesos para encontrar los medios de aplicar ese difícil arte que consiste en obligar a pagar a las generaciones futuras el precio de la opresión de la generación presente. A la cabeza del estado, sintió brutalmente el peso de los lazos de dependencia que lo ataban a los señores Mendelssohn, Clemenceau, Rouvier y Rothschild.
No podía evitarse la convocatoria de la representación nacional.
La segunda duma se reunió el 20 de febrero. La táctica oficial de la duma se encontró determinada por el centro, esto es, los cadetes, que tenía el apoyo de la derecha cuando se asociaba activamente con la contrarrevolución, y el de la izquierda cuando manifestaba suavemente su oposición.
En la primera duma, los cadetes se habían comportado como portavoces de la nación. Como soplaba entonces un viento de oposición extremadamente confuso sobre las masas populares, con excepción del proletariado de las ciudades, y las elecciones habían sido boicoteadas por los partidos de la extrema izquierda, los cadetes parecían los dueños de la situación. Representaban al país en su totalidad: los propietarios liberales, los comerciantes liberales, los abogados, los médicos, los funcionarios, los tenderos, los empleados de comercio, los campesinos. A pesar de que la dirección del partido continuaba en manos de los propietarios terratenientes, profesores y abogados, se encontraba impulsado hacia la izquierda por el número importante de provincianos radicales a la antigua moda, muy numerosos en él; es así como apareció el manifiesto de Viborg, que más adelante ha ocasionado tantas noches en vela a los pequeños burgueses liberales.
Los cadetes volvieron, aunque menos numerosos, a la segunda duma; pero como dice Miliukov, tenían ahora la ventaja de no tener ya tras de sí a habitantes confusamente insatisfechos, sino a electores que sabían lo que hacían y que habían dado sus votos a una plataforma antirrevolucionaria. Mientras que la mayor parte de los propietarios terratenientes y los representantes del gran capital pasaban al campo de la reacción activa, la pequeña burguesía de las ciudades, el proletariado del comercio y las capas inferiores de la intelligentsia votaban por los partidos de izquierda. Los cadetes conservaban el apoyo de una parte de los propietarios y de las capas medias de las ciudades. A su izquierda tenían a los representantes de los campesinos y de los obreros.
Los cadetes aprobaron al gobierno el reemplazo militar y prometieron votar el presupuesto. De la misma manera habrían votado nuevos empréstitos para cubrir el déficit del estado, y no habrían vacilado un instante para volver a tomar a su cargo la responsabilidad de las viejas deudas del absolutismo. Golovin, ese hombre vil que tenía como tarea la de encarnar en el despacho de la presidencia la abyección y la impotencia del liberalismo, tras la disolución de la duma expuso la idea de que el gobierno habría tenido que comprender que el comportamiento de los cadetes significaba su victoria sobre la oposición. Esto es totalmente exacto. Aparentemente no existía en esas condiciones ninguna razón para disolver la duma. Sin embargo, la duma ha sido disuelta. Esto muestra que existe una fuerza que triunfa sobre las razones políticas del liberalismo. Esa fuerza es la lógica interna de la revolución.
Al resistir a la duma dirigida por los cadetes, el ministerio tomaba conciencia de su fuerza cada vez más. Ya no se veía enfrentado con unas tareas históricas que exigieran imperiosamente una solución, sino con unos adversarios políticos a los que debía poner fuera de combate. En tanto que rivales del gobierno y aspirantes al poder, no había más que algunos abogados, para quienes la política, en líneas generales, era un tipo superior de debate judicial. Su elocuencia política oscilaba del silogismo jurídico a la verborrea más vulgar. Con ocasión del debate sobre los tribunales militares se enfrentaron los dos partidos. El abogado moscovita Maklakov, en quien los liberales veían a su hombre del porvenir, sometió la justicia de los tribunales militares, y con ella al conjunto de la política gubernamental, a una implacable crítica jurídica.
“Pero los tribunales militares no son una institución jurídica [responde Stolypin]. Son un instrumento de combate. ¿Me demuestra usted que este instrumento no es legal? Bien. En compensación, resulta eficaz. El derecho no constituye un fin en sí. Cuando la existencia del estado se halla en juego el gobierno no sólo tiene el derecho, sino que tiene el deber de elevarse más allá del derecho para beber en la fuente del poder.”
Esta respuesta, que contiene no solamente la filosofía de los golpes de estado, sino también la de la insurrección popular, sumió al liberalismo en la estupefacción. “¡Qué confesión tan inaudita!”, exclamaron los periodistas liberales, demostrando por milésima vez que el derecho prima sobre la fuerza.
Pero toda su política probaba lo contrario al ministerio. Retrocedieron paso a paso. Para preservar la duma de la disolución, abandonaron todos sus derechos uno tras otro, ofreciendo así la prueba evidente de que la fuerza primaba sobre el derecho. De este modo el gobierno debía, indefectiblemente, llegar a la idea de explotar su fuerza hasta el final.
De buena gana el gobierno habría hecho un pacto con los cadetes si ese precio hubiera obtenido un apaciguamiento de las masas populares, o al menos un apaciguamiento del campesinado y el aislamiento del proletariado. Pero la desgracia estribaba precisamente en que los cadetes no tuvieran a las masas populares detrás de ellos. El programa agrario del grupo de trabajo iba mucho más lejos que el de los cadetes. En toda una serie de cuestiones de la mayor importancia, el grupo de trabajo votaba con los socialdemócratas. Los mismos cadetes se encontraron completamente obligados a reconocer, pocos días antes de la disolución de la duma, que la derecha constituía un apoyo mucho más seguro, para el centro, que el grupo de los trudoviks. Pero la derecha, por su parte, no podía mantener el gobierno sin la ayuda de los cadetes. Para llegar a un acuerdo entre el gobierno y los cadetes se necesitaba un programa que representase un compromiso entre el programa gubernamental y el de los cadetes, y que, de cualquier modo, tuviese en cuenta los deseos de la reacción señorial. Ahora bien: un compromiso de esa naturaleza no habría satisfecho, ni por un instante, los intereses del campesinado. Al contrario, no podía evitar agudizar su hambre de tierra. Por otra parte, un acuerdo con los liberales resultaba imposible si no se concedían ciertas libertades políticas, por muy mutiladas que fuesen. Las masas quedarían, pues, insatisfechas, al tiempo que obtendrían la posibilidad de organizarse para la revolución; el gobierno estaría expuesto a los mismos peligros que antes, y solamente se habría dejado atar las manos por el régimen constitucional; de su parte habría tenido al aliado liberal, que no le podía ofrecer ninguna ayuda para dominar a las masas populares, aunque le estorbaría con sus grandezas líricas, sus delicadezas y sus escrúpulos. ¿Valía la pena? Evidentemente, no. He ahí por qué Stolypin disolvió la duma.
II
Los liberales, al parecer, no tienen dudas acerca de que la revolución haya acabado: “El pueblo está cansado, las ilusiones revolucionarias han muerto”, explican esos señores, invitándonos a meternos en un terreno jurídico inexistente. No comprenden que la revolución no se nutre de humores pasajeros, sino de contradicciones sociales objetivas. Mientras que la barbarie de las reacciones agrarias feudales y de la organización del estado no se liquide, la revolución no podrá acabarse. Sus interrupciones no constituyen más que períodos de actividad interna molecular. El cansancio psíquico de las masas populares puede provocar una paralización provisional de la revolución, pero en modo alguno impedir su desarrollo, sometido, por su parte, a condiciones objetivas. Además, ¿de dónde han tomado los sepultureros liberales de la revolución que las masas populares están más cansadas de unos cuantos años de revolución que de los numerosos decenios de miseria y de esclavitud?
Ciertamente, no tratamos de discutir que el estado de los espíritus, en ciertas capas de la población de las ciudades, ha cambiado en una medida no desdeñable. Los intereses del “arte puro” y de la “ciencia pura”, que habían sido rechazados por las pasiones políticas, intentan reconquistar sus posiciones. Los poetas decadentes, que en los días de octubre escribían himnos y cantatas revolucionarios, vuelven ahora a la mística y a la teosofía. En algunos círculos de la juventud intelectual se observa un culto organizado al dios Eros, impregnado de misticismo y esteticismo, y que, por lo que parece, no permanece siempre platónico. La vida humana, ese drama pesimista de Andreiev, consigue en el teatro un éxito fulminante. La demanda de dramas místicos a lo Maeterlinck se incrementa. En el polo inverso, la sensualidad vulgar de los cafés cantantes resulta más próspera que nunca. La pornografía invade el mercado literario, que, gracias a la solicitud de la policía, ha sido purgado de la literatura revolucionaria.
Son síntomas indiscutibles de tendencias contrarrevolucionarias. Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho que no afectan más que a grupos restringidos de la intelligentsia burguesa, que nunca habían sido factores serios de la lucha revolucionaria, y tampoco podían serlo jamás. Cuanto menos energía muestra ese pequeño mundo, cuanto menos importancia tiene en los elementos críticos de la revolución, más insoportable resulta su presunción en los períodos de calma política.
Sin embargo, para hablar del “cansancio” del proletariado es necesario olvidar deliberadamente la colosal energía de que hace alarde en este momento incluso en sus luchas económicas, a pesar de las enormes dificultades del régimen policíaco. La crisis industrial no deja a los obreros la oportunidad de calmarse. Sólo en la industria textil del centro de Rusia se percibe una cierta reactivación de los negocios. Pero, en el conjunto, el número de parados no deja de crecer. Muchas fábricas siderúrgicas cierran sus puertas; otras reducen la producción. Ello es causa de que ya aparezcan organizaciones obreras, consejos de parados, que despliegan una actividad enérgica. En algunos sitios consiguen imponer a los consejos municipales la organización de trabajos públicos, sobre los que establecen su propio control. Los lockouts se hacen crónicos. El alza de precios de los alimentos de primera necesidad, que alcanza un nivel inaudito, es general, e impulsa al proletariado hacia las cooperativas de consumo, y al mismo tiempo le incita a presionar sobre las municipalidades de las ciudades. Sin embargo, es en las fábricas en donde la lucha es más intensa. El proletariado resiste vigorosamente los esfuerzos desplegados por los capitalistas asociados para restablecer en las fábricas el régimen anterior a la revolución. En estos últimos meses el país ha conocido una nueva oleada de huelgas, en las que han participado incluso las capas más atrasadas del proletariado.
Ciertamente, ya no existen organizaciones semejantes a los consejos de delegados obreros, que reunían a la mayoría del proletariado urbano. Pero los consejos de delegados obreros eran, por naturaleza, órganos destinados a organizar a las masas del proletariado, las huelgas y las insurrecciones generalizadas. Tales organizaciones volverán a surgir ineluctablemente cuando las masas obreras tengan la posibilidad objetiva de manifestarse activamente. Por otra parte, en el período transcurrido, las organizaciones permanentes del proletariado se han desarrollado y reforzado considerablemente, sobre todo los sindicatos. Y, lo que es especialmente importante, su actividad no se reduce, y en las condiciones de Rusia no puede limitarse, a las luchas puramente económicas. Constituyen una combinación revolucionaria de los métodos de lucha económicos y políticos, desde la huelga general hasta la lucha electoral tras la bandera de la socialdemocracia. En el transcurso del año pasado las federaciones sindicales han conseguido tejer en diversas direcciones los hilos de una organización nacional. Una conferencia ha preparado la convocatoria de un congreso general de los sindicatos rusos. Así, pues, la organización de clases del proletariado, a pesar de todas las medidas policíacas, a pesar de todas las fricciones en el interior de la organización socialdemócrata, ha dado un gigantesco paso hacia adelante. En la próxima marea revolucionaria los sindicatos proporcionarán los apoyos más seguros de la revolución.
En diciembre de 1905 la revolución enfrentó de la manera más nítida el proletariado al absolutismo, y confió en manos del ejército la decisión sobre la suerte del poder del estado. Se demostró entonces que el absolutismo dispone todavía del número suficiente de bayonetas para reprimir la revuelta de los obreros de las ciudades.
Ciertamente, hubo en el mismo ejército una serie de motines. Pero eso, constantemente, ha sido obra de una minoría revolucionaria. Se sublevaron los marineros; en el ejército de tierra, los artilleros y las secciones de zapadores, que incluyen a los soldados más inteligentes, y principalmente a los obreros industriales. La enorme masa del ejército campesino permaneció indecisa o pasiva, y acabó cediendo ante los viejos automatismos y cayendo bajo la autoridad del absolutismo. El retraso social y político de las aldeas ha encontrado así su expresión en el ejército e impedido la continuación de la revolución.
Ahí es donde se ventila la suerte de la revolución; ahí, y no en los humores de los decadentes de la burguesía, que oscilan de un revolucionarismo desenfrenado al liberalismo más limitado, y pasan del nietzscheísmo a la ortodoxia cristiana.
El atraso del ejército ha frenado la revolución. Ahora bien; el servicio militar obligatorio (como es bien sabido) convierte al ejército en la representación del pueblo en armas. Durante algún tiempo el clima en el ejército puede retrasarse con respecto al clima en el pueblo, pero la concordancia de intereses y la comunidad de la sangre terminan por imponerse. El gobierno recluta todos los años más de 400.000 jóvenes; la revolución rusa dura desde hace dos años; en tres o cuatro años todo el ejército ha cambiado. Por eso el color político del ejército depende del depósito social en el que el militarismo ruso toma su material humano, es decir, esencialmente, del campesinado.
III
Ni una sola de las condiciones fundamentales necesarias para el desarrollo de la agricultura se satisface en la Rusia de hoy. Los campesinos no han obtenido la tierra ni la igualdad de derechos. Todas las reformas del zarismo en ese dominio se reducen a una lamentable chapucería, que apenas toca ligeramente la superficie de la crisis económica del campo.
La ley sobre el abandono de la asociación comunal otorga a los campesinos fuertes una enorme superioridad sobre los pequeños campesinos. Podría convertirse en fuente de guerra civil en el mismo municipio si todas las relaciones en la aldea no estuvieran sometidas a la voluntad de tomar posesión de la tierra señorial.
El ministerio que ha disuelto la duma ha constituido con los dominios de la corona un fondo destinado a ser vendido a los campesinos. El resultado, necesariamente, consistirá en el paso de numerosas parcelas de manos de los pequeños aparceros pobres a la propiedad de los grandes campesinos.
La extensión de la actividad de la banca campesina forma parte igualmente de los remedios propios de charlatanes del gobierno. Los tres millones y medio de deciatinas, cuya venta ha negociado la banca después de 1906, se han convertido en propiedad de los campesinos adinerados. La masa de los campesinos, caída en la miseria, y cuya situación insoportable desencadena las insurrecciones, no ha obtenido nada. Incluso es incapaz de pagar un anticipo de treinta rublos por deciatina, y, por consiguiente, menos todavía de satisfacer el precio total de la tierra. Bajar el tipo de interés de 5,75 a 4,5 por 100 no supone ninguna ayuda para el campesino despojado, que calienta su estufa con la paja de su tejado.
En lo que respecta a los derechos del campesino, la más radical de las reformas gubernamentales continúa siendo todavía la supresión del apaleamiento. La transformación del sistema de pasaportes y las facilidades otorgadas a los campesinos para entrar en las filas de los chinovniks (Oficial menor en la Rusia zarista, EP) y de los monjes (medidas que debemos al genio del hombre de estado del señor Stolypin) constituyen un digno complemento de esa actividad emancipadora del zarismo.
Por otra parte, las conquistas realizadas por los campesinos al utilizar inmediatamente las palancas de la violencia revolucionaria (desde la huelga al terror económico) son bastante claras y palpables para alentarlos a proseguir por ese camino.
Los campesinos han obtenido con gran esfuerzo dos clases de ventajas: primeramente, en tanto que arrendatarios de las posesiones señoriales; además, como obreros agrícolas asalariados. Municipios enteros, y a veces regiones enteras, tomaron la decisión de no arrendar las posesiones señoriales y de no realizar trabajos para el señor más que en las condiciones fijadas por decisión del municipio. Se estableció un máximo para los arriendos y un mínimo para los salarios: fueron estrictamente respetados. Esas decisiones pudieron ser aplicadas más fácilmente, toda vez que en muchos casos los señores, aterrorizados, estaban dispuestos a arrendar sus posesiones según las tarifas más bajas, para obtener la posibilidad de liquidar su explotación y refugiarse en la ciudad. Según estadísticas, que, naturalmente, no pueden ser más que aproximadas, la progresión económica de los campesinos, a expensas de los grandes propietarios terratenientes, les ha proporcionado en el año 1906 entre los cien y ciento cincuenta millones de rublos. Evidentemente, no es eso lo que salvará al campesinado de la pauperización: el déficit anual de la economía campesina en toda Rusia alcanza, según diversas estimaciones, varios miles de millones de rublos. Si la cosecha es mediana, esto significará solamente una alimentación insuficiente; si la cosecha es mala, el hambre (y una hecatombe). Ahora bien: al tiempo que conocemos la disolución de la duma, se nos dice en las mismas fuentes oficiales que todavía este año hay que esperar una mala cosecha en diez provincias.
Estos hechos objetivos indican claramente que el campesinado no tiene razón alguna para abandonar la oposición revolucionaria por el campo del orden. Todo lo contrario, cuanto más fuerte se hace la presión de la reacción señorial, que dirige según su conveniencia la política del absolutismo, más debe aumentar en intensidad la energía revolucionaria del campesinado, hasta que se creen, al menos, las condiciones elementales de un desarrollo capitalista normal del país. Y vemos, efectivamente, al tiempo que la disolución de la duma, estallar en toda una serie de provincias disturbios campesinos, y vemos que los edificios señoriales son pasto de las llamas.
La experiencia de la segunda duma muestra nuevamente que para salir de las condiciones sociales y políticas complejas de Rusia no existe salida en el terreno del compromiso legislativo.
La duma fue el lugar donde el liberalismo y la socialdemocracia se han disputado la influencia sobre las masas campesinas. En esa lucha el liberalismo ha sufrido de nuevo una derrota de consecuencias graves: se demostró que el terreno de los acuerdos constitucionales, hacia el que pretendía atraer al pueblo, no existe más que en la imaginación de los ilusionistas liberales. La disolución de la duma constituye la prueba evidente, aportada por la historia, de que un conflicto revolucionario abierto resulta inevitable. Si ya en las últimas elecciones el liberalismo se encontró obligado a levantar un poco la visera de su casco para mostrar su facha contrarrevolucionaria y a buscar apoyos en las capas “razonables” de la población, de ahora en adelante deberá renunciar definitivamente a ejercer cualquier influencia sobre las masas populares, y, por consiguiente, a renunciar a su papel histórico.
No es el liberalismo, sino el ejército, quien se encuentra entre la reacción zarista y el pueblo. La revolución vuelve a plantear la cuestión al desnudo: ¿de qué parte están las bayonetas del ejército campesino? Pero al mismo tiempo que los disturbios campesinos, los últimos motines en el ejército, en los dos acorazados en Sebastopol y entre los zapadores de Kiev, indican el cariz que toman los acontecimientos. Sin embargo, el clima en el ejército no puede conocerse mediante una encuesta; sólo podrá manifestarse en una nueva sublevación revolucionaria de las masas populares. Querer determinar hoy el momento y las formas de los acontecimientos que se anuncian resultaría totalmente estéril. Hasta ahora la fuerza elemental de la revolución nos ha sorprendido siempre por su fuerza creadora y su riqueza inventiva. No somos nosotros, sino ella, quien ha proporcionado una salida a las fuerzas revolucionarias; no somos nosotros, sino ella, quien ha indicado las formas de organización de la lucha. Lejos de encontrarse agotada, su fuerza ha aumentado, está preñada de luchas todavía superiores a las que hemos conocido, de medios de lucha superiores, de problemas, de posibilidades superiores… Si corremos un peligro, no es el de sobrevalorarla, sino completamente el inverso.
(Tomado de Marxists Archive)