por Roberto Hofer
Más allá de adquirir un artículo de consumo, la pasión por los discos de vinilo es como un enamoramiento a primera vista o una experiencia religiosa. Mucho antes de hacer correr la aguja, una carátula de vinilo puede retrotraernos a un pasado mejor o resucitar un perdido amor buscado por cielo, mar y tierra.

Aunque esté la funda estropeada o incluso el disco “pelado”, el solo aroma a historia del mismo es capaz de sustraernos, cual bibliófilo olisqueando un glorioso pasado ido. Y de ahí la cálida nitidez de los instrumentos al paladearlo, con ese oleaje estático que acompaña el roce del “pick-up” o tocadiscos… Irresistible trozo de la historia con sonido analógico, incapaz de ser sintetizado por la perfección de los formatos digitales. Este indescriptible ritual resulta ser la experiencia más cercana a la música en vivo, lo cual hace al melómano un incondicional de estos surcos en espiral.
Si del vinilo se pueden escribir mil y una historias -como también de la actual pandemia-, hemos creído necesario darle una repasada a este rejuvenecido formato, que en Chile vivió una de sus historias más breves e ingratas. De ahí nuestro interés de documentar algunos aspectos del disco chileno, cuya producción entraba en agonía cuando en 1981 la cadena yanqui MTV debutaba con un clip de sintomático nombre, “El video mató a la estrella de la radio”, modificando para siempre las pautas de la programación televisiva y del mercadeo de la música envasada.
Algo de historia
Más allá de la falta de una cultura discográfica en nuestro país, dadas las reducidas ediciones (cuyas tiradas en ocasiones llegaron a 500 copias), reproductores caseros de dudosa calidad e incluso mala manipulación y conservación de los discos, este tradicional formato reinó sin contrapesos entre los años ‘30 y ‘70. Primero, con los clásicos acetatos de Victrola (de 78 revoluciones por minuto o rpm), y luego con el desarrollo del microsurco (discos de 45 y 33 rpm) en los años ’50 y la gran masificación del vinilo, con discos que ya no se rompían al caer y almacenaban mayor tiempo de música grabada.
El 13 de julio de 1927, la fábrica EMI (más tarde Industrias Eléctricas y Musicales Odeón S.A.) prensó en Chile su primer registro fonográfico, un acetato del argentino Roberto Firpo. Ese mismo año, el sello Victor (después RCA Victor) se instalaba también en este pujante país -de entonces 4 millones de habitantes-, y a los pocos meses fichaba ya a sus primeros artistas chilenos.
De 1927 a 1951, voces extranjeras predominaron en las grabaciones vendidas por EMI Odeón, pasando los talentos criollos a nivelar la balanza en la primera mitad de los años ’50.
En los años ’60, en el apogeo del negocio discográfico Chile tenía tres plantas prensadoras de discos. Esto, versus ocho en Brasil y siete en Argentina, países que no sólo nos superaban en este boyante negocio, sino que triplicarían al menos los títulos que editó Chile en los años ‘70.
Moda “depredadora”
Los verdaderos coleccionistas saben de lo imposible que sería hallar algún vinilo chileno de época de Myriam Hernández o de Los Prisioneros, porque sencillamente nunca existieron. Como país subdesarrollado, quienes empezábamos a coleccionar música hace casi cuatro décadas, inmersos en una “cultura de la basura”, apenas alcanzamos a procesar cuando Chile dejó de prensar este formato en 1982; una decisión de mercado asociada a la hegemonía en la venta de casetes por aquel entonces. Al final, como “ingleses de Latinoamérica”, aparentemente por un asunto de moda ya no fabricamos más vinilos, y se vendieron las prensadoras de acetato a otros países “más concientes”.
En suma, el auge del personal estéreo llevó a la industria al extremo de privilegiar un formato de consumo, matando a otro más noble (equivalente a una matriz: se podía piratear de disco a casete, pero nunca de casete a vinilo), y metiéndose por buena parte aquella elevada frase que lucía este producto en su carátula: “disco es cultura”, en una especie de parricidio sonoro.
De ahí, el oscurantismo desatado, al punto que EMI Odeón no sólo empezó a importar vinilos nuevos desde Argentina –y en una reducida gama-, sino también casetes originales (al parecer por un tema de costo de oportunidad). Sin embargo, la movida no duró mucho, pues la calidad de las cintas no complació el gusto nacional, a lo que se sumó un franco encarecimiento del casete importado.
Al año después apenas ya llegarían vinilos de dicha procedencia, salvo material promocional para radio, y entre 1983 y 1984 nos nutriríamos -cual meras golondrinas- con ediciones españolas y americanas.
Epílogo ochentero
En plena recta de los años ’80, por mucho “boom” económico y años de “plata dulce” (a la usanza Chicago), la música era (y sigue siendo) un bálsamo cultural costoso. Una estudiantil mesada de clase media baja solía alcanzar para un bien elegido disco long play (largaduración), toda vez que los vinilos importados eran más costosos y su stock muy limitado, al punto que si llegaba “el” disco de Pink Floyd a una disquería, había que apañarlo antes que otro hambriento diletante se lo llevara.
Más vergonzoso con los años fue constatar que pasamos a la historia con el récord de ser el único país sudamericano donde se dejó de prensar vinilos. Claro que eran años de escasez y de necesidades básicas (fisiológicas) por sobre el consumo suntuario, donde rendiría más el “pirateo” de grabaciones o el intercambio con otros que compraban vinilos para sacar alguna copia.
En esta orfandad total, en 1987 ya era difícil encontrar alguna disquería en provincia que no vendiera sólo casetes, al punto de vernos obligados a tener que consumir este formato de inferior fidelidad y duración (y nada barato). Aparte que las tiendas especializadas de la capital cobraban un ojo de la cara por lo último editado en long play –la cercanía con Argentina al menos compensaría al coleccionista magallánico para poder aperarse-.
La “dictadura” del casete no alcanzaría a durar dos décadas, ya que el disco compacto llegaría “con serrucho”, pero esa es otra historia y con final esperable. Hasta el actual retorno en gloria y majestad que vive el vinilo y todo lo “vintage” asociado a este ilustre formato.
Ediciones nacionales que desafían al tiempo
En nuestro país se editó música en vinilo en los formatos de long play de 12 pulgadas (33 rpm) y singles de 7 pulgadas (45 (rpm) desde los años ’50 hasta 1982.
-En 1967, había unos 150 mil tocadiscos en el país y se vendían 26 mil aparatos al año, alimentados por unas 300 tiendas de discos.
Aun cuando sería imposible levantar un catálogo de todo lo que editaron en vinilo los sellos chilenos hasta la prematura muerte del formato (1982), no dudamos que pudo haber un mejor posicionamiento de talentos nacionales, amén del poco dadivoso filtro para editar artistas internacionales.
La mejor prueba para el melómano que vitrinea hoy en algún “persa” o feria de antigüedades es el predominio de vinilos chilenos orquestales de olvidados artistas de moda en los años ’60 o ’70, algunos de ellos bailables, álbumes de música docta, a lo más folclor nacional onda Huasos Quincheros o Tito Fernández, astros en español y onda disco. Pero, ¿algo de música electrónica, jazz o rock…? Ni hablar, al ser especialmente este último género bastante menospreciado en los últimos años de la industria discográfica -salvo todas aquellas melodías vinculadas al espacio televisivo “Música libre”-.
Aunque suelen decir que los chilenos “somos lo que comemos”, en materia de consumo da la impresión que “nunca fuimos lo que escuchábamos”, pues lo poco y nada que los sellos se empeñaban en prensar luce deficitario ante las toneladas de álbumes y melodías del ayer que circulan comprimidas hoy en Internet.
Tiempos de “Bonanza”
Si tuviéramos que marcar un espacio en el tiempo, los años ’60 fueron el periodo de mayor crecimiento del negocio discográfico, de la mano del “Baby Boom” y de la eclosión de figuras de renombre nacional e internacional. En aquella romántica década, éramos el tercer actor de Sudamérica en ventas de música envasada.
Como lo consignan sus archivos, en 1967 (año que vio aparecer el álbum “Sargento Pepper” de The Beatles) la transnacional EMI era el sello discográfico que “la llevaba” en Chile, con más de un 40 por ciento de la “torta”, seguido por los también multinacionales RCA (Corporación de Radio de Chile S.A.) y Philips, más un puñado de etiquetas de menor tamaño (Arena, Producciones Caracol, Orpal y Goluboff). En aquellos desiguales tiempos de poblaciones “callampa” y de incipiente Reforma Agraria, nuestro ingreso “per cápita” marcaba 753,13 dólares de la época (1967), sólo superado a nivel latinoamericano por Venezuela.
Y si de industria se trata, qué mejor estadística que los alrededor de 150 mil tocadiscos que contabilizaba nuestro largo y angosto país del ’67, donde se vendían anualmente unos 26 mil aparatos, alimentados por unas 300 tiendas de discos.
A nivel local, la Discoteca Domic, atendida por la recordada Dita Mera Latorre, era un actor estelar en este mercado. Aquella comerciante en alguna entrevista pretérita nos hizo saber que alrededor del 70 por ciento de las ventas correspondían entonces a discos singles (45 RPM) y el resto a los álbumes o discos long play (33 RPM).
Rock y otras yerbas
Por lo menos en la década del ’60 e inicios de los ’70, los catálogos de sellos nacionales y multinacionales nutrieron a los coléricos chilenos con sonidos paganos que “la llevaban” en aquel periodo, como ocurrió con Philips (Jimi Hendrix, The Who, Bob Dylan, The Doors, Led Zeppelin, Cream) y EMI Odeón (Simon & Garfunkel, Santana, Grand Funk Railroad, Ten Years After).
Tras el Golpe de Estado de 1973 (año de la crisis del petróleo, que hizo morder el polvo a la creciente industria disquera) el colador musical redundó en la edición de artistas más vendedores que talentosos, teñidos del oropel de los “top ten” europeos y yanquis.
Incluso se dio el caso de muchas bandas emergentes o consagrados del pop rock que vieron prensado en Chile apenas un álbum de su extenso catálogo como: Rush, The Stranglers, John Miles (artífice de aquel exitazo intitulado “Music”), Gentle Giant, Kansas, Thin Lizzy, UFO, Joni Mitchell, Peter Gabriel, Robert Palmer o los Barclay James Harvest (con su disco incidental del espacio televisivo “Magnetoscopio Musical”). Otros apenas alcanzaron algún single como los rockeros Van Halen “Oh, Pretty Woman” (cover de Roy Orbison, editado por el sello Quatro); los melódicos Foreigner, “Waiting For a Girl Like You” (Quatro) o los electrónicos Yellow Magic Orchestra, “Computer Game” (EMI Odeón).
Más suerte en cuanto a periodicidad de ediciones (hasta la debacle del ’82) tuvieron artistas extranjeros vendedores como Ray Conniff, Julio Iglesias, Neil Diamond, Queen, Boney M, Abba, los Bee Gees y los ex Beatles Paul McCartney y John Lennon.
Ahora, lo reducido del mercado y la coyuntura económica setentera llevarían a Philips (usualmente tercera discográfica en tamaño) a importar algunos títulos en vinilo desde Brasil al promediar los años ’70; en tanto, el sello Quatro abría los ’80 con material procedente de EE.UU.
La etiqueta Sochem (que prensaba su material en EMI Odeón) afrontaría la nueva década absorbiendo los catálogos de Philips y de RCA (que durante la Unidad Popular se había nacionalizado bajo la sigla IRT, y en dictadura pasó a ser IRT Alba). Tal esfuerzo no se traduciría en mayores ventas y, para colmo, en junio de 1982 la economía chilena se derrumbaría como un castillo de naipes.
Al romperse la cadena de vida de la pasta chilena, corrientes musicales enteras de los años ’80 e inicios de los ’90 no alcanzaron a ver la luz en ediciones nacionales, y de ahí que no exista nada atesorable “made in Chile” vinculado al Heavy Metal, Synth Pop, Rock Latino, Grunge, New Wave (salvo dos álbumes de Blondie) o incluso el Punk que, siendo anterior, pasó inadvertido.
Calidad en el tiempo
Al no poder hablar ya de cantidad, la calidad de prensado nacional sin ser la mejor, al menos envejece bien. Durante la etapa monofónica hasta 1970, la pasta fue digna, en ediciones de 150 a 180 gramos, con excelente fidelidad, casi a la par que las ediciones europeas. Claro que el talón de Aquiles fue el débil plastificado de los estuches de portada entre los años 60’ y 70’ (hasta el debut del termolaminado recién en 1974). Incluso con la sola manipulación, las aletas de carátula se deterioraban o se desprendían fácilmente del nylon. Por eso abundan viejos elepés estropeados y sin funda, que sólo sirven para adornar un quincho.
Pero para quienes atesoramos épocas mágicas de nuestras vidas en hileras, con carátulas y surcos plagados de emociones y recuerdos indelebles, los vinilos nacionales siempre ocuparán un lugar especial, sin importar adonde nos lleve la aguja del tiempo.
(Tomado de El Magallanes, edición dominical de La Prensa Austral de Punta Arenas)