Llevamos a Valdivia bajo el árbol.
Era un azul de lluvia, la mañana con fríos
filamentos de sol deshilachado.
Toda la gloria, el trueno,
turbulentos yacían
en un montón de acero herido.
El capelo elevaba su lenguaje
y un fulgor de luciérnaga mojada
en toda su pomposa monarquía.
Trajimos tela y cántaro, tejidos
gruesos como las trenzas conyugales,
alhajas como almendras de la luna,
y los tambores que llenaron
la Araucanía con su luz de cuero.
Colmamos las vasijas de dulzura
y bailamos golpeando los terrones
hechos de nuestra propia estirpe oscura.
Luego golpeamos el rostro enemigo.
Luego cortamos el valiente cuello.
Qué hermosa fue la sangre del verdugo
que repartimos como una granada,
mientras ardía viva todavía.
Luego, en el pecho entramos una lanza
y el corazón alado como un ave
entregamos al árbol araucano.
Subió un rumor de sangre hasta su copa.
Entonces, de la tierra
hecha de nuestros cuerpos, nació el canto
de la guerra, del sol, de las cosechas,
hacia la magnitud de los volcanes.
Entonces repartimos el corazón sangrante.
Yo hundí los dientes en aquella corola
cumpliendo el rito de la tierra:
«Dame tu frío, extranjero malvado.
Dame tu valor de gran tigre.
Dame en tu sangre tu cólera.
Dame tu muerte para que me siga
y lleve el espanto a los tuyos.
Dame la guerra que trajiste.
Dame tu caballo y tus ojos.
Dame la tiniebla torcida.
Dame la madre del maíz
Dame la lengua del caballo.
Dame la patria sin espinas.
Dame la paz vencedora.
Dame el aire donde respira
el canelo, señor florido.»