Mi padre me aconsejó crear una línea de radio taxis, una línea que cubriera la zona poniente de Santiago. Él fue quien me propuso el nombre, «Pacífico». Tardé un par de décadas en consumar tal aspiración.
Fui arrojado desde un avión en las inmediaciones del Aeropuerto de Pudahuel. Mientras planeaba sobre el explayo, una extensa red de fogones, basurales y modestas fábricas de ladrillos, fulguraba en las inmediaciones de la red de pistas de aterrizaje. Aquellos fogones circulares, iridiscentes y desparramados hacia el norte, marcaban con brutalidad las cicatrices suburbanas de la interminable y esperpéntica capital.
Mi paracaídas estaba construido con sábanas, cartón y un papel celofán que permitía dirigir miradas hacia la altura. Naves oscuras que pasaban libres en la noche trastornaban el curso de mi descenso.
Como si se tratara de un ser vivo, la superficie del teatro de operaciones agobiaba el tramo final con jaurías de perros que seguían mi acercamiento. Llegué al patio de una casa iluminada —un chalet californiano de una planta y ventanas desmesuradas— en la que transcurría una fiesta juvenil, una previsible secuencia de grupos que bebían y cantaban. Algunos ensayaban cabezas humanas y otros leían en voz alta. Un par de muchachos aullaba. Busqué comida en la cocina.
Acopiando desechos, mendigando y cometiendo pequeños robos logré instalar mi red clandestina de taxis. La central de llamados, que se disfrazaba de vulcanización, servía de apoyo a miserables, ladrones, prostitutas y desertores. Tardábamos un día completo en hacer el tramo Maipú-Lo Espejo. Muchas veces cubríamos con ramas de arbustos los automóviles con la gente adentro. Fue un esfuerzo magnífico e incomprendido, por lo mismo.
En estos momentos llevo una camisa blanca con los puños ennegrecidos por sangre reseca. Mis uñas están sucias y escucho una voz profunda modularse en el fuego de una zarza. Es mediodía y la sombra es mínima, el calor hace brillar los rieles de los tranvías cubiertos por alquitrán, a unos metros caen puñados de pétalos de jacarandá. No llevo documentos. De mi mano izquierda pende una bolsa plástica con manzanas verdes. Toco tu puerta papá y espero que me reconozcas.