por Romaric Godin
Tras imponer la reforma de las pensiones en contra de [la mayoría de] su país, Emmanuel Macron se embarca en una huida hacia delante autoritaria para aplicar una política a favor del capital. A partir de ahora, su voluntad debe ser la voluntad del país. Tanto si le gusta al país como si no.
Poco a poco, tenemos que afrontar los hechos. La reforma de las pensiones no se refería únicamente a las pensiones, ni mucho menos. Era un proyecto político mucho más amplio. El objetivo iba mucho más allá: imponer el poder de un hombre al conjunto de la sociedad. Al imponer su reforma, el presidente de la República pasó por encima de la oposición política de la Asamblea Nacional, de una movilización social sin precedentes y de la impopularidad general del proyecto.
Emmanuel Macron ha demostrado que el régimen actual ya no tiene contrapesos reales y que ahora puede gobernar Francia a su antojo. Sin siquiera necesitar una mayoría parlamentaria.
Esta demostración tiene una doble función. En primer lugar, desalentar cualquier forma de resistencia a su poder en el futuro, ya que ha ganado la madre de todas las batallas. En segundo lugar, iniciar un proceso de afianzamiento en el poder combatiendo a quienes aún se resisten.
Es con este telón de fondo con el que hay que analizar las acciones del ejecutivo y de sus partidarios durante el último mes. Por un lado, tenemos, para instruir a las masas, la puesta en escena de un presidente omnipresente y omnipotente, resolviendo una tras otra todas las heridas que afligen aún al país. Un día, Emmanuel Macron reindustrializa el país; al siguiente, resuelve el problema de la escasez de medicamentos; al tercero, salva el planeta a golpe de crecimiento verde. El mensaje es claro: todo lo que el presidente quiera, lo puede hacer; y, por lo tanto ,es inútil y perjudicial intentar detenerle.
Por otra parte, el control autoritario del país se hace cada día más fuerte. A la violenta represión de las manifestaciones contra la reforma de las pensiones le ha seguido una represión de los movimientos y protestas ecologistas, cuyo punto culminante será el anuncio, el miércoles 21 de junio, de la disolución del colectivo Les Soulèvements de la Terre [ver más abajo]. Todo ello se ha escenificado para justificar la represión, como en los registros y detenciones de activistas el 20 de junio y las que se dieron el 5 de junio. A ello se añade la presión ejercida sobre la Liga de Derechos Humanos (LDH) y otras asociaciones. Tanto es así que Naciones Unidas ha expresado públicamente su preocupación por el estado del «derecho de reunión» en Francia.
Al mismo tiempo, el gobierno francés insistió en el Consejo de la Unión Europea en limitar la protección de los periodistas en caso de «amenazas a la seguridad nacional» (véase la investigación de Investigate Europe sobre el tema), mientras que el Senado francés autorizó la activación remota de cámaras y micrófonos de teléfonos móviles en determinadas investigaciones.
El lunes 19 de junio, la guinda del pastel fue una entrevista a Richard Ferrand , un viejo cascarrabia de la macronía en Le Figaro, quien en medio de una frase abrió la puerta a un cambio en la Constitución para suprimir el límite de dos mandatos presidenciales sucesivos. Con una justificación que asombrosa: «Todo esto [el funcionamiento democrático] constriñe nuestra vida pública con reglas que limitan la libre elección de los ciudadanos».
Presidencialismo extremista
Afortunadamente, aún estamos muy lejos del sueño de Richard Ferrand. No parece probable que una reforma de este tipo logre una mayoría en el Congreso o en la opinión pública. Pero esta opción, formulada tan claramente por primera vez, es un síntoma de la visión política que domina en el Elíseo. A partir de ahora, el presidente podría imponer sus puntos de vista a una sociedad que tendría que reconocer, de buen grado o no, su superioridad, que no cesa de escenificar.
En la película de Marcel Carné Les Enfants du paradis, el famoso actor Frédérick Lemaître acepta actuar en una obra de teatro, pero «a condición que le dejen hacer lo que quiera». Emmanuel Macron acepta la democracia en los mismos términos: con sus propias condiciones.
La mención ahora de un tercer mandato sitúa claramente a Macron en el campo de los regímenes personales dispuestos a juguetear con las leyes electorales y las constituciones para preservar el poder. Recep Tayyip Erdoğan modificó la Constitución turca para imponer un régimen presidencialista del que él sería el dueño natural. Viktor Orbán, en Hungría, modificó la ley electoral para asegurarse amplias mayorías capaces de darle el poder de cambiar la Constitución. Por no hablar, por supuesto, de Vladimir Putin que, tras burlar la Constitución rusa, acabó cambiándola para poder seguir siendo presidente.
Aquí tenemos muy claramente un cambio en la naturaleza del autoritarismo de Macron que, por otra parte, ha sido una característica dominante de esta corriente política desde la represión del movimiento de los chalecos amarillos. Además, también es en este contexto en el que debemos entender los llamamientos a la unidad nacional en torno al presidente, uno de los elementos dominantes em el lenguaje de la mayoría en las últimas semanas y, ahora, el tema principal de la entrevista a Richard Ferrand.
Puesto que nada puede resistir al presidente, puesto que se ha demostrado que es inútil intentar oponerse a su voluntad y puesto que, finalmente, todo tiende a demostrar que el Jefe del Estado es capaz de resolver todos los problemas, la única opción razonable es someterse a él.
Richard Ferrand no dice otra cosa cuando afirma: «[Situarse] Fuera de esta opción estratégica [alianza con la mayoría presidencial -nota del editor-], es un suicidio democrático». Y añade: «No siempre podemos evitar la locura colectiva resultante de la pérdida del sentido común, pero entonces se desarrollaría en detrimento de los valores fundamentales».
A la luz de los hechos expuestos, esta última frase llama la atención. ¿El presidente de la República, que aprieta cada vez más a este país, negándose a escucharlo y prohibiendo las asociaciones ecologistas, sería el baluarte contra una «locura colectiva» que amenaza los «valores fundamentales»?
Semejante retórica sólo tiene una función: considerar que no existe oposición democrática al presidente. De ese modo, el presidente se convierte en la encarnación de la democracia. Se trata, evidentemente, de un ejemplo típico del autoritarismo francés. Todos los regímenes represivos del siglo XIX se construyeron en torno a esta identidad entre los valores y el hombre.
En 1804, el sénatus-consulte del 28 de Floréal Año XII estableció el Imperio de la siguiente manera: «El gobierno de la República se confía a un emperador hereditario». Era natural: frente a la oposición, tanto de la izquierda como de la derecha, Napoleón Bonaparte se había convertido en la República del sentido común. Y la proclamación de la farsa imperial fue la consecuencia lógica de esta identidad. Al igual que en la mente de Richard Ferrand, el límite de dos mandatos presidenciales debe suprimirse para lograr una verdadera democracia.
Esta misma lógica puede encontrarse en otros momentos clave de la historia francesa. En 1830, Luis Felipe fue, se nos quiere hacer creer, la encarnación de la libertad contra los republicanos sanguinarios y los legitimistas reaccionarios. En 1851, Luis-Napoleón Bonaparte desempeñó el mismo papel: se convirtió en la personificación de la democracia frente a una asamblea que había restringido el derecho al voto y reprimido a las y los trabajadores. Además, se apresuró a restablecer el sufragio universal masculino (bajo la supervisión de los prefectos). Finalmente, de 1871 a 1873, fue este mismo partido el que permitió a Adolphe Thiers asentar su poder.
Forjar un pueblo ideal
En esa línea se sitúa Emmanuel Macron. Y tanto más cuanto que esos regímenes no se impusieron únicamente por la locura o el ansia de poder de sus dirigentes. En todos los casos, se trataba menos de imponer la voluntad de un hombre que la de una clase, los propietarios y gestores del capital. Y en la Francia actual no es diferente. Por eso, la reforma de las pensiones que, ante todo, ha sido un golpe de fuerza contra el mundo del trabajo y la protección social para financiar la reducción de impuestos a las empresas y al capital, fue la madre de todas las batallas.
Evidentemente, este tipo de régimen hace todo lo posible por ocultar su carácter de clase, y la mejor manera de hacerlo es formar un buen pueblo. Este buen pueblo es razonable, no le gustan los extremos, se adhiere al consenso económico dominante; en resumen, está a favor del presidente. En esto, el pueblo se opone a la chusma y quienes están presos de la locura colectiva que deben ser excluidos de la unión nacional encarnada por el Jefe del Estado.
Es un clásico. Al día siguiente del golpe de Estado del 2 de diciembre, el futuro Napoleón III dijo lo siguiente, que resume toda la política del actual gobierno de la República: «Es hora de que los buenos se tranquilicen y los malos tiemblen».
En esta empresa de disimulo, también podemos recuperar algunas figuras del movimiento obrero, como Missak Manouchian, cuya entrada en el Panteón fue anunciada el domingo 17 de junio por Emmanuel Macron. Un verdadero obrero, comunista, internacionalista, inmigrante y héroe de la Resistencia: ¡he aquí la prueba de que el presidente no es un sectario!
Salvo que no podemos evitar pensar qué haría hoy el régimen actual con un Manouchian. ¿Se le juzgaría presa de esa locura colectiva que le llevaría a defender un régimen de pensiones que su sacrificio contribuyó a poner en marcha en la Liberación? ¿Se le encerraría en un centro de detención administrativa? ¿Se le enviaría de vuelta a la frontera? ¿O se le toleraría a condición de responder a las necesidades del mercado laboral, lo que sería lo contrario del compromiso de toda su vida? Para el poder, un buen revolucionario es ante todo un revolucionario muerto. Por eso lo pueden celebrar [llevar al Panteón].
El deslizamiento autoritario del régimen no es nada nuevo. Desde la represión de los chalecos amarillos hasta la gestión de la crisis sanitaria, pasando por el increíble primer 49-3 para ila reforma de las pensiones de 2020, el macronismo no ha dejado de estrechar el cerco sobre el país. Pero los últimos acontecimientos son más que preocupantes, ya que parecen haberse roto varios diques. El martes 20 de junio, Elisabeth Borne afirmaba que «una vez superadas las pensiones, se puede resistir a todo».
Esta confianza oculta una realidad mucho menos agradable. Porque esta política favorable al capital, que es la base de este autoritarismo, sufre en realidad un fracaso tras otro en el contexto de un capitalismo que se agota y destruye cada vez más, frente a una población francesa que, a pesar de todo, lo rechaza más que nunca.
A partir de ahí, la única solución es una huida hacia delante autoritaria para obligar a la realidad a plegarse a los mitos del presidente. Y tanto peor si el país está abocado a sufrir aún más por semejante locura.
(Fuente: Mediapart)