por Aniceto Hevia
Desciendo del Cerro Monjitas para buscar encontrarme en el terminal de buses con un compañero viejo, hombre curtido en todas las batallas del pueblo. Vestido humildemente, pero su rostro trasuntaba la humildad noble de los verdaderos revolucionarios de ayer, un aura de razonada rebeldía. Vagamos, bebimos unos cortados, terminamos en el molo 500 en un diálogo entre botes, gaviotas y buques anclados. Su rostro se oscureció, ya no sonreía, su mirada se perdió en el horizonte transparente, algo le ocurría que yo podía percibir.
– Yo sé que estás preguntando, me dijo. Te voy responder con un cuento.
Y la huelga vino, los trabajadores pidieron que se les considerase un aumento razonable. El rector de la Universidad Vaticana de Praga se negó a dialogar, les envió su respuesta por telegrama. El rechazo fue total a sus peticiones, rechazó todo tipo de diálogo; más que un ultimátum era un toque de silencio. Una vez más otra humillación a los humildes, a los nadies que levantaban la frente demandando lo justo frente a los Señores. Hubo marchas al centro de la ciudad con banderas rojas, las buenas gentes que pasaban por la plaza miraban curiosas y se alejaban rápidamente, frente a la catedral, algunos sonreían imaginando otra rebelión, otros sentían el pecho oprimido pensando en sus semejantes denigrados.
Mientras tanto, los trabajadores se reunieron con monseñor, este detrás del vetusto escritorio de roble labrado levantó su teléfono de mármol rosado e hizo una llamada al rector de la Universidad de Praga. Palabras amables, cortesía, poder. Solo dios estaba sobre él. En respuesta el rector accedió a reunirse con los trabajadores para charlar. Quería que detuviesen el espectáculo infausto, no quería fotos en los matutinos, tampoco declaraciones en la radio. Su puesto estaba en juego, el señor arzobispo estaba furioso, su universidad estaba en huelga, peligraba su considerable sueldo. El dogo le había ladrado al moloso.
Los estudiantes solidarizaron, la huelga se generalizó en la Universidad Vaticana de Praga, Se enfrentaron con adoquines a la caballería en medio de la nevazón. Resoluciones infames e insidias recorrían los grises muros de la universidad en un invierno silente. Monseñor le sugirió al rector que solo iba a dialogar con los que llamó: “trabajadores contratados”, pero que debían incluir a los “no contratados”. Una idea jesuítica para dividir a las fuerzas en conflicto. El dogo del obispado aulló por el teléfono de mármol rosado:
– ¡No te olvides de ofrecer todo lo que han pedido los que no están contratados, esto es una guerra!!
Los trabajadores en lo noche pintaron una declaración en la plaza de Praga, rechazaban el ofrecimiento y, sobre todo, no reconocían a los trabajadores sin contrato. De ambos lados presionaban a quien nada podía negociar, lo ponían en el centro del conflicto que habían causado ellos. Trabajadores sin protección alguna que trabajaban de sol a sol, sin vacaciones, sin reconocimiento, ni bienios, ni carrera; ellos solos en la más baja escala social de Praga, evadiendo el hambre y la locura, arrastrándose por oscuras callejas, viajando en tranvías, hacinados, olvidados, viviendo en humildes chozas de techumbres podridas en las afueras de los soberbios muros de la urbe. Ni siquiera los estudiantes de sensibilidad social los mencionaban, ellos estaban preocupados de su solidaridad con los trabajadores. Mientras que los excluidos soportaban la afrenta de ni siquiera poder participar de un mísero paro, instalados fuera de la legalidad por los Señores.
Me quedé en silencio pasmado. Creí compartir la tristeza de mi querido amigo.
– ¿Pero esto sucedió? Le pregunto.
– Si y no. Podría haber sucedido o podría estar sucediendo siempre.
– No entiendo, le dije.
– Ven acompáñame, me espetó con amable autoridad.
Lo seguí como un ciego a su perro lazarillo, subimos al ascensor El Peral y nos perdimos por las calles, no sabía hacia donde nos dirigíamos. En una calle había un pasaje, el fondo un cartel añoso verde y blanco desgastado por la sal, el viento y la lluvia. Decía: “Zapatería la Igualdad”. Entramos. Entre pedazos cueros y olores a anilina había un viejo muy flaco, de alba camisa, pelo cano ensortijado.
– Te presento a Gregor Stahlmann, luchó con Rosa Luxemburgo, dijo mi amigo. Él te explicará y le susurró algo al oído.
El viejo me clavó unos ojos azules intensos que derramaban lucidez y imponían respeto. Habló como un sabio taoísta, sin preámbulos.
– Lo que le dice su amigo es un apólogo, hay en él un saber y una verdad. A los apólogos hay que interpretarlos como el I Ching, hay que entender cómo es el mundo para entender una brizna perdida del mundo. Piense en un gran río, tiene grandes caudales y pequeños manantiales que se reúnen en sus inmensas corrientes, todo está conectado con todo. Ese cuento que le contaron habla de cómo ven el mundo los Señores de Praga. Mire usted, lo ven como un cuadro de Jackson Pollock, ¿ve? Los ven como un gran cuadro pintado por gotitas, cada gotita en un individuo tratando de distinguirse de las otras gotitas, ninguna guarda relación con otras gotitas, son gotitas singulares satisfechas de su ser único. Pero, no solo eso, los Señores han conseguido que esa forma egoísta de ver el mundo la crean las pequeñas gotitas, mientras ellos saben que son como los grandes trazos que dominan el resplandor del cuadro. A los Señores no les conviene que se vea el mundo como río, sino como cuadro; persuadieron a todos que son seres singulares que luchan por estar en el mundo, no ven que todo está conectado. Además, convencieron a todos de que es un cuadro, no un río. Un río tiene su historia fluvial, cambia; mientras que el cuadro ayer, hoy y mañana será el mismo, si cambia será otro o no será.
Nos fuimos, bajamos al plan, tomamos un vaso de leche tibia con galletas. Vino la noche y nos fuimos al muelle a dormir bajo las estrellas. Lo tenía todo claro.