Cuento de Juan García Brun: «Ulises»

6 de Diciembre de 1931, Valparaíso: Me senté junto a un acueducto de aguas lluvia. Había sol, pero caía agua en una pendiente muy pronunciada que arrastraba unos volúmenes blanquecinos, del tamaño del casco de un bombero, de vegetales semovientes y silenciosos. Desde esa esquina podía verse una espesura de mástiles que formaban islas y oscurecían la parte inferior del paisaje. Resultaba –con esa visión- especialmente difícil descender esa cuesta. Más difícil aún si ese camino lo iniciaba en silla de ruedas.

Las calles de la ciudad, o los vestigios de lo que alguna vez lo fue, acompañaban mi vía crucis imperceptible y perfecto. Hice el ejercicio de atravesar los barrios sin fijarme si las ruedas de la silla pisaban o no basuras o podredumbres. Hice el ejercicio de buscar en los pasillos, en las ventanas, las señales del verdadero camino; la búsqueda consistía en escudriñar con el rabillo del ojo aquello que jamás vería frontalmente: una anciana dormida al sol, un niño con hambre abusado por su tío, una paliza, un borracho, una bolsa con manzanas encima de un diario, un hombre que escribe y que no tiene ningún lugar para guarecerse.

Recorrí los cerros de Valparaíso durante días, montado en mi silla de ruedas como un vaquero. En las noches me tapaba con una manta que de día me servía como cojín. Subí cerros y los bajé. Una y otra vez, en una previsible continuidad, más allá del hastío. Finalmente –no había forma de evitarlo- llegué al mar. El mar con su majestad estúpida e infinita, el mar de los monstruos y el de los acantilados.
Recorrí la costa desde El Membrillo hacia el norte, hacia Concón. El ruido de los autos, las olas, las gaviotas, los ciclistas, puso mi mente en blanco. Esto último no es mucho, pero no deja de ser. Hay mentes en blanco que se inflaman como la vela de un navío mayor, hay mentes en blanco solemnes como el mármol, otras que semejan un paisaje lunar o un glaciar. Mi mente en blanco es simplemente, inoportuna y sobre todo abrupta e insignificante.

Luego de casi 40 kilómetros de mar, de quebradas sobre la orilla, la punta de mis pies tocó una reja en principio imaginaria, pero en definitiva oxidada hasta hacerse imperceptible. Tras ella una extensa, interminable y absurda playa de piedras redondas. Los bolones grises y blancos murmuraban roncos empujados por el mar y por un viento desmesurado y a ratos aterrador. La orilla estaba llena de basuras: neumáticos, botellas plásticas, mangueras, zapatillas, restos de animales en charqui.

Lo desmesurado del lugar y en particular de la basura anidó en mí una duda torturante: ¿Qué tipo de personas —si es que eran personas— podían ir de pic-nic a ese lugar?, ¿Qué clase de dementes podrían llegar hasta esa playa oprimida por el ruido del viento?.

Finalmente dos colectores, como la boca de una escopeta de doble cabina. Por esas cañerías oscuras no se vaciaba ningún tipo de desecho en el mar. Por esas bocas el mar era tragado hacia el centro de la tierra.

No solo yo vengo del pasado.

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