Cuento de Ewald Meyer: «Fundición»

En la oficina de la calle Baquedano las cajas se apilan provenientes de todo el mundo. La distribución en el norte del país se hace desde ese abovedado de madera, que cual maraña de oficinas, despliega cubículos en todos los niveles del edificio. En uno de esos cuchitriles estaba el jefe de envíos especiales, hombre gordo y calvo con aspecto mantecoso. Sus uñas negras nunca dejaron de asombrarme y su terno raído conspiraba para delatar su mal talante. Con voz monótona siempre se esforzaba por parecer caballero, y cuando habla siempre finge leer una orden, su pasado de funcionario público venido a menos lo delata, pero el tono solemne justifica su puesto ante la dirección de la empresa, mal que mal se trataba de envíos especiales. El gordo escrutó con fruición mi atuendo de trabajo, estiró su mano y dejo una caja sobre la mesa; “Julián Pereira, debe entregar este envío especial mañana en la tarde, monte en su moto y deje bien parado el prestigio de nuestra empresa” hizo un  ademán, volvió a estirar su mano y me deseó suerte.

Deje la oficina central con un extraño presentimiento. Nadie me dijo nada, y nadie comentó nada. Llamé a la sección de repartos en calle Abtao y la secretaria dijo que no volviera y que me tomara la tarde libre, orden del jefe. Tenía el paquete, las guías de despacho y la dirección en ese pueblo extraviado en la Pampa. Ya era tarde y la entrega de mañana era un viaje pesado al interior de Alto Hospicio. Revisaría temprano la moto para verificar que todo estuviera en orden. Decidí olvidarme del trabajo y me dirigí sin prisa al Vagón. La tarde fresca aún deparaba a los turistas de temporada ese calor tórrido, y el mar suave que revienta contra los requeríos, evocó mis recuerdos de veraneos en el sur. Claro en Iquique hay calor todo el año y para mí el aire suave representa la tranquilidad de veranos familiares en las playas negras del Iloca. Esos veranos relajados con los viejos que hacen de la infancia algo lindo. Sin reparar en la vereda cerca de los requeríos en dirección a la Zofri, llegué al Vagón.

En la mesa cerca de la barra unos parroquianos discutían animados sobre la derrota del equipo local. Una mesera joven me invitó a pasar con amabilidad; divisé al indio en una mesa cercana y fui raudo hacia él. A Julio Aballay le decían el indio de chico, su melena negra y el rostro afilado intimidaba a cual- quiera; su inclinación por el misticismo y el dominio de artes marciales no dejaba a nadie indiferente, aunque su fama de audaz y solitario lo mantenían lejos de la gente que consideraba a este hijo de la estirpe Aymara como un loco excéntrico. A mí la verdad, todas esas habladu- rías me tenían sin cuidado. Los indios eran como mis hermanos, los mapuches eran nobles y sabios de espíritu, algo que en mi opinión no debía ser diferente con las estirpes del norte. Sin más rodeos le pregunté acerca del pueblo de la Pampa, Fundición. Se quedó en silencio un rato y adoptó una postura que jamás vi.

Tuve un mal presentimiento, y comenzó: “mira, la verdad es que en ese pueblo pasan cosas raras. Dicen que la gente que vive allí, jamás ha venido a Iquique, que el aislamiento es tal que incluso los pacos no van allá a menos que sea estrictamente necesario y que cuando han llegado van en caravana toda la dotación de la provincia, por si pasa algo. Se dice que en la fundición de salitre producen algo que es para exportar fuera de Chile, que ese gringo que se apropió del salitre chileno encontró algo más allá. Sus habitantes no parecen reparar en el tiempo y los de Fundición son extraños, tienen caras alargadas, y te lo digo yo que pertenezco a una estirpe de la región, pero jamás vi gente igual. Son pocos habitantes en ese pueblo, pero no parecen vivir con normalidad. Los delegados del gobierno se aparecen para las elecciones, pero llegan tan desanimados que maldicen el día que fueron hasta allá a perder el tiempo por cuatro votos.

En medio de la extraña explicación con la cual el indio me ilustraba sobre mi próximo destino, interrumpió un hombre con aspecto de jubilado, sus canas cubrían las sienes con profusión y las delgadas comisuras de sus labios evidenciaban facciones aguileñas. Parado frente a la mesa, el indio le hizo una reverencia, extendió la mano y se presentó como Fulgencio Covarrubias. “El profesor, gritó el indio”, él te puede ilustrar acerca de Fundición cierto profe, como esperando aprobación del viejo, dijo exultante el indio. El viejo se sentó con lentitud, como un académico que se apresta a dar una conferencia, y con un ademán ordenó una copa de vino. Observó a su alrededor y se lanzó hablar: Estimado, según entiendo usted tiene inquietudes por el pueblo de Fundición; bueno le diré que ese pueblo tiene una creación extraña. Su nombre original es Fundición John Thomas North, fue diseñado de puño y letra por el zar del salitre. El señor North personaje histórico, usted sabe derrocó al presidente Balmaceda y luego de eso construyó ese pueblo. Fueron traídos los mejores materiales de Europa para su construcción en medio del desierto, pero su capricho fue erigir casas de estilo inglés en medio de la pampa, de esas igualitas a las que hay en Londres, toda una novedad arquitectónica por estas tierras. Instaló luminarias eléctricas que funcionan hasta hoy; dotó de agua potable a todo el pueblo y construyó magnificas instalaciones para los visitantes. Incluso el presidente de la república lo visitó luego de la guerra.

North levantó un palacete digno de las monarquías europeas, no escatimó gastos, porque su idea era vivir allí en su vejez y que el pueblo se erigiera como capital provincial de la nueva comarca ganada por Chile en la Guerra del Pacífico. El gringo además construyó una fundición con lo más avanzado que existía en el período, de ahí deriva su nombre, pero hizo montar un laboratorio secreto bajo tierra, que nadie sabe dónde está. Trajo investigadores reputados e incluso se dice que el mismo Albert Einstein habría pasado un corto período en el pueblo haciendo investigaciones. Nadie supo que investigaba el viejo North, algunos sostienen que inventó antes el salitre sintético, otros que era un arma secreta que vendió posteriormente a una potencia europea y otra teoría dice que hizo experimentos genéticos con la gente del pueblo.

A treinta y cuatro kilómetros de Alto Hospicio, comencé a entrar en una sinuosidad de cerros que lentamente me iban conduciendo por una huella estrecha. Los rayos amarillos se mezclaban con la polvareda de la moto y dejaban un reguero abultado en la calzada. No había camino, sólo piedras, pero la pronunciada hondonada mostraba la huella de manera natural. Seguí las señas que me dieron en la Central y proseguí el camino hacia Fundición. Detuve la moto ante un muro de piedras que no se diferenciaba de esos pucaras nortinos. Las piedras apiladas denotaban cierto orden que, sin embargo, no entorpecían el camino, sino más bien lo flanqueaban como una entrada ciclópea. Crucé confiado la estructura, pero no había nada, tal vez Fundición estaba en otro lugar o quizá estaba perdido y me habían dado mal las señas. La polvareda cubrió la lona de la parrilla que llevaba el paquete para la entrega en Fundición. Me imaginé un conjunto café, lleno de polvo desértico, como una piel mimetizada con el desierto. Tal vez me internaba por un callejón sin salida, pero divisé un cartel rudimentario que indicaba el nombre del pueblo y los kilómetros restantes, voy bien pensé, y proseguí camino.

La moto se bamboleaba lentamente y el sol subía por los picos polvorientos en un atardecer extraño. De súbito los cerros se abrieron, el camino comenzó a diluirse a lo lejos. La huella se iluminó con los rayos anaranjados que como una alfombra de gala cubrían la explanada bajo una tonalidad asombrosa. El paisaje enrarecido de planicie desértica nuevamente se cerraba como un oasis que dejaba entrar los rayos oblicuos, y enfrentaba un muro de rocas duras y abruptas que jamás vi en el poco desierto que conocía hasta ese momento. Una pequeña boca de arenales se amontonaba a medida que la moto se acercaba. La arena subía en forma triangular, hasta llegar al murallón de rocas, los rubicundos granos conferían al paisaje un aspecto lunar. No supe nunca si el murallón fue hecho por el hombre o por la naturaleza, la ausencia de todo vestigio de vida me convenció de lo último. La luz dejo el valle y la súbita penumbra que enceguece al atardecer encendió relampagueantes rayos en el fondo del valle. Parecían estrellas fugaces, pero su comportamiento definido sugerían lo que andaba buscando, Fundición.

La noche estaba revuelta en el pueblo, las farolas serpenteantes de la calle, se bamboleaban envueltas por la polvareda. No fue el mejor momento para llegar al lugar, el ocaso del día impedía apreciar las dimensiones del pueblo en su real magnitud, más bien las casas desvencijadas con techos en punta, asemejaban gárgolas vigilantes. La extrañeza pronto me asalto con premura ante el diseño extraño del poblado. Conocía parte de las salitreras y sus edificios centenarios lleno de arena y cuartones a la carrera que prodigaban el orgullo arquitectónico del norte, pero las casas de Fundición, parecían un retrato frío de techos enlatados y puntas de fierro forjado, más parecido a un país frío del norte de Europa, que construcciones destinadas a un campamento minero que extrajo salitre a borbotones hasta bien entrado el siglo veinte. Las rejas desvencijadas de los antejardines de las casas brillaban aún con el rojizo tornasol de los rayos que escapaban raudos hacia un anochecer presuroso.

La arena cubría los fierros oxidados a nivel de suelo, y las herramientas se amontonaban en la calle como bultos espinudos. La luz tenue de las farolas me guiaba en medio de ese terreno de nadie, que es el atardecer y la azulada noche que caía con fuerza. La moto avanzaba a paso firme y eso insufló seguridad en mis manos. Era como un extranjero que entraba a una ciudad abandonada sin más resistencia que la arena y el viento en la cara. Los carteles enfierrados de las calles tenían nombres de ciudades que alguna vez leí cuando trabajaba en correos sección envíos extranjeros: Baltimore, Gales del Sur, Devonshire. Las veredas de madera se parecían muelles abandonados por la mano del hombre. La arena cubría toda la calle sin misericordia, pero, las casas luctuosas de la avenida Nueva Inglaterra, traslucían una luz mortecina que me indicó la presencia de habitantes observándome.

Antes de divisar el final de la avenida, vi a un viejo sentado en el antejardín de una gran mansión. Usaba lentes negros y sus arrugadas manos se apoyaban en un bastón con empuñadura negra. Giró su cabeza con lentitud como quién ve un espectro aparecer, y seguí la mirada del viejo con destreza, de tal manera que la moto parecía guiarme sin control. Al llegar a la plaza, detuve la moto en seco. Algunos parroquianos sentados en las bancas de fierro forjado cuchichearon enseguida y yo sin inmutarme, me saque el casco. La plaza, una explanada cuadrada, tenía añosos tamarugos que convivían con jardines de flores de papel. Era un espectáculo ridículo por el simple hecho de parecer un jardín de infantes que bamboleaba columpios que nadie ocupaba hace años. El descuido de los artefactos era tal, que las maderas de los asientos derruidos, colgaban de las cadenas con total desparpajo. Observé con cuidado y extraje el documento que el gordo me entregó en la oficina de Baquedano.

Busqué la calle Almirante Nelson 125 y un cartel oxidado indicaba la calle que flanqueaba la plaza; Una casona estilo inglés me dejó atónito; su pomposidad era incomparable y evidenciaba que fue construida para impresionar a los forasteros; tenía tres puntas que se intercalaban con dos cúpulas de vidrio, las finas ventanas de cortinas de madera traslucían la elegancia de un hotel de lujo. Un gran cartel en su entrada indicaba que era el Hotel Regente. Con sorpresa noté que estaba iluminado completamente, observé que ninguna ventana carecía de luz, y el reflejo agudo sugería que la electricidad no era un problema en el lugar. Asimismo, tuve la sensación que en el pueblo, el hotel gozaba de garantías especia- les. Seguramente el paquete que traía era para el dueño del hotel, y entré con decisión hasta el vestíbulo. Los muebles victorianos sorprendían por el descuido, y la arena, campeaba como un mal bicho. La suciedad del lugar no se comparecía con la fachada y el recepcionista un hombre de tez morena y labios gruesos llevaba una levita azul, raída y desastrada. Extraje la guía de la entrega y pregunté por destinatario de la entrega. Sin inmutarse el recepcionista me escrutó con aire de desconfianza, ante lo cual repetí el nombre con la letanía de un robot.

El hombre se dirigió a la puerta del hotel, con la parsimonia de un empleado de pueblo e in- dicó el final de la calle. Con un ademán de policía gesticuló como si se tratara de una vía atestada de automóviles y señaló la dirección a seguir. Desempolvé el casco y monté la moto como si se tratará de algo rutinario. La noche ya había caído sobre el pueblo, y las farolas iluminaban débilmente la calle. Los parroquianos se desplazaban como espectros en diversas direcciones y la moto comenzó la traquetear con lentitud por el camino. A medida que me alejaba de la plaza y me internaba por la avenida Almirante Nelson, el camino se hacía más nítido. Las débiles farolas mutaban por potentes focos mineros. La calle se ampliaba en muros infranqueables y las casas puntiagudas de jardines polvorientos desaparecieron. Todos los rincones de la arteria estaban iluminados, que extraño pensé. Los muros de concreto se elevaban conforme avanzaba por la amplia calle. No vi a nadie, no escuche nada y al mirar los reflectores, el encandilamiento enceguecían mis ojos, y desistí de la idea de fisgonear y me concentré en el camino.

Qué pueblo extraño repetía a medida que la moto seguía internándose en la avenida Nelson. Las casas parecían sacadas de un cuento de terror, desvencijadas e inútiles, y los habitantes eran espectros raros que se desplazaban silenciosos por la ciudad. La arena lo cubría todo y el hotel artificialmente iluminado tenía un sabor extraño. Si bien todo guardaba una atmosfera enrarecida, la verdad a mi no me importaba en lo más mínimo, para historias de miedo y eso estaba mi querido sur de Chile, lleno de fantasmas y seres mitológicos a los cuales si respetaba de verdad. Mi trabajo era entregar el paquete y volver a Iquique cuanto antes. Tal vez por la poca importancia que yo le daba a estos detalles fue que el jefe gordo de la calle Baquedano me encargó esta entrega.

Bajo la potencia de los focos divisé una construcción que termina- ba al final de la calle. Las estrellas se veían con nitidez, escapando de la luz amarilla de la calle. Supuse que estaba fuera del pueblo y que el cualquier momento estaría en pleno desierto. No tuve miedo a pesar de la noche helada que comenzaba a caer, mal que mal era una entrega y la responsabilidad del deber es sagrado. Son gajes del oficio me dije y seguí. Detuve la moto ante un portón verde y un muro de concreto que flanqueaba todo el perímetro. Reparé en que estaba en un cuadrilátero de muros bajos, pero con potentes focos que seguían iluminándome con fuerza e impedían ver la altura de los muros. Sentí la noche del desierto, silenciosa y asfixiante, llena de intriga como una sorpresa fuera de todo calculo. Había un detalle inquietante; la limpieza de la calle; alguien barría la pista con premura e impedía que la odiosa arena se tomara  la calzada como lo hacía con todo el pueblo de Fundición. La línea blanca de tránsito era nítida y las huellas negras hacían presumir que un tráfico de camiones pesados era frecuente en la avenida.

Enfrenté el portón verde con remaches gruesos de hierro. Un foco se posó sobre mí como en una obra teatral. Era observado, por alguien que no logré ver, y una pequeña puerta se abrió pesadamente. Un hombre de facciones afiladas, con marcas en su rostro y barba hirsuta, me preguntó a que venía. Le indique que debía entregar un envío desde Iquique. Se quedo pensando un segundo y cerró la puerta, sin proferir palabra. Unos minutos más tarde, dijo que debía regresar en la mañana del día siguiente. Nuevamente cerró la puerta y el foco dejo de seguirme.

Volví al hotel por peculiar camino iluminado y no me encontré a nadie, como supuse. Estaba advertido por la central, que al menos pasaría una noche en el hotel, a la espera de cumplir con la entrega, era lo usual. Al llegar a la vieja mansión, la oscuridad sólo se rompía con una farola en la puerta que titilaba con una ampolleta que luchaba por no consumirse. El zaguán de la entrada estaba vació y el viejo que oficiaba de recepcionista, había desaparecido. Saqué la llave de mi habitación con empuñadura de bronce y subí las escaleras hasta el cuarto piso a mi habitación, la 413. Sentí cansancio, bebí un sorbo de agua de una botella de cristal sobre la mesita de noche y me desplomé sobre un pequeño sillón. Observé que sobre la funda de la almohada de tafetán negro había un suave polvillo blanco esparcido, que llegaba como un hilo hasta las rejillas de bronce del catre. Deje el envío sobre la mesita de noche, y con el índice, probé el polvillo; Amargo y salado, me pareció un mineral de la pampa. Afuera del cuarto escuché pisadas que iban hacia el final de pasillo, y luego otras hasta completar un grupo que intentaba copar el piso. Cerré la puerta con pestillo y coloqué una silla para bloquear la entrada. El miedo comenzó a invadirme. Todo se tornaba raro y peligroso en este pueblo. Recordé las historias del indio y el Profesor y me inquieté aún más. Traté de tranquilizarme, pero fue inútil, cuando subí las es- caleras no había nadie en el hotel y ahora salían de quizás donde estos seres extraños. Debía pensar en un plan de escapatoria del hotel, seguramente en este pueblo la ley del más fuerte imperaba y la rareza de sus habitantes, algo ocultarían. La ventana de mi cuarto estaba flanqueada por un pequeño techo de zinc, y a modo de escalón serviría para ejecutar mi plan. La puerta del cuarto comenzó a temblar súbitamente, sentí el chirrido de algo que parecía un taladro. Qué monstruos son estos grité y agarré vuelo para saltar por la ventana. Aterricé en el techo, pero sin poder asirme de nada, caí en la arena dura del patio interior que flaqueaba la casa contigua. Crucé una serie de puertas derruidas, como un túnel de cortinas sin resistencia. La noche sin luna permitió que buscara refugio en los jardines de las casa abandonadas.

La modorra comenzó a consumirme ávidamente, sentí que flaqueaban mis fuerzas y el cuerpo se tornaba pesado. Entré en un estado de sopor intenso, pero la conciencia no me abandonó en ningún momento, pensé en el agua que bebí en el hotel y ese polvillo blanco amargo en la cama. De repente me encontré sentado en una mesa pequeña junto a una chica rubia que me observaba con intensidad. Sus atuendos eran extraños porque le colgaban jirones brillantes que encandilaban de tal forma, que era imposible verla sin cubrirme los ojos. Había una fiesta que parecía un sueño afiebrado, eso deduje de la música y el bullicio, porque mentalmente recordaba los patios de las casas desvencijadas y la noche sin luna; claro pensé en lo precipitado del salto por la ventana del hotel como en una persecución y la gente del pueblo atrás como perros de caza. En eso volvió la visión del camino hacia la Fundición, con esas luminarias amarillas que parecían rebotar en mi pupila dejándome encandilado nuevamente. La rubia de jirones plateados observaba atenta en unas cajas blandas que servían de asientos improvisados en una camioneta de color indeterminado. Las puertas verdes se abrieron de par en par y divise un camino que terminaba en unos edificios plateados de formas imprecisas.

La fiesta que encontré cerca de los jardines oscuros, siguió en las instalaciones de Fundición, la penumbra de un subterráneo azul no se comparecía con la algarabía de la muchedumbre que coreaba canciones como en un gran recital de música. Recordé con angustia el envío que mi jefe regordete que me encargó cuidar el prestigio de la empresa, y la angustia de la poca prolijidad que tuve al dejarlo en el hotel sin custodia, a merced de mis perseguidores. Mi cerebro respondía, pero no era dueño de mis actos, carecía de voluntad para moverme, sentía una parálisis extraña a las órdenes inútiles que daba a mis extremidades. Perentoriamente intentaba salir corriendo, pero la ansiedad se convertía en sopor puro e inútil. La rubia siempre estuvo a mi lado observando, que se yo, vigilándome, y tampoco se para qué, ya que nunca tuve la posibilidad de escapar o lanzarme por la ventana, como aquella la escapatoria del hotel.

La intensidad del sol carcome la piel lentamente, eso lo sabía des- de hace mucho, y cuando sentí mi cara tirante y seca, descubrí que la pesadilla que había vivido, no era más que eso un mal sueño. Desperté junto a mi moto en medio de la nada. Tenía todas mis pertenencias y el paquete de envío intacto a mi lado. Tenía conciencia, que de alguna u otra manera había llegado hasta ahí por terceros, recordé a la rubia de jirones y me pregunté que había sido toda esa noche extraña, revisé todo y repasé cada detalle, pero no pude llegar a ninguna conclusión. Debió ser la borrachera después de saltar del la ventana del hotel, pensé. Abrí el envío, qué más daba en medio del desierto lejos de ese pueblo de apariencias raras al que jamás volvería. Con sorpresa descubrí que no había nada en él. Una caja celosamente sellada sin nada en su interior, que pelotudez sería esa de mandarme a entregar nada a ese pueblo infesto. Monté en mi moto y tire la caja en al arenal contiguo al camino, maldije al gordo seboso, y volví a recorrer las sinuosidades del desierto. El calor sofocante me envolvió con rudeza. Sentí que en mi cuello los rayos del sol se ensañaban. Detuve la moto y revisé mi torso, como quien busca a un bicho curioso, sólo toque algo que parecía estar bajo mi piel, pero  que escapaba cuando mis dedos lo tocaban, no sentí dolor, sólo extrañeza que no detuvo mis ganas de seguir camino rumbo Iquique y salir cuanto antes de ese desierto extraño y escapar del recuerdo de esa noche excéntrica en Fundición.

FIN

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