Afganistán: La «guerra buena» cumple 16 años

 

por Roberto Montoya//

I

A pesar de que el caso catalán eclipsa desde hace semanas toda otra información, el mundo sigue su inexorable movimiento. El 7 de octubre ni en páginas interiores se recordó que tal día de 2001 se inició aquel «paseo militar» en Afganistán de EE UU y sus aliados, cuyas derivaciones y consecuencias se siguen sufriendo y se seguirán sufriendo durante mucho tiempo. Más de 100 000 muertos después, el país asiático se ha convertido en un Estado fallido y los talibán, a los que se dio por exterminados hace años, se han recuperado y controlan ya casi el 50 % del territorio. Es una de las mayores derrotas de EE UU y la OTAN
Afganistán es un territorio indomable, cementerio de imperios y superpotencias. El Reino Unido libró tres guerras en Afganistán entre 1838 y 1919, y salió derrotado. La URSS ocupó el país entre 1979 y 1989 y también salió derrotado. EE UU y la OTAN libran desde 2001 una nueva y cruenta guerra, y a pesar de su superioridad militar y tecnológica no han podido impedir que los talibán vuelvan a recuperar gran parte del control del país que tenían hace 16 años.

A pesar de ello, Donald Trump vuelve a utilizar la misma receta, más bombas, más asesinatos con drones, más tropas, todo lo que haga falta para intentar, una vez más, controlar un enclave geoestratégico de vital importancia para no perder terreno en el pulso que mantiene con Rusia y con China.

Es la guerra contemporánea más larga que ha vivido EE UU, iniciada por George Bush junior, continuada por Barack Obama —quien anunció en 2014 el fin de las operaciones de combate— y reactivada ahora por Donald Trump después de prometer lo contrario.

Los contribuyentes estadounidenses pagaron de sus bolsillos más de 841 000 millones de dólares por esa guerra de rapiña en la que murieron más de 30 000 soldados y policías afganos, otros tantos civiles —»daños colaterales»— y, según fuentes estadounidenses, más de 40 000 yihadistas. Esta última estimación es más que dudosa dada la poca rigurosidad seguida a la hora de contabilizar a quienes realmente son combatientes talibán o de otras milicias yihadistas.

EE UU perdió por su parte 2 400 soldados y más de 20 000 efectivos volvieron heridos, casi el 9 % de ellos mutilados, y murió también un número nunca hecho público de mercenarios, miembros de las poderosas compañías privadas militares contratadas por el Pentágono, que llegaron a tener decenas de miles de efectivos sobre el terreno.

Los países miembros de la OTAN y otros aliados de EE UU perdieron a su vez casi 1 200 soldados, entre ellos más de 100 militares, policías y agentes de Inteligencia españoles.

El 24 de octubre de 2015 la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría acudía a la base militar española en Herat para dar por finalizada la misión del Ejército después de 14 años en Afganistán, en la que se invirtió 3 600 millones de euros. A pesar de ello el Ejército español puede volver a izar la bandera rojigualda pronto nuevamente en el país asiático.

Trump ha reclamado a la OTAN que todos los países miembros aporten cuanto antes un primer contingente de 1 000 soldados para sumarse a los 11 000 que ya tiene EE UU en Afganistán para poder hacer frente al avance de los talibán. El Gobierno de Mariano Rajoy, faltaba más, ha sido de los primeros en responder positivamente a la solicitud-orden del emperador.

El fragor de la batalla de Catalunya ha hecho que ese pedido y esa respuesta pasaran prácticamente desapercibidos en el hemiciclo y en los grandes medios de comunicación.

La guerra de Afganistán ha pasado a ser aceptada por buena parte de la opinión pública española —gracias al PP, el PSOE y sus medios afines— como la «guerra buena», la guerra legal, a diferencia de la guerra de Irak. Esta última fue condenada por buena parte de la población antes incluso de que comenzara, con aquellas manifestaciones de febrero de 2003 y siguió indignando después de confirmarse la falsedad de aquellas “armas de destrucción masiva” que justificaron la devastación de ese país. También ayudó a mantener el repudio de la opinión pública el que en 2004 se conociesen las infames fotos de las torturas a los prisioneros de Abu Ghraib por parte de prisioneros estadounidenses, o que años después se revelase el vídeo de la brutal paliza de soldados españoles a presos en la base de Diwaniya en 2013.

El hecho de que tras los atentados del 11S tanto la OTAN como la ONU reconocieran el derecho de EE UU a tomar represalias contra Afganistán por cobijar a Osama bin Laden y sus milicianos hizo que todo lo que sucediera en aquella guerra pasara a contar con un amplísimo manto de impunidad.

Esta impunidad incluyó relativizar —cuando no ocultar abiertamente— la devastación del país, la aplicación sistemática de la tortura contra cualquier sospechoso, el atropello, humillación y maltrato a la población civil, el traslado unilateral por parte de EE UU de prisioneros a ese campo de concentración del siglo XXI que sigue siendo Guantánamo; la instauración de un gobierno sectario y corrupto repudiado por la población, o el ataque constante a hospitales de Médicos sin Fronteras que han pasado a ser considerados verdaderos objetivos de guerra.

Recientemente, el Pentágono se ha visto obligado a desclasificar 198 fotografías de torturas a prisioneros en Afganistán e Irak al perder una causa judicial frente a la poderosa asociación defensora de derechos civiles ACLU, pero esta organización no logró sin embargo que se desclasificaran otras 1 800 fotos y vídeos comprometedores.

Ya este tipo de noticias no impactan, no aparecen en primeras páginas como lo hicieron las fotos de las torturas de Abu Ghraib en 2004. Hubo manifestaciones masivas en todo el mundo previas al comienzo de la guerra de Irak en marzo de 2003, pero en todo Occidente no las hubo nunca, al menos masivas, contra la guerra de Afganistán en estos 16 años de cruenta guerra.

José Luis Rodríguez Zapatero reivindicó con orgullo haber ordenado ni bien llegar al poder en 2004 la retirada de las tropas españolas de Irak —una decisión que sin duda le honra—, pero poco después, ya fuera de las cámaras, se apresuró a compensar a EE UU y la OTAN por ese desaire reforzando el contingente español en Afganistán. Generaciones y generaciones de afganos han nacido y muerto con su país siempre en guerra.

Las tres guerras anglo-afganas

El Reino Unido invadió en 1838 este país geopolíticamente clave de Asia Central, fronterizo con Pakistán, Irán, China, Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán, para impedir que la Rusia de los zares continuara su expansión por Asia Central y terminara apoderándose de la India, entonces colonia británica, calificada en aquella época “la joya de la corona”. Fracasó estrepitosamente, solo salió vivo uno de los 16 000 soldados británicos enviados al frente.

Pero el imperio británico no se resignaría y en 1878 lanzó la segunda guerra anglo-afgana. Su cambio de táctica militar le permitió ciertas victorias pero no alcanzó a controlar realmente el país más que parcialmente a pesar del gran despliegue de tropas.

La resistencia a la ocupación británica no cesó nunca y en 1919, aprovechando el desgaste del Reino Unido tras los duros golpes recibidos durante la I Guerra Mundial, Afganistán declaró su independencia. La tercera guerra anglo-afgana que provocó esa decisión duró solo tres meses y se cerró con la firma del armisticio que definió la Línea Durand, la frontera entre el Emirato de Afganistán y la India británica. La línea Durand dividió en dos a la poderosa etnia pastún —la mayoritaria entre los talibán—, una parte de ella en Afganistán y la otra en Pakistán.

Toda la región vivía una gran convulsión. Dos años antes había tenido lugar la Revolución de Octubre y la Unión Soviética fue el primer país en reconocer la independencia y soberanía de Afganistán, lo que motivó fricciones con Reino Unido.

Hay cartas cordiales de la época entre Lenin y el rey Amanullah (1919-1929), un hombre fascinado por las costumbres europeas, que llegó a promulgar una Constitución en la que se desaconsejaba el uso del velo —la reina Soraya no lo usaba y era ministra de Educación—, promovió la educación de las niñas y la libertad de culto, prohibió la tortura y el uso de la barba por los hombres.

Ese intento de modernismo laico, similar en parte al que en Turquía promovería Mustafá Kemal Atatürk, provocó gran rechazo en los sectores tribales y religiosos más tradicionales, dando lugar a una rebelión encabezada por Habibulah Kalakani. Este revocaría todas las medidas democráticas instauradas por Amnullah, pero Kalakani sería derrocado pronto por Mohammed Nadir Shah.

Histórica influencia soviética en Afganistán

La relación entre la URSS y Afganistán se intensificó durante los años 50 del siglo XX, en plena Guerra Fría, cuando se llegó a firmar un acuerdo de libre tránsito de personas y mercaderías en la frontera entre ambos países.

El primer ministro de entonces, Mohammed Daud Jan, con lazos de sangre con el rey Mohammed Zahir Shah, mantenía estrechas relaciones con intelectuales marxistas soviéticos e incluso el propio rey pidió a la URSS asesoramiento militar para sus oficiales.

Moscú sacaría buen partido de ese pedido y no solo formaría a la oficialidad del Ejército afgano sino que ofrecería generosamente becas universitarias para miles de jóvenes, ampliando así su influencia sobre muchos de los que luego serían dirigentes en áreas económicas, políticas y sociales.

El rey cambiaría sin embargo con el tiempo el rumbo de su gobierno y terminaría alejando del poder a Daud Jan, pero éste, años después, en 1973, dio un golpe para derrocarlo, aboliendo la monarquía y autoproclamándose presidente de la nueva república. Daud fue apoyado por la rama más moderada del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA, marxista), los llamados Parchamis, mientras que el sector más duro, los Jalquis, estaba capitaneado por Nur Muhammad Taraki. Daud terminó desprendiéndose de los asesores soviéticos y mandó arrestar a su rival Taraki y muchos de sus compañeros, al tiempo que establecía contactos con EE UU y el sha iraní Reza Pavhlevi.

La detención de Taraki provocó una revuelta popular pacífica seguida de una rebelión militar que terminó pronto con el régimen de Daud y su muerte al resistirse con pistola en mano a su detención.

La llegada al poder de Nur Muhammad Taraki supuso un cambio radical en el país, la utopía de un Afganistán socialista parecía al alcance de la mano. El nuevo Gobierno promovió una profunda reforma agraria, la instauración de la educación obligatoria de las mujeres, la igualdad de derechos para todas las etnias, la anulación de hipotecas y préstamos de usureros que oprimían al campesinado; se prohibió el cultivo de opio; se estableció por primera vez un salario mínimo y se lanzó una ambiciosa campaña de alfabetización junto con muchas otras medidas que podrían haber hecho cambiar radicalmente el país.

Sin embargo, la llegada del progreso no contaba con los apoyos necesarios; se enfrentaba, una vez más como sucedió décadas antes con el rey Ammullah, a líderes religiosos musulmanes tradicionales y poderosos terratenientes con importantes milicias y gran influencia en las zonas rurales.

En aquellos años 70 en Afganistán más del 90 % de sus 16 millones de habitantes era analfabeto y un 5 % de la población eran terratenientes que controlaban más del 50 % de la riqueza del país. Afganistán contaba con un cuarto de millón de mulás.

EE UU entra en acción

En plena Guerra Fría, la llegada al poder del sector más radical de la izquierda afgana y la fuerte influencia soviética en las principales áreas del Estado, hizo que el Gobierno de Jimmy Carter moviera ficha, y en julio de 1979 aprobaba la ayuda masiva a las milicias de muyahidín existentes en el país.

Testimonios de la Administración Carter como el del entonces consejero de Seguridad Nacional Zbigniew Brzezinski, de cargos de la CIA y expertos militares, confirman que fue en ese momento cuando se diseñó el plan para provocar la entrada militar de la URSS en suelo afgano y con ello cavar su sepultura.

El Gobierno progresista de Taraki sufrió rápidamente el boicot activo a sus reformas y el hostigamiento militar, principalmente en las zonas rurales controladas por poderosos señores de la guerra. El apoyo logístico, el entrenamiento militar en campos en Pakistán y el dinero de esa macro operación encubierta que lanzó EE UU con apoyo de Reino Unido, Francia, Arabia Saudí, Pakistán, Marruecos, permitió reclutar a miles de muyahidín de lugares tan diversos como Chechenia, Marruecos, Egipto, Arabia Saudí, Yemen, Malasia, Filipinas y muchos otros países, entusiasmados con la idea de combatir juntos codo a codo contra el enemigo rojo representado en un primer momento por el régimen de Taraki y posteriormente por el mismísimo Ejército Rojo al entrar en escena.

Taraki fue asesinado por su vicepresidente, Hafizullá Amin, y el caos se generalizó. Los enfrentamientos se cobraron entre 3 000 y 5 000 víctimas. En el momento en que la URSS decidió lanzar su gran ofensiva terrestre, enviando a Afganistán nada menos que a cuatro de sus cinco divisiones mecanizadas, con cerca de 100 000 efectivos, las milicias tribales reforzadas por decenas de miles de muyahidín extranjeros controlaban ya 23 de las 28 provincias afganas.

Estados Unidos y sus aliados consiguieron así que el Ejército Rojo entrara en la compleja trampa que se le había tendido. La URSS no contaba que fuera nada menos que la gran superpotencia estadounidense la que propiciara la primera gran yihad contemporánea al reclutar, entrenar, armar y financiar a más de 100 000 muyahidín. Ese mismo año 1979 en el que la URSS lanzó la que sería su última invasión terrestre de un país, en otro escenario, en Irán, era derrocado el pro occidental sha Reza Pavhlevi, hombre clave de EE UU en toda la región y el ayatolá Jomeini instauraba la revolución islámica.

Paradójicamente, mientras en Afganistán el Gobierno de Estados Unidos orquestaba una gran operación militar indirecta para derrotar a las tropas soviéticas, en 1980 los dos países, EE UU y la URSS, financiaban y armaban en paralelo a Sadam Husein para que lanzara una guerra contra el flamante gobierno islámico iraní.

Aquella guerra de Afganistán iniciada en 1979 duró diez años y acabó con la derrota soviética y la retirada de las tropas. La guerra entre Irán e Irak iniciada en 1980 terminó en 1988 con un millón de muertos entre ambas partes, sin que ninguno de los dos países resultara vencedor.

Estados Unidos no preveía entonces ni que los Muyahidín a los que ayudó a organizarse, armarse y financiarse para combatir a las tropas soviéticas —como el propio Osama bin Laden y el mulá Omar, que se convertiría luego en el líder máximo de los talibán— volvieran años después las armas en su contra, ni previó que dos décadas después invadiría Afganistán —esta vez sí con sus propias tropas— para combatirlos.

En los años 80 Carter primero y luego Reagan, llamaron a los muyaidin antisoviéticos los “luchadores de la libertad” y a partir del 11S de 2001 Bush junior pasó a llamarlos “terroristas”.

Eduardo Galeano recordaba en su artículo «El teatro del Bien y del Mal» la relación en aquella época entre Washington y Bin Laden: “La CIA le había enseñado todo lo que sabe en materia de terrorismo Bin Laden, amado y armado por el Gobierno de Estados Unidos; era uno de los principales ’guerreros de la libertad’ contra el comunismo en Afganistán. Bush Padre ocupaba la vicepresidencia cuando el presidente Reagan dijo que estos héroes eran ’el equivalente moral de los Padres Fundadores de América’”. “Hollywood estaba de acuerdo con la Casa Blanca”, añadía Galeano, “En esos tiempos se filmó Rambo III: los afganos musulmanes eran los buenos, ahora son malos malísimos, en tiempos de Bush hijo, trece años después’”.

II

La habitual visión cortoplacista que ha caracterizado históricamente muchas de las aventuras militares de EE UU hicieron imaginar a sus dirigentes a inicios de los 90 que la atomización de la URSS y el derrumbe de los países del Este europeo auguraban a EE UU el comienzo de una etapa de hegemonía mundial indiscutible.

Menos de tres décadas después, la llegada de Donald Trump al poder simboliza claramente cómo esos planes se torcieron hace años. Trump es la expresión más clara del fracaso del modelo de globalización neoliberal y de la gradual pero imparable pérdida de hegemonía política, económica y militar de Estados Unidos.

De ahí que Trump eligiera como principal slogan y promesa electoral el “America Will Be Great Again” que tanta popularidad le ha dado.

Relación esquizofrénica con el yihadismo

Aquella Yihad a la que EE UU ayudó tanto a desarrollarse a partir de los años 80 contribuiría paradójicamente no poco a que el imperialismo estadounidense fracasara en varios de sus objetivos geoestratégicos en el llamado Gran Oriente Medio, y a que el mundo sea hoy aún más inestable y peligroso.

Estados Unidos mantuvo una relación realmente esquizofrénica con el yihadismo. Muy poco después de haber tenido como aliado en la lucha contra la URSS en Afganistán a Osama bin Laden (miembro de la poderosa familia dueña del holding Bin Ladin Group, con fuertes inversiones en EE UU y Arabia Saudí), este creaba Al-Qaeda con muchos de los veteranos de esa guerra y volvía sus armas contra Estados Unidos.

Bin Laden no creía que necesariamente “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” y en 1993, durante la Administración Clinton, ya lanzó su primer ataque con explosivos contra las Torres Gemelas, con un saldo de seis muertos y 200 heridos.

Bin Laden, extremadamente austero y religioso, criticó duramente a la monarquía saudí por su corrupción y lujo y por permitir el asentamiento de tropas “infieles” estadounidenses en su territorio a partir de la Guerra del Golfo contra Sadam Husein de 1990-1991, lo que le valió la expulsión de territorio saudí.

En 1996 Al Qaeda cometía su primer atentado en Arabia Saudí contra un complejo de viviendas para militares de EE UU, en el que murieron 19 soldados.

En esos mismos años 90, sin embargo, Clinton utilizaba los servicios del yihadismo para enviar nuevamente combatientes islámicos en ayuda de la Armija musulmana en su guerra por la independencia de Bosnia Herzegovina. Algo que repetiría luego en la guerra de Macedonia, apoyando al Ejército de Liberación Nacional, y en la de Kosovo, armando al ELK (Ejército de Liberación de Kosovo). Paralelamente, EE UU apoyaba a los talibán en Afganistán. Tras la derrota soviética en Afganistán, se desató una sangrienta lucha por el poder, se instauró el Estado Islámico de Afganistán, con numerosos feudos controlados por señores de la guerra y sus milicias disputándose el poder.

La entrada en escena en 1994 de los talibán (talib, estudiante coránico en la lengua pastún), un movimiento suní originado en las madrasas, las escuelas coránicas de Pakistán financiadas por Arabia Saudí donde se educaban miles de jóvenes afganos, lo alteró todo.

Los “estudiantes”, reivindicando ser los defensores de la ortodoxia y pureza del Islam, enfrentaron a los señores de la guerra a los que acusaban de corruptos e injustos y en solo dos años lograron hacerse con el control de Kabul y otras importantes regiones del país.

Negociando un oleoducto con los talibán en Houston

Estados Unidos, influido en buena medida por los consejos de su gran aliado regional, Arabia Saudí, volvió a confiar en el yihadismo. Vio en el arrollador avance de los jóvenes talibán una posibilidad para que Afganistán tuviera un régimen fuerte y centralizado que acabara con las luchas de los señores de la guerra y se convirtiera en un aliado de importancia estratégica en Asia Central.

Michael Bearden, importante responsable de la CIA en Afganistán en los años 80 diría: “Esos chicos no eran los peores, jóvenes un poco fogosos, pero era mejor eso que la guerra civil. Ahora controlan todo el territorio entre Pakistán y los campos de petróleo de Turkmenistán. Quizá es una buena idea porque podremos construir un oleoducto a través de Afganistán y llevar el gas y las fuentes de energía al nuevo mercado que se va a crear. Por lo tanto, todo el mundo está contento”.

Con ese objetivo en 1997, solo un año después de tomar el control de la capital afgana, varios mulás talibán se reunían en Houston con miembros del Departamento de Estado y altos ejecutivos de Unocal (Union Oil Company of California).

Unocal, junto con la sociedad saudí Delta Oil, creó un consorcio llamado Central Asia Gas Pipeline (Centgás), al que luego se incorporarían con menor capital empresas de Pakistán, Turkmenistán y Japón.

El propio Henry Kissinger, secretario de Estado en esos años y premio Nobel de la Paz como Barack Obama, firmó el acuerdo para construir un gigantesco oleoducto de 1 271 kilómetros desde la frontera turcomano-afgana, atravesando territorio afgano y paquistaní.

Washington en aquella época calificaba al régimen talibán y al de Arabia Saudí como “islámicos moderados” mientras acusaba a Irán de extremista y terrorista, una acusación que ha vuelto a recuperar Trump con la misma virulencia en su empeño por justificar su rechazo al pacto nuclear con Teherán firmado por Obama.

El régimen talibán no logró finalmente que Unocal (principal accionista de Centgás) aceptara las condiciones que ponía para permitir el paso del oleoducto por su territorio, y las negociaciones se rompieron.

Paralelamente los talibán se integraron en 1998 en el Frente Internacional Islámico creado por Osama bin Laden, quien lanzó una fatwa llamando a realizar atentados contra intereses estadounidenses.

Al Qaeda cometió dos nuevos atentados graves contra las embajadas de EE UU en Kenia y Tanzania, con un saldo de 229 muertos.

La Administración Clinton no pudo mantener más tiempo esa política contradictoria; recibía fuertes críticas tanto del Partido Republicano como desde el seno del propio Partido Demócrata y de la ONU. Clinton terminó reclamando al régimen de los talibán la extradición de Bin Laden, pero estos se negaron, ofreciendo como alternativa enjuiciarlo en Afganistán. Poco después lo declararían inocente.

Al-Qaeda había aportado miles de combatientes al movimiento talibán cuando este libraba una dura batalla contra otras milicias para hacerse con el control de Kabul, y seguía siendo un apoyo fundamental.

A pesar de esa situación, con la llegada al poder de George W. Bush la ambigüedad de EE UU con los talibán se mantendría todavía más tiempo. El 27 de septiembre de 2000 pronunció una conferencia en los locales del Middle East Institute de Washington nada menos que el adjunto del ministro talibán de Asuntos Exteriores, Abdur Rahmin Zahidt.

Como se conocería años después de boca de Richard Clarke, uno de los principales expertos en terrorismo del Partido Demócrata, Clinton pretendía aniquilar a Al-Qaeda pero evitando que esto afectara la relación de Washington con los talibán. Según Clarke, la Administración Clinton traspasó un plan detallado a la Administración Bush entrante sobre el tema.

Meses antes del 11-S, Colin Powell anunciaba una ayuda de 43 millones de dólares a los talibán

El 17 de mayo de 2001, menos de cuatro meses antes del 11-S Colin Powell, secretario de Estado de Bush, elogiaba todavía públicamente a los talibán “por su ayuda en la lucha contra el narcotráfico” y anunciaba una ayuda de 43 millones de dólares para esa tarea.

En realidad era público ya entonces que los talibán, tras una primera etapa en la que persiguieron con dureza el tráfico de opio, pasaron a controlar su producción directamente, disparándose las cifras de exportación.

Todo valía para Washington con tal de hacer negocios con quienes controlaban el régimen de Kabul. La comunidad internacional se alarmaba por la destrucción de los colosos de Bamiyán y otros templos que llevaban a cabo los talibán, por la discriminación y el maltrato a las mujeres, la crueldad contra los adversarios, la intolerancia religiosa y la limpieza étnica que llevaban a cabo, pero Washington miraba para otro lado, los buscaba desesperadamente.

Menos de dos meses después del 11-S, el 7 de octubre de 2001, Bush terminaba con la ambigüedad y comenzaban finalmente los devastadores bombardeos de EE UU y sus aliados contra Kabul.

Los únicos tres países que mantuvieron relaciones diplomáticas con el régimen talibán hasta último momento fueron Arabia Saudí, Pakistán y Emiratos Árabes Unidos.

Washington impuso como nuevo presidente de Afganistán tras el derrocamiento del régimen talibán nada menos que a Hamid Karzai, un ex muyahidin que había combatido a las tropas soviéticas, y ex alto ejecutivo de Unocal, el gigante energético que quería construir el oleoducto atravesando suelo afgano.

Todo un símbolo de esa guerra. EE UU persistía en su objetivo, lo que no había podido lograr negociando con los talibán lo intentaba años después por la fuerza.

El régimen de Karzai se caracterizó por su ineficacia y por la corrupción; miles de millones de dólares de ayuda extranjera para la reconstrucción se esfumaron; otros miles de millones ingresaron en las arcas de empresas extranjeras que se repartieron el botín de la reconstrucción.

Las principales de ellas eran estadounidenses, como Halliburton, el poderoso holding del que había sido uno de los máximos ejecutivos; precisamente el vicepresidente de Bush, Dick Cheney. Todo quedaba en casa.

Al día siguiente de destruir el país entraban las empresas que supuestamente lo iban a reconstruir con dinero procedente de países donantes. Se enriquecían las empresas contratistas y se enriquecían las CPM (Compañías Privadas Militares) contratadas por el Pentágono, que aportaron decenas de miles de mercenarios para la guerra en Afganistán.

III

La presencia de más de 350 000 miembros de las fuerzas de seguridad gubernamentales afganas, entrenadas y armadas por EE UU y sus socios de la OTAN no han sido capaces de impedir el resurgimiento del movimiento talibán, que en los últimos meses ha golpeado con fuerza en distintas regiones del país.

Y una vez más EE UU repite la fórmula: más soldados, más armas, más dureza en los ataques. Los jefes del Pentágono han encontrado en Trump el presidente que los escuche y acepte sus consejos, a diferencia de Obama, con quien mantuvieron una tensa relación.

Trump les ha dado una gran autonomía a los generales que se encuentran sobre el terreno para decidir su estrategia; para ordenar bombardeos y ataques letales con drones u operaciones encubiertas de las fuerzas especiales, por lo que es de prever que el nivel de enfrentamientos armados aumentará, como aumentará el sufrimiento de la población afgana.

Cuando en 2014 Obama anunció la retirada de las tropas de Afganistán intentaba cerrar cuanto antes la herencia recibida de manos de Bush, era consciente de que se trataba de un sonoro fracaso político, económico y militar de Estados Unidos.

Las tropas se comenzaron a ir por la puerta de atrás, intentando eludir las cámaras, como lo habían hecho años antes en Somalia, pero casi al final de su segundo mandato, cuando aún no se habían terminado de ir todos los efectivo, el auge del accionar talibán hizo que Obama decidiera aumentar el número de consejeros militares que se quedarían en el país para asesorar a las fuerzas gubernamentales afganas.

Trump pretende ahora con los menos de 15 000 soldados estadounidenses y de otros países aliados de la OTAN asentados en Afganistán conseguir lo que no se logró cuando había más de 100 000.

El presidente intenta que EE UU pueda rentabilizar el esfuerzo económico y militar que EE UU hizo en Afganistán y no se resigna a perder el control sobre un enclave de gran importancia geoestratégica donde también compiten hoy día potencias como China o Rusia.

Advertencias peligrosas a Pakistán

Entre las varias amenazas a países hechas por Trump desde que llegó al poder estuvo la advertencia a Pakistán por albergar en las zonas fronterizas con Afganistán a milicianos talibán y de Al Qaeda. Sin embargo pareciera que el Pentágono le ha desaconsejado esa postura al presidente, dado que sin la colaboración paquistaní la OTAN se quedaría sin la ruta norte, vital para el abastecimiento de sus tropas.

En una demostración del complejo puzzle de esa región y de los intereses en juego de las potencias no pasó desapercibido el hecho de que China saliera rápidamente en defensa de Pakistán, asegurando que juega un papel importantísimo en la lucha contra el terrorismo.

Los dos países tienen acuerdos en materia antiterrorista desde hace años. Para China es vital que Pakistán sirva de tapón para impedir la entrada de terroristas desde su territorio a China a través de la frontera común.

China y Pakistán firmaron por otro lado en 2016 un acuerdo que puso en marcha el Corredor Económico entre ambos países (CPEC), que implica la inversión por parte de China de una red de carreteras y ferrocarriles, por valor de 46 000 millones de dólares.

China tiene ya igualmente 200 proyectos en territorio paquistaní con cerca de 15 000 técnicos trabajando allí, y en cuanto a Afganistán, China ya está explotando el crudo en la provincia afgana de Sar-e Pul. Tanto compañías chinas como rusas tienen interés en la exploración de zonas de Afganistán en busca de petróleo y gas.

Compañías chinas trabajan también en la explotación de minerales en Afganistán y mantiene igualmente importantes relaciones económicas con otro vecino de Afganistán aparte de Pakistán, con Uzbekistán.

Tanto Uzbekistán como otras dos ex repúblicas soviéticas, Kazajistán y Turkmenistán abastecen a China de gas natural y petróleo.

Rusia quiere volver a tener protagonismo en Afganistán

Rusia compite también con China en Asia intentando intensificar las relaciones con sus ex repúblicas soviéticas. Diez de ellas forman parte junto con Rusia de la llamada Comunidad de Estados Independientes (CEI) y tres de ellas, Uzbekistán, Turkmenistán y Tayikistán, tienen frontera con Afganistán.

Vladimir Putin viene utilizando ante estos socios sus éxitos en Siria en la lucha contra el Estado Islámico para autoerigirse en el adalid de la guerra contra el yihadismo, y a través de la CEI coordina la lucha contra el yihadismo en la región.

Según Putin, hasta 7 000 combatientes del Estado Islámico son originarios de países agrupados hoy en la CEI. Rusia intenta igualmente tener presencia económica y militar en Afganistán. A solicitud del régimen afgano ambos países negocian la venta por parte de Moscú de helicópteros de ataque Mi-35 para las fuerzas gubernamentales afganas… entrenadas y asesoradas por EE UU y sus aliados de la OTAN.

Las grandes potencias vuelven a disputarse el control sobre esta convulsionada región del mundo. Donald Trump llegó a mostrar interés porque se intentara acordar planes militares conjuntos con Rusia en la lucha contra los talibán, Al Qaeda y el Estado Islámico en Afganistán, pero Moscú ha mostrado su rechazo mientras sigan en pie las sanciones promovidas por EE UU contra Rusia por la crisis abierta en otro frente, en Ucrania.

Infierno para la población civil

Mientras las distintas potencias se disputan el control de Afganistán, su población se sigue sumiendo en la miseria y el horror. Según datos de 2016 de la Misión de Asistencia de la ONU en Afganistán (UNAMA) al menos el 23 % de las víctimas civiles fueron causadas por las fuerzas de seguridad afganas y grupos armados coordinados con ellas, o por las fuerzas militares internacionales.

En el informe de la UNAMA se denunciaba también la utilización de centros de salud para fines militares por parte de las fuerzas gubernamentales, así como los ataques estadounidenses contra hospitales de Médicos Sin Fronteras que atienden en poblaciones consideradas hostiles al Gobierno.

Por su parte, un informe de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) de fines de 2016 daba cuenta del aumento de civiles desplazados y refugiados. Al menos 2,6 millones de refugiados afganos vivían repartidos en 70 países, mayoritariamente en Pakistán e Irán, y 1,4 millones eran desplazados internos. Según ACNUR, Pakistán devolvía un promedio de 5.000 personas diarias a Afganistán.

El drama aumentó cuando la Unión Europea firmó el 5 de octubre de 2016 un acuerdo con el corrupto Gobierno afgano de la República Islámica de Afganistán encabezado por Ashraf Ghani Ahmadzai, por el cual los Estados miembros de la UE… pueden devolver a ese país a un número ilimitado de esos miles de refugiados y refugiadas afganas que se jugaron la vida para dejar atrás el horror de la guerra y llegar a las costas de la que creían democrática Europa.

 

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