por Tom Wolfe //
Esta nota no atañe a la historia sino al futuro próximo. Me he referido a los actuales estudios de fisiología del cerebro. Durante las próximas décadas, las experiencias en este campo se concentrarán en el proceso aún misterioso que sirve como principio divino para muchos escritores y artistas: creatividad. Parte de lo que descubrirán sobre los poderes de la palabra escrita será (predigo) lo siguiente.
La imprenta (por oposición al cine o al teatro) es un medio indirecto que tiende más a estimular los recuerdos del lector que a “crear” imágenes o emociones. Por ejemplo, los escritores que describen borrachos raras veces intentan describir precisamente el estado de borrachera. Cuentan con que el lector se habrá emborrachado alguna vez en su vida. Es tanto como decir: “Estaba borracho así-y-así… y, bueno, ya saben como es eso. “ (En lo que respecta a tipos más arcanos de embriaguez, tales como LSD o metedrina, los escritores no pueden establecer semejante supuesto… y esto ha desconcertado a muchos de ellos).
Por esta razón, los escritores pasan apuros hasta para crear la imagen de un rostro humano. Las descripciones tienden a desbaratar este preciso propósito, porque desintegran el rostro más que crean una imagen. Los escritores resultan mucho más creíbles cuando no presentan más que una simple silueta.
En Un día en la vida de Iván Denisovich Aleksandr Soljenitsin habla de “Iván, un sargento alto y flaco de ojos negros. La primera vez que le veías, te llevabas un susto de muerte… “. O: “Había una expresión inerte en el rugoso rostro afeitado del tártaro”… y hasta ahí llega la amplitud de la descripción facial. El recuerdo que guarde el lector (suponiendo que lo tenga) de estos individuos es inducido a completar lo que falta.
Aun así, esta operación fundamental —estimular la memoria del lector— ofrece algunas ventajas únicas y casi maravillosas. Si los estudiosos del cerebro están en lo cierto hasta el momento, la memoria humana parece constituida por grupos de datos significantes —al contrario de lo que presumía la vieja teoría mecanicista: videlicet, que está constituida por fragmentos fortuitos de datos casuales y sin sentido que son luego combinados y dotados de significación por la mente—. Estos grupos de memoria combinan a menudo una imagen completa y una emoción.
La fuerza de una simple imagen en un relato o una canción para evocar un sentimiento complejo es bien conocida. Siempre me encantaron los versos iniciales de una canción country de Roger Miller titulada “Rey del Camino”. “Remolques en venta o alquiler”, comienza, “Se Alquila Habitación Cincuenta Centavos”. No es tanto la mención de los remolques lo que me encanta sino la “Se Alquila Habitación”. Pertenece a esa clase de estilo arcaico que, según mi experiencia, se encuentra sólo en ventanas o en marcos de puerta en la zona más vieja y más estropeada de una ciudad. Inmediatamente me trae a la memoria una imagen particular de una calle particular cerca de Worcester Square en New Haven, Connecticut. La emoción que conjura es de soledad y privación, pero de un carácter más bien romántico (bohemia). Nuestra memoria está aparentemente constituida por millones de estos grupos, que se combinan entre sí según el principio del Identikit.
Los escritores más dotados son aquéllos que manipulan los grupos de memoria del lector de forma tan exquisita que recrean dentro de la mente de éste todo un mundo que vibra con las propias emociones reales del lector. Los acontecimientos únicamente se producen en la página, en la letra impresa, pero las emociones son reales. De ahí esa sensación única cuando uno es “absorbido” por un cierto libro, se “pierde” en él. Sólo ciertos procedimientos específicos pueden estimular o disparar la memoria de esta forma exquisita, sin embargo; los mismos cuatro procedimientos que ya he mencionado: construcción escena-por- escena, diálogo, punto de vista y relación de la categoría social de la vida. Dos de estos procedimientos, escenas y diálogo, se pueden gobernar mejor en película que en letra impresa.
Pero los otros dos, punto de vista y relación de la categoría social de vida, funcionan mucho mejor en letra impresa que en película. Ningún cineasta ha conseguido con éxito meter al público en la mente o sistema nervioso central de un personaje —algo que hasta los malos novelistas son capaces de llevar a cabo rutinariamente—. Los cineastas lo han probado todo. Han probado la narración con voz en off. Han probado convertir la cámara en los “ojos” del protagonista, de forma que sólo podemos verle cuando se pone delante de un espejo. La moda actual son los “relámpagos de memoria”, cortes rápidos, a veces en tonos monocromos, a recuerdos del pasado.
Nada de eso consigue meter eficazmente a nadie en la cabeza de un personaje de película. (Lo que está más cerca de conseguirlo, para mí, son los apartes a la cámara que hace Michael Caine en Alfie; comienzan como momentos cómicos, a la [película] Tom Jones, pero terminan siendo intermedios más bien patéticos, mucho más eficaces, singularmente, que los apartes en una obra de teatro. ) Ciertas novelas realistas resultan logradas porque se detienen con tal realismo, tal eficacia, en la vida mental y atmósfera emotiva de un personaje determinado. Esas novelas se convierten casi siempre en desastres al ser llevadas a la pantalla; exempli gratia, Tropio of Cancer y Portnoy’s Complaint.
Los fabricantes de tales películas suelen izar bandera blanca a base de terminar poniendo a alguien, ya sea en off o ya sea en pantalla, que declame grandes cachos de la propia novela, como si confiaran que eso restituirá la fuerza del dichoso libro. Esa fuerza, por desgracia para ellos, se halla completamente envuelta en la relación fisiológica única que existe entre el lenguaje escrito y la memoria.
Las películas resultan casi tan falsas en lo que se refiere a la condición social de vida. En letra impresa un escritor puede presentar un detalle de vida social y luego darle un codazo al lector para asegurarse de que conoce su significación, y todo ello parece muy natural. En la escena inicial de Madame Bovary Flaubert presenta a Charles Bovary como un chico de quince años en su primer día de internado: “Llevaba el cabello cortado en flequillo, igual que un chantre de iglesia de pueblo…
“El subrayado es mío; aquí y durante todo el pasaje Flaubert le da codazos al lector para asegurarse de que la imagen que describe se encarna en un muchacho campesino, un rustaud, que resulta ridículo para sus compañeros de escuela. Las películas pueden presentar idénticos detalles, naturalmente, pero no subrayar su significación como no sea a través del diálogo, que se vuelve pronto muy forzado. Como resultado la traducción cinematográfica de la condición social es como un gran brochazo… la mansión, los criados, el Rolls, el vagabundo, la telefonista con acento del “Bronx”… Desde el momento en que el cineasta no puede darle codazos al público, suele acabar dándole a sus detalles sociales un énfasis desmedido… la mansión que es demasiado vasta, los criados que son demasiado ceremoniosos…
El primer cineasta que consiga trabajar inspiradamente con punto de vista y categoría social será el primer gigante en ese campo. Es triste decirlo, pero los estudiosos de la cognición pueden descubrir que técnica y fisiológicamente sea un problema imposible de resolver para el cine.
Trabajo de preparación
No existe una historia de cómo ha evolucionado el trabajo de preparación de un reportaje, que yo sepa. Dudo que se le haya ocurrido siquiera a alguien, incluso en las escuelas de periodismo, que el tema pudiese tener fases históricas. El modo de recoger el material que ahora se da en el Nuevo Periodismo arranca probablemente con la literatura de viajes de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX (y, como ya digo, con la figura singular de Boswell). Muchos de los escritores de viajes parecen haber sido inspirados por el éxito de las autobiografías. Su idea era de crear una autobiografía ellos mismos a base de dirigirse a países extranjeros en busca de color y de aventura. Melville, por ejemplo, inició su carrera en el filón del viaje y la aventura como Omoo y Typee.
Desde un punto de vista histórico el rasgo interesante es cuán pocas veces se les ocurrió a los escritores de no-f icción que podían conseguir ese material de otras maneras que no fuesen la autobiografía. Me refiero al tipo de preparación amplia que permite recoger escenas, diálogo extenso, vida social y vida emotiva además de los datos usuales del ensayo-narración. En el siglo XIX los novelistas hacían mucho más uso de esa preparación que los periodistas. He citado ya los ejemplos de Balzac y Dickens. El tipo de investigación que Dostoyevsky llevó a cabo para Los endemoniados es otro ejemplo. Un motivo de que los escritores de no-ficción tardaran en ver las posibilidades de este planteo fue el de que la no-ficción, exceptuando la autobiografía, se consideraba como un género didáctico, al menos en su expresión más elevada. Un escritor que buscase enseñar una lección no solía perseguir otro contenido que el necesario para dar solidez a sus argumentos. En Un viaje a Sajalin se puede apreciar cómo Chejov lucha contra la convención y se libera de ella aquí y allá.
Uno de los mayores cambios traídos por la nueva casta de periodistas ha sido el de una inversión de esta actitud… de forma que la demostración de su dominio técnico se hace capital, mientras que la demostración de los puntos morales resulta secundaria. Esta pasión por la brillantez técnica les ha prestado una extraña especie de objetividad, una objetividad egoísta pero objetividad en cualquier caso.
Cuando se pasa del reportaje de periódico a esta nueva forma de periodismo, como yo y muchos otros hicimos, se descubre que la unidad fundamental de trabajo no es ya el dato, la pieza de información, sino la escena, desde el momento en que muchas de las estrategias sofisticadas en prosa se basan en las escenas. Por consiguiente, tu problema principal como reportero es, sencillamente, que consigas permanecer con la persona sobre la que vas a escribir el tiempo suficiente para que las escenas tengan lugar ante tus propios ojos.
No existen reglas ni secretos artesanales de preparación que le permitan a uno llevar esto a cabo; es definitivamente un test de tu personalidad. Ese trabajo previo no resulta más fácil sencillamente porque lo hayas hecho muchas veces. El problema inicial radica siempre en tomar contacto con completos desconocidos, meterse en sus vidas de alguna manera, hacer preguntas a las que no tengas derecho natural de esperar respuesta, pretender ver cosas que tú no tienes por qué ver, etcétera. Muchos periodistas lo consideran tan incorrecto, tan embarazoso, tan aterrador a veces, que jamás son capaces de dominar este primer paso. Murray Kempton y Jack Newfield son ejemplos de dos reporteros paralizados por este pánico. Los únicos desconocidos con cuyo contacto Newfield se siente aparentemente cómodo son gente como el Macho Revolucionario del Siglo de este mes, a quien previamente le hayan asegurado que el reportero es amigable.
Los propios reporteros tienden a sobrestimar groseramente la dificultad de aproximarse a la gente sobre la que pretenden escribir y permanecer con ella. El sociólogo Ned Polsky acostumbra a quejarse de que los criminologistas estudian a los criminales únicamente en la cárcel —donde ponen su cabeza en el tajo con la esperanza de obtener la libertad condicional— basándose en el supuesto de que, naturalmente, no pueden tomar contacto con el criminal en su propio hábitat. Polsky sostenía, y lo demostró con su propio trabajo, que los criminales no se consideran a sí mismos como tales sino sencillamente como gente que lucha para abrirse paso en la vida y con la que, por tanto, puede ser muy fácil tomar contacto.
Además, son gente que suele pensar que sus hazañas merecen ser perpetuadas en literatura. Gay Talese demostró esta teoría con mayor amplitud al introducirse en una familia de la Mafia y escribir Honor Thy Father (aunque no se acercó a un área clave, sus actividades criminales en sí mismas).
Muchos buenos periodistas que confían en penetrar en un mundo ajeno y permanecer en él por algún tiempo, lo hacen muy suavemente y sin bombardear con preguntas a sus sujetos. En su extraordinaria hazaña periodística sobre el mundo del deporte George Plimpton adoptó la estrategia de mantenerse en la sombra con tal timidez y humildad que ellos acabaron pidiéndole por el amor de Dios que saliese y jugara. Pero, una vez más, es ante todo cuestión de la personalidad de cada cual. Si un reportero permanece con una persona o un grupo el tiempo suficiente, ambos —reportero y sujeto— desarrollarán una relación personal de algún tipo.
Para muchos reporteros esto significa un problema más terrible que introducirse en la escena concreta en primer lugar. Se sienten castigados por un sentimiento de culpabilidad, responsabilidad, deuda. “Tengo la reputación de ese hombre, su futuro, en mis manos”: esto acaba siendo estado de ánimo. Tal vez empiezan a sentirse igual que mirones: “He hecho presa en la vida de ese hombre, la he devorado con los ojos, no me he comprometido yo mismo, etc. “ Las personas que se vuelvan excesivamente sensibles en esta consideración, nunca podrán asumir el nuevo estilo de periodismo. Inevitablemente harán un trabajo de segunda categoría, predispuesto de manera tan banal que confundirá hasta a los sujetos que cree “proteger”.
Un escritor necesita cuanto menos el ego suficiente como para convencerse de que lo que está haciendo como escritor es tan importante como lo que haga cualquiera sobre quien escriba y que por consiguiente no debe comprometer su propio trabajo. Si no cree que lo que está escribiendo es una de las actividades más importantes que se desarrollan en la civilización contemporánea, le conviene cambiarse a otra que crea que lo sea… que se haga aspirante a asistente social, consejero de inversiones para la Iglesia Unitaria, o inspector de supresión de ruidos…
En el supuesto de que esta faceta no resulte demasiado abrumadora, este trabajo llevado a nivel de saturación, tal como yo lo concibo, puede ser uno de los más estimulantes “viajes”, tal como dicen ellos, del mundo. Muchas veces sientes como si en tu sistema nervioso central se encendiera una luz roja de alerta y te convirtieses en un aparato receptor y tu cabeza barriera la pantalla oscura como un rayo de radar, y tú dices “Pasa, mundo”, ya que sólo quieres… atraparlo todo entero… Algunos de los momentos mejores se producen cuando Mr. Peligro asoma, y la adrenalina corre, y todo el tumulto se abalanza, y el fuego llueve de lo alto —¡y tú descubres que tu aparato aún funciona! ¡estás escarbando el caos en busca de detalles! ¡vaya material que puedes emplear!…
Bueno, ese horrible monstruo que acaba de arrojar la bomba submarina al regazo del maestro de ballet— ¿era un collar de cuero o un pañuelo de seda lo que llevaba en el cuello? ¿Y dónde anda ese pequeño as que estaba justo a su lado, ése que no tiene barbilla? Probablemente pueda conseguir a través suyo el nombre de ese asqueroso tártaro —y… “¡Abajo los blancos! ¡Abajo los blancos! ¡Abajo los blancos!”— ya han empezado con esa basura otra vez y se dirigen justo hacia aquí —pero ¿te has dado cuenta de que esas mujeres mongólicas son más ruidosas que los hombres, y más grandes?— enormes, gordas y horribles, igual que los Green Bay Packers, esos asquerosos rinocerontes… y ésa viene precisamente hacia mí —¡Abajo los blancos!— escupiendo fuego por los ojos —una tártara mongólica de cien kilos repleta de cerdo— qué cojones es eso que lleva clavado en el pelo —bueno, es un maldito cuchillo de cortar pasteles… y mientras todo esto cae, mientras el mundo llega a su fin, con un cuchillo de cortar pasteles que rebana la fosa temporal de mi propio melón— se han cruzado los hilos… pero de qué forma tan deleitosa… uno viene directamente de la terminal Terror Pánico, pero el otro lleva el mensaje a un mundo jadeante: ¡Amigos! ¡Ciudadanos! ¡Lectores de revistas!
¡Menuda escena va a ser ésta! ¡Ayudadme, así es como vive ahora la gente!
*Fragmento de El nuevo periodismo (1973).