Décimo aniversario años de la muerte de Nelson Schwenke: «Ahora entiendo lo que quisiste decirme»

por Clemente Riedemann

“Hagamos canciones juntos” fue lo que me propuso Nelson, a quien apodábamos “El Pelusa”, en Valdivia, por su manera siempre festiva de entrar en las conversaciones. Él siempre estaba informado de las realidades, las cercanas, las intermedias y las lejanas. Nadie sabe como se las arreglaba para conseguirlo. El asunto es que Nelson parecía informado de todo aquello que servía para animar las comunicaciones.

Lo hacía con un lenguaje natural, como brotado en la situación misma, una especie de Sturm und Drang, pero criollo. ¿Era calculador o espontáneo? Es difícil saberlo, pero encontraba las maneras justas de entrar en cada situación y hacerse entender por todos y todas.

Era un antropólogo, que duda cabe. Comprendía muy bien, con soltura, que la circunstancia presente era el resultado de una larga cadena de acontecimientos a través del tiempo. Pero, sobre todo en sus chistes, esta evolución cultural se reducía a unas pocas frases, como si tuviese el poder de resumir el conjunto de la pericia humana en esa extensión, que la reducía a lo risible, incluso, al absurdo.

En una de sus últimas comunicaciones personales escritas vía correo electrónico (preferíamos el habla telefónica), algo así como abril o mayo del año en que murió, me envió la canción “Vincent” (Starry, starry night)”, de Don Mc Lean, y me sugería que podríamos hacer una canción similar, pues a él, en ese momento, le hacía mucho sentido.

Demasiado dulce ese Mc Lean, le repliqué, con mi autoritarismo estético de entonces. “Lo sé -me dijo- Pero échale un vistazo a la letra”. No le di mucha bola en ese momento, como ocurre con las personas cercanas que uno supone que no se van a morir por lo pronto.

Él ya había hecho letras de canciones en esa onda. Por ejemplo, sus bellísimas “Está cayendo esta lluvia”, “Mi confesión” o “Siempre que yo vuelvo”, (que compartiré en los días inmediatos).

Cuando, a la vuelta de unas cuántas semanas, murió, volví a la canción de Mc Lean y no pude sino interpretarla como un mensaje premonitorio. Obvio que tal interpretación a él mismo le habría parecido ridícula, pues él no creía en nada en particular, sino en todo, en general.

Noche, noche estrellada
ahora, creo que sé lo que trataste de decirme
cómo sufriste por tu cordura
cómo trataste de liberarlos.
Ellos no escucharán, no están escuchando todavía.
Tal vez nunca lo harán.

Aceptar la vida tal como es, sin subterfugios religiosos o ideológicos, era su dimensión de la libertad. Una mente que pensaba con todo el cuerpo, sin disgregación racionalista. Por eso, él y su teléfono (es decir, él y su contexto comunicacional) al momento de ser atropellado, murieron juntos.

Juntarse para vivir era su principio y hacer canciones junto con otros era para él un asunto natural. Como se juntan el río con la neblina y los relámpagos con los temporales. Es decir, la tormenta con el ímpetu.

Cuan contento estaría él con la posibilidad de tener una nueva constitución, algo por lo que pensó y cantó con tanta devoción, como si supiera que eso es lo que habría de ocurrir, tarde o temprano. ¿Qué cantaría hoy si estuviese con nosotros en esta hora?

Seguro cantaría para saludar al porvenir, con una de esas melodías íntimas y a la vez universales. Pero, como se murió de una manera absurda, luego de eludir tantas veces la
guadaña predecible, no queda más que aceptar la vida tal como es y como él mismo lo escribía y cantaba. Así son las cosas y así deben asumirse.

En un mundo grávido y agraviado, echo de menos, sobre todo, su buen humor. No creo en ángeles ni en demonios. Pero me gusta pensar en Nelson Schwenke como una especie de ángel que vino a dar belleza y alegría a mi vida y acaso a la de muchos otros habitantes de su tiempo con su temple vivificador del festejo existencial.

Claro que, como cabe asumirlo y como él mismo lo escribió y lo cantó, un ángel con alas de cera. Como son las alas de los ángeles de la imaginación.

Yo le quiero igual y no me importa que esté muerto debajo de dos metros de tierra en un cementerio de Concón. Está vivo en mi ánima cotidiana, como una compañía amable y risueña que me impulsa a agradecer la maravilla de estar vivo. Y a reír con las pequeñeces que suelen ocupar el escenario principal de nuestras agendas.

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