Cuento de René Arcos: «Valdivia en la niebla»

Valdivia en la niebla

Bajo la piel corre otra historia. Aquella donde la búsqueda tropieza

con el encuentro. La intersección de la naturaleza y el Otro

 El lugar donde todo es posible. Donde nada es posible».

I.A. y R.A., Conversaciones.

I

Es TARDE CUANDO LLEGO a casa. Tu carta dice que me apresure. Que esperarás.

II

Me preguntan adónde voy. No sé responder. Salgo, vuelo hasta el hotel, en medio de la niebla.

III

Toco a la puerta. Apareces. Sí, te recordaba, claro que te recordaba. Bebo tu mirada sobre mi pelo húmedo, te abrazo. Haces preguntas, te callo.

Después, te digo.

IV

Me cuentas de tu viaje, en tren, hasta esta ciudad perdida en la niebla. Juego con tu pelo, trazo caminos en tu piel, los recorro, te alcanzo en la queja, en el calor de tu vientre. Te hablo de estos días, de los colores de la tarde, de islas extraviadas a medio camino, entre el océano inmenso y un brazo de río, como nosotros, perdidos en esta oscuridad elegida para dejarnos estar, así, como estamos ahora.

V

Abandonamos el hotel, para caminar un rato, para comer algo por ahí, para reconocernos en otros que a esa hora caída buscan su origen, el lugar de donde partieron, para recuperar sus nombres, su lugar en el juego.

VI

En el restorán tomas mis manos bajo la mesa. Nuestras rodillas se buscan como animales ciegos. Mis ojos brillan en los tuyos. Casi no tocamos la comida. Bebemos, eso sí, para aumentar la embriaguez de estar juntos, para extremar la alegría, para que no importen las miradas insolentes, la extrañeza acostumbrada ante la felicidad ajena.

VII

El río. Cuánto te hablé de este río que parece saberlo, porque va y vuelve para ti, se despeina la niebla que acaricia su lomo de animal nocturno, besa tus pies descalzos junto a los míos, sentados en un borde de piedra, donde me hablas, donde me besas mil veces, entre palabras, entre graznidos lejanos de pájaros y juncos.

VIII

A nuestro pesar, el tiempo apura la noche. Bajo las sábanas desmientes su tarea, detienes la marcha del mundo, nos abrazamos para no perdernos, para un mismo grito, para morir y resucitar en un segundo de siglos, para encontrarnos en la desolación de no saber qué hacer con dos cuerpos. El retorno imposible a nuestro origen, cuando éramos uno, transitando en medio de la niebla, después de la primera lluvia.

IX

Olvido quehaceres, amigos, lecturas atrasadas. Parto contigo en un pequeño barco. Hablamos a medias, con la noche todavía pegada a nuestra piel, nuestra única piel partida en dos. El sol de la mañana arranca destellos al río que nos reconoce, que nos sigue alegre hasta el primer descenso. Pudo haber sido esta pequeña isla, dices, y te arrastro hasta perdernos, lejos de todos.

X

Me preguntas por ese barco hundido en medio del Rio. Repito la historia, la leyenda del mar y la tierra en su arrebato, arrastrando ciudades, hombres, sueños. Parece un animal dormido esperando su hora, dices, y cuando pasamos cerca cierras mis ojos con tus manos, para que pueda oírle respirar.

XI

Otro descenso para un abrazo furtivo, para un beso agazapado entre piedras y arena. La pared de una iglesia antigua te empuja sobre mí y el viento de la tarde nos arrastra al olvido, a las primeras maneras del amor, aquí, en la soledad de un tiempo ido.

XII

Corral era una fiesta, dices, riendo. Beso tus dedos con sabor a limón, a mariscos frescos, a vino blanco. Adentro, los otros son felices a su modo. Aquí afuera, en la playa, junto a los botes solitarios, me cuentas de ti, de tu infancia, de tus padres, allá lejos, donde creciste, donde te buscaba, me dices, sin encontrarme, porque yo había nacido en el otro extremo del mundo, porque el tiempo desordenó las mitades y no pensé que fuera posible, te digo, sino en sueños, en ese territorio que a su modo anticipó el encuentro, donde te había buscado también, tantas veces.

XIII

La noche nos recoge en Valdivia. Nos empuja al abrazo, a soñar el mismo sueño. Despiertas en medio de la noche y veo venir tu desnudez hacia la ventana, donde estoy, con los ojos cerrados, pensando en el después, sintiéndome culpable por no dejar que me acompañes en el temor a perderte, otra vez, cuando te hayas ido. Me tomas entre tus brazos, para que no me pierda, dices, en ese miedo que compartes, ahora, cuando somos uno de nuevo, envueltos en la niebla que se levanta desde el río, entrando en la habitación, en ese pequeño dolor que se nos instala a la altura del pecho y que ya no nos dejará en paz.

XIV

Un día más es un día menos. Mañana te vas. Te veo ir y volver por la habitación. No me hablas. Sé que has llorado. Esta mañana, cuando volví a casa a cambiarme ropa, no toleraba mi torpeza, mi no saber qué hacer con apenas dos manos, con apenas dos ojos para ver sólo la mitad de las cosas. Cuando regresé al hotel, casi corriendo, nos encontramos en el vestíbulo. Me abrazaste con desesperación, sin importar que nos vieran, que se entrometieran en nuestro abrazo, en ese miedo a no saber cómo permanecer así, juntos, uno por fin.

XV

No salimos del hotel. Nos dolía el cuerpo cuando la noche entró por la ventana, oscureciéndolo todo.

Prolongamos el amor como si después no hubiera nada. Como si nosotros lo hubiésemos inventado para todos aquellos condenados a buscarse, desde los orígenes del mundo, y a encontrarse, tal vez, en una grieta de los tiempos.

Reímos y lloramos. Hicimos todo lo que dos seres humanos pueden hacerse el uno al otro, en el límite de la vida y al borde de la muerte. Descubrimos que nada tuvo sentido antes -si no fue andar para ese encuentro- y que nada lo tendría de ahí en adelante, si te ibas de nuevo, si yo me quedaba. Nos separamos en medio de tanto silencio, que cuando llegué a casa me pareció que todo era un solo grito escapando de sus bocas. No dije nada. Recorrí mi habitación, hojeé el diario de la tarde, escribí unos garabatos en una hoja de cuaderno y volví a salir.

XVI

Una vez junto al río nos envolvió la niebla. Parece que nos esperaba, te dije.

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