Cuento de René Arcos: «El hombre del espejo»

«Los gestos de uno u otro, son los mismos gestos. Sólo que en uno, la perspectiva no traiciona al ojo.» Phebas

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Las casas suelen tener espejos en algunas habitaciones, para repetir a las personas y las cosas. Si el espejo es grande, uno podrá verse mejor. (O peor, según el caso). Si el espejo insiste en repetirlo, cuando uno se va, es necesario quedarse. No es bueno irse dejándose solo.

I

Dibujas un pez sobre el hueso de tu cadera derecha. Cada vez que haces lo mismo frente al espejo, piensas en la posibilidad de un tatuaje. Sin embargo, el carácter permanente de aquellos trazos hechos con agujas sobre la piel, no calza con tu vocación por lo transitorio. Sobre todo en ese orden de cosas, que obedecen siempre a impulsos pasajeros. A arrebatos momentáneos que generalmente culminan en el arrepentimiento. La culpa, piensas.

Le gusta verse repetido, al revés, en el espejo.

Se mira. Sonríe. El hombre que habita el espejo está más triste hoy que otras veces, aunque no debería, porque el hombre que habita del otro lado está contento.

El pez de su cadera tiene ojos de niño, o de anciano. Y alas, y una fina y larga lengua, como de reptil.

II

(Es tarde, aunque me gustaría saber para qué. 

El tiempo se ha ensañado con nosotros y nos hemos vuelto borrosos. Hemos mentido, es cierto, y ni siquiera hemos hablado de la vergüenza, que habría servido tal vez para estar menos lejos. No quisiera hablar de este modo. Pero si no lo hacemos nos quedamos más tristes que antes, y las cosas confirman aquellos malos augurios que nos tuvieron revolcándonos varias noches, con el dolor de saber que habríamos de llorarnos, alguna vez.).

III

El hombre del espejo sabe que su existencia es frágil. Sabe que si en las noches, por ejemplo, no enciendo la lámpara del cuarto, su cuerpo es apenas sombra, apenas contorno.

IV

Hay veces, como ésta, en que las cosas, a falta de nombre, se desmoronan sobre otras cosas, y las escasas certezas se escabullen hacia tu territorio. El mundo al revés, allá, dentro del espejo.

V

Pero las certezas no son más que fábulas. Palabras que siguen el orden de nuestro deseo. Y los deseos son pasajeros. Obedecen, como tu idea del tatuaje, a impulsos repentinos. No duran demasiado, y cuando pasan, nos quedamos solos. Los dos. De un lado u otro. Entonces no importa de qué lado del espejo estemos. No importa dónde existen las cosas verdaderamente, porque nada es cierto, o nada importa.

VI

Cuando atraviesas el cuarto, el otro te acompaña mientras cruzas la distancia del espejo. Lo miras.

El otro también mira. Hace un gesto que no le conocías y te devuelves. Le preguntas si algo su-cede, porque piensas que algo sucede. El te hace la misma pregunta y te sorprende. No sabes qué

contestar.

VII

A veces le preguntas qué hace durante el día, cuando no estás en casa. No contesta, y te disculpas por hacer preguntas que le provocan miedo. Miedo a quedarse solo. Lo puedes ver en sus ojos, aunque cuando eso ocurre evitas verlo a los ojos.

VIII

Si digo yo, tú, él, miras hacia otro lado, y dices piel, o sangre, y ríes. Antes me molestaba que rompieras ese orden precario con que pretendía distinguir mi vida de la de otros (palabras, claro).

Me conoces bien. Los dos sabemos que hay demasiadas cosas que aún no tienen nombre. Te propongo inventar nuevas palabras, pero te niegas. Prefieres quedarte así, y cuando ya no hay luz, cuando llega el sueño, tomas papel y lápiz y escribes una aventura que podré recordar al día siguiente, cuando el teléfono suene y te vea enredado en las sábanas, estirando un brazo, contestando que sí, que soy yo.

IX

Una noche, cuando volví a casa, no estabas. Te busqué sobre esa superficie que repetía los muebles, las hojas dispersas en el suelo, la puerta entreabierta, el comienzo de la escalera. Me senté sobre la cama y esperé que llegaras. No sé cuánto tiempo pasó. Me dormí. Cuando desperté, el cuarto estaba en penumbras, iluminado apenas por las luces de la calle. Me quedé así, sin hacer ningún movimiento. Entonces, te vi llegar. Te sentaste al borde de la cama, en silencio. Después de un rato en que nada pasó, dijiste algo como: «el mundo es un lugar extraño». No era una frase mía. La escuché por ahí, y aunque no decía nada, decía demasiado. Me incorporé de un salto. Tenía que salir. No ibas a contarme y yo no iba a preguntar. Antes, te miré. Tenías los ojos brillantes, como si hubieras llorado, y me dolió no poder recordar por qué.

Salí a la calle. Pedí una cerveza en el café de la esquina y no hablé con nadie. El reloj marcaba las once cuando abrí un libro que, sin darme cuenta, traía conmigo. Quise leerlo, pero no pude. Estaba escrito al revés.

X

Un paño blanco cubre el espejo. Por unos días he estado solo. Aislado en medio de un cuarto sin puerta a la repetición. Mis ojos se detienen a veces, por un rato largo, en la inscripción de una caja vacía, en la etiqueta de una botella de cerveza, en la luminosidad rojiza de los números del reloj, en el olor reseco de las colillas que ocupan el cenice-ro, en los restos de vino que tiñen el fondo de un vaso, en mis pies desnudos, en el pez dibujado que sonríe desde mi cadera izquierda.

XI

Hay horas más peligrosas que otras para mirarse al espejo. Hace unos días el hombre del espejo balbuceaba un nombre extraño. Repetía cada uno de los sonidos como si fueran eslabones de una cadena rota que infructuosamente trataba de unir. Quise preguntar, saber más. No respondió. No me quedó más que repetir su mirada -es el hombre del espejo- y me alejé de ahí, sin saber qué hacer con un nombre que no conocía, pero que duele cada vez que trato de buscarle un sitio en lo que no fue. El lado oscuro de la nostalgia.

XII 

El hombre del espejo lee unas hojas, de espaldas a ti: «Si quieres pensar en algo, piensa en el tiempo. Imagina que las horas son iguales, que un hombre pierde sus zapatos y llora, que alguien te dice salta, y tú saltas, que hay una habitación demasiado larga y que alguien trata de aprender tu nombre al revés»

XIII

Hay un parque. Los árboles son altos y viejos. Llegamos para irnos, para no estar, para mentir.

No sé por cuál de los que he sido -ni en qué momento- siento nostalgia. Tal vez estuvimos siempre solos y el otro era nada. Apenas ficción para el alcance de una que otra palabra. Para la asociación infinita de signos que nos atrapó en alguna vuelta de esquina. Entonces, todo era más fácil. O igualmente difícil, pero había otros y los atrapábamos como a mariposas en una red pequeña. Pequeña para que la culpa fuera pequeña.

XIV

Cuando te atreves, recorres la distancia que nos repite. Te apoyas en la superficie del espejo. En el límite de los dos cuartos. Yo me siento tentado a hacer lo mismo, pero no lo hago. Te quedas ahí no sé cuánto tiempo. Antes no me gustaba verte así, como si estuvieras preso y esperaras una visita que nunca llegó, dejando una marca en el vidrio que duraba casi tanto como el tiempo que habías pasado observando mis movimientos. Es un decir, claro. Cuando tú hacías eso, yo no me acercaba, pero tampoco hacía nada más.

XV

Anoche me preguntaste nuevamente qué hacía cuando te vas. No pude mentir. Cuando te vas no queda nadie, respondí.

XVI

Sacaste el espejo. En su lugar hay un espacio vacío. Evitas acercarte al sitio exacto de la repetición.

Tienes miedo porque sospechas que sigue ahí, agazapado, esperando que tropieces para comenzar de nuevo. Para entrar nuevamente en ese desorden que revierte tus palabras, que te desmiente todo lo aprendido acerca del tiempo y la perspectiva.

XVII

Te gustaría saber más acerca del olvido. Aunque sabes que, en el fondo, se trata sólo de una palabra, engañosa como la mayoría, y que, también como la mayoría, remite a la imposibilidad. A pesar de saberlo, te esfuerzas por encontrar la palabra exacta, o, peor aún, la palabra justa, para hablar de lo que no está.

XVIII

Alguien mueve las piezas de un modo que no comprendes, con una lógica perversa, con un sentido morboso del encuentro, para que no adivines, para que andes ciego, de aquí para allá, para que te acerques, sin llegar, al sitio donde antes estuvo el espejo.

XIX

Sales a la calle. Cruzas el parque donde unos perros se divierten jugando, mordiéndose, revolcándose en el césped. Hace calor, aunque es de noche.

Te sientas en un banco vacío y miras hacia arriba. El cielo primero, con estrellas que la luz no deja ver, luego el último piso del edificio donde vives, las ventanas abiertas, una mujer regando las plantas de su balcón, un tipo en el séptimo, reconocible a pesar de las cortinas, de espaldas a la ventana, y por último tú, en el piso seis, con las persianas a medio subir, mirando hacia el parque, donde unos perros se persiguen, jugando, cerca de un hombre solo, sentado un poco más allá.

XX

El viento entra por la ventana agitando las cortinas del dormitorio. A lo lejos se escucha una música alegre. Tú, recostado en la cama, lees un libro, demorándote en cada línea, deteniéndote cuando llegas al final de un párrafo. Luego, te pones de pie. Te paras justo frente al lugar donde ahora no hay nada. Lees: «Nosotros no podemos emprender el vuelo, hacia arriba, rectamente. Sólo podemos extraviarnos.» Después, sonríes. Cruzas el umbral invisible de lo que antes estuvo ahí. Te vuelves. Repites: «Sortoson on somepod rednerpme le oleuv, aicah abirra, etnematcer. Olos somedop sonraivartxe.»

XXI

Volví a poner el espejo. Permanecí durante un largo rato con las manos apoyadas en su superficie. No encendí la luz. No habría podido soportar ver aquella habitación al revés, sin que estuvieras. Ni mi estúpida sonrisa cuando propusiste ir a dar una vuelta por ahí.

XXII

Cuando llegamos al lugar, dejaste el libro sobre la mesa. Pediste dos cervezas. «¿Dos?», preguntó la mujer que nos atendió, como si no me hubiera visto.Me miraste, y luego a ella. Yo sonreí. «Claro, dos», repetiste.

La noche avanzó rápido y salimos de ahí cuando las calles estaban vacías. Tuvimos que bajar la voz porque había tanto silencio que hablar era como dejar los zapatos marcados en una alfombra blanca después de haber pisado el barro. No importa cuánto tiempo pasó desde que sacamos el espejo. Digo sacamos porque, en el fondo, fue un acuerdo. Volví a hacer las mismas preguntas, y tú respondiste con las mismas palabras de antes. Desordenadas, claro. Al revés. Nos reímos. Motivos había de sobra. Porque alguna vez lloraste, porque no te atrevías a cruzar el cuarto si no mirabas al espejo, porque a veces yo me quedaba inmóvil, horas, y tú hablabas con otros, con gente que solía llamarte cuando no estabas y que yo invitaba para la noche siguiente, o para dos horas más. Tú eras cortés, a pesar de no entender esas visitas imprevistas.

Cuando volvimos a casa, nos equivocamos. Entraste tú en el cuarto al revés. Yo permanecí del otro lado. De éste. Digo nos equivocamos, porque también fue un acuerdo. Me senté sobre la cama y tomé un libro. Tú te sentaste también sobre la cama repetida y tomaste un libro. Por el tiempo que pasa, o se quedó dando vueltas alrededor del espejo, pude darme cuenta que estabas leyendo. Eso me alegró, porque antes no hubieras podido. Antes te habría costado leer un libro escrito al revés.

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Tomado de libro: Cuento aparte René Arcos Leví  Edit. Planeta Biblioteca del Sur 1994

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