Cuando florecen los cerezos, la gente se siente alegre y feliz. Bajo los árboles cuajados de flores beben sake o comen dulces de arroz mientras exclaman: «¡Qué vista tan hermosa! ¡Qué espléndida es la primavera!».
Pero todo es una gran farsa. ¿Que por qué lo digo? Porque desde la época Edo se repite la misma historia: la gente se reúne bajo los cerezos para emborracharse, vomitar y, finalmente, acabar peleándose bajo sus ramas en flor. Pero antes de la época Edo, en los días olvidados del pasado lejano, permanecer bajo las flores del cerezo era para cualquiera la más terrorífica de las experiencias. Hoy, en cambio, nos parece divertido reunirnos con familiares y amigos bajo los cerezos. Bebemos, comemos y pasamos un buen rato todos juntos bajo las ramas floridas. Pero si borramos a toda esa gente del paisaje, el escenario que se presenta ante nuestros ojos resulta aterrador. Hay una obra del teatro noh en la que una madre enloquece intentando buscar a su amado hijo, que ha sido secuestrado. La mujer se adentra en un bosque de cerezos en flor: los pétalos de los cerezos caen por doquier y la madre, confundida, ve la imagen de su hijo entre las sombras de cada uno. Finalmente, la madre muere, presa de la locura, enterrada bajo miles de pétalos (confieso que este último detalle es obra de este humilde servidor). Sin gente, un bosque de cerezos en flor es sencillamente aterrador.
Antiguamente, para llegar al paso de Suzuka, los viajeros debían atravesar un bosque de cerezos. Si las flores no habían brotado aún, no pasaba nada. Pero en la estación florida, bajo aquellos cerezos plenos de flores, los viajeros sentían una extraña inquietud. Intentaban huir precipitadamente hacia los árboles que aún estaban verdes o hacia aquellos que ya se habían secado. Su único deseo era salir del bosque tan rápidamente como les fuera posible. Para el viajero solitario el objetivo era mucho más fácil porque simplemente debía concentrarse en huir a toda prisa pensando tan solo en sí mismo. La situación era muy diferente para quienes viajaban en pareja. Como dos personas no corren a la misma velocidad, inevitablemente uno se atrasaría y gritaría: «¡Espera! ¡Espera!». Pero el otro viajero, el más rápido, escaparía enloquecido abandonando a su amigo a su suerte. Así pues, tras haber atravesado el bosque de cerezos de Suzuka, los compañeros de viaje que hasta entonces habían sido los mejores amigos, jamás volvían a confiar el uno en el otro. Por este motivo la gente comenzó a evitar el bosque de cerezos, prefiriendo tomar otros caminos. El bosque cayó en el olvido, desolado en el corazón silencioso de la montaña, sin que un alma se adentrara en él.
Años después de que el paso de Suzuka se convirtiera en un camino solitario, un bandido se instaló en la montaña. Era un hombre despiadado y cruel que robaba los quimonos de los viajeros y, si se terciaba, también les arrebataba la vida. Pero hasta este hombre tan feroz temía los cerezos en flor y enloquecía bajo sus ramas. Desde la primera primavera, el ladrón aborreció aquellas flores aterradoras bajo las que nunca soplaba el viento, aunque él siempre lo oía bramar. Pero no, allí no había viento, solo su propia figura y el rumor de sus pasos envueltos por un silencio frío y gélido. Con la caída lenta y suave de los pétalos sentía cómo su alma se consumía y su vida se marchitaba. En esos momentos le asaltaba el irrefrenable deseo de cerrar los ojos y huir. Pero si lo hiciera, chocaría contra los árboles. Por eso no se permitía cerrar los ojos. Los mantenía abiertos hasta el punto de llegar a perder la razón.
El ladrón era un hombre de sangre fría que nunca había conocido el arrepentimiento. Como lo que le sucedía le parecía extraño, meditó sobre ello. Pero como no llegó a ninguna conclusión y estaba cansado de discurrir, decidió postergar el asunto. El año siguiente, cuando los cerezos florecieran otra vez, lo pensaría con más atención. Cada año se decía lo mismo: «Lo pensaré el año próximo», y así pasaron diez años. Al décimo volvió a posponer la cuestión y otro año más llegó a su fin.
Durante todo ese tiempo, el número de sus esposas había aumentado de una a siete. Y un día añadió una esposa más. La trajo del mismo lugar del que habían venido las otras siete: del camino. Había matado a un viajero para robarle la ropa y la mujer. Aunque en esta ocasión algo fue diferente. Nada más dar muerte a aquel hombre, el bandido empezó a sentirse extraño. Como no sabía a qué achacar aquella inquietud, y no podía concentrar su mente en una cosa por largo tiempo, decidió no prestarle atención.
Lo cierto es que en un primer momento no había tenido la intención de matar al hombre. Pretendía robarle todo lo que llevaba para después darle una patada y mandarlo lejos, como solía hacer siempre. Sin embargo, la mujer era tan hermosa que el ladrón, sin saber cómo, clavó su espada en el cuerpo del hombre. Fue un acto tan inesperado que él mismo se sorprendió. La mujer cayó al suelo. Las piernas le habían fallado y lo miraba con ojos inexpresivos.
—A partir de ahora eres mi esposa —le dijo.
Ella asintió. El ladrón la tomó de la mano e intentó levantarla. Pero la mujer explicó que no podía caminar y le rogó que la llevara a su espalda. El hombre accedió. La levantó con facilidad y cargó con ella. Al llegar a una cuesta muy empinada, le pidió a la mujer que caminara por sí sola, ya que era peligroso intentar subir con ella a la espalda.
—¡No, no, no! —La mujer se aferró a él con todas sus fuerzas—: Si tú, que eres un hombre acostumbrado a las montañas, tienes dificultades para subir, ¿cómo puedes esperar que yo sea capaz de hacerlo?
—Está bien… —respondió el ladrón de buen humor, a pesar de estar exhausto—.Pero bájate de mi espalda un segundo. No es que necesite un descanso, ni mucho menos. Ya ves que soy fuerte. Pero no tengo ojos en la nuca y me atormenta no poder verte. ¡Bájate al suelo un segundo y déjame ver esa cara tan bonita!
—¡No, no! —gritó ella, aferrándose desesperadamente a su cuello—. No puedo permanecer en este lugar ni un solo segundo más. ¡No te detengas ahora! ¡Date prisa! Vayamos a tu casa. Si no nos vamos de inmediato, me niego a ser tu esposa. ¡Aléjame de toda esta desolación o me morderé la lengua y moriré!
—De acuerdo. Haré todo lo que desees. El bandido sintió que se derretía de felicidad pensando en su futura vida de placeres compartidos con la hermosa mujer. Giró por completo para que ella pudiera contemplar las montañas que los rodeaban: por el norte, por el sur, a derecha y a izquierda, y, mirando hacia atrás, añadió con orgullo:
—Todas estas montañas me pertenecen.
—Ella se mantuvo en silencio. Él prosiguió decepcionado—: ¡Mira! Todas las montañas que ves, todos los árboles y los valles, incluso la niebla que los cubre… es todo mío.
—Rápido, por favor —dijo la mujer—. No quiero estar aquí ni un minuto más. Esos acantilados y esas rocas afiladas no me gustan.
—Está bien, está bien. Cuando lleguemos a casa, voy a hacer que te preparen el mejor de los banquetes.
—¿No puedes darte prisa? ¡Por favor, corre!
—Pero, esta subida es muy empinada… No podría correr ni aunque no cargara contigo.
—¡¿Acaso eres un cobarde?! ¿Es que voy a ser la esposa de un enclenque? ¡Dime! ¡Ah! ¿Quién me protegerá de ahora en adelante?
—Pero, qué tonterías dices… La cuesta no es tan empinada como parece. —¡Oh, vaya! Vas muy lento. Supongo que ya estás cansado. —¡Maldita sea! ¡Cuando llegue a la cima, te demostraré que puedo correr tan rápido como un caballo!
—Pero si ya estás sin aliento. Y encima estás pálido.
—Al principio siempre es así. Pronto cogeré el ritmo y correré tan rápido que te marearás en mi espalda. Pero el bandido estaba a punto de desfallecer. Sentía como si todo su cuerpo se deshiciera en pedazos.
Cuando por fin llegó a su casa, era incapaz de enfocar la mirada y le zumbaban los oídos. Ni siquiera tuvo fuerzas para anunciar su llegada con ásperas palabras como era habitual. Las siete esposas salieron a recibirle, pero lo único que pudo hacer fue dejar a la hermosa mujer en el suelo y tratar de aliviar el dolor en sus músculos, rígidos como piedras.
Las siete mujeres se quedaron estupefactas ante la abrumadora belleza de la desconocida, una hermosura como nunca habían visto antes. En cambio, a la mujer le sorprendió el aspecto mugriento de las siete esposas. Sin duda, algunas habían sido agraciadas en el pasado, pero ahora nadie habría sido capaz de descubrir en ellas el menor rastro de belleza. La mujer, asqueada, se escondió detrás del hombre y preguntó:
—¿Quiénes son estos monstruos?
—Mis antiguas esposas —respondió avergonzado. No era una mala respuesta, pues apenas tuvo tiempo de improvisarla. Sin embargo, a pesar de la palabra «antiguas», a ella no le pareció suficiente:
—¿Ah, sí? ¿Son estas tus esposas? —Bueno, verás… Hasta ahora no sabía que existía una mujer tan hermosa como tú…
—¡Mátala! —ordenó señalando con el dedo a la mujer de rasgos más bonitos.
—Pero, querida… No tenemos por qué matarla. Podemos usarla como sirvienta.
—¿No puedes matar a tu propia esposa? Recuerda, tú mataste a mi marido. ¿Acaso creías que me iba a convertir en tu esposa con tanta facilidad? El bandido vaciló un instante, pero obedeció. Fue hacia la mujer señalada y, con un sonido sordo, hundió la espada en su cuello. Antes de que la cabeza cayera para rodar por el suelo, la voz suave y transparente de la hermosa mujer se escuchó de nuevo:
—¡Ahora esta! ¡Mátala! —exclamó señalando a la siguiente víctima con el dedo. La mujer que había sido señalada se cubrió el rostro con ambas manos y chilló. Pero, brillando en el aire, la espada cortó el grito. De pronto, las otras echaron acorrer en todas direcciones.
—¡Agárralas! Jamás te perdonaré si no las atrapas. Hay una por ahí, detrás de ese arbusto. Y aquella otra se escapa hacia la montaña. El hombre corrió por el bosque con la espada ensangrentada levantada por encima de la cabeza. Una de las mujeres cayó de espaldas al suelo, incapaz de huir. Era la más fea de todas y además estaba coja. El hombre la encontró cuando regresaba de matar a las demás. Levantó la espada con naturalidad para acabar con ella y, en ese momento, la bella mujer lo detuvo:
—No. No, esta no. Será mi sirvienta.
—No me importa matarla, de veras. No es ningún problema.
—¡Detente, estúpido! Te estoy diciendo que no la mates.
—Oh, de acuerdo. Bien. El bandido arrojó la espada y se sentó en el suelo. La fatiga se apoderó de él y se le nubló la vista. Sintió el cuerpo increíblemente pesado. De repente, se dio cuenta de que el silencio lo envolvía todo. De inmediato, el terror fluyó por todo su ser y se sobresaltó. Giró la cabeza, vio a la mujer a su lado con aire lánguido y se sintió como si hubiera despertado de una pesadilla. Fue como si sus ojos y su alma hubieran sido absorbidos por la belleza de la mujer. Se sintió incómodo. El porqué o el cómo los desconocía. Solo sabía que la mujer era muy hermosa y que él había sucumbido a su hermosura hasta el punto de enloquecer.
«¿A qué me recuerda esta sensación?», se preguntó. Una vez había sentido algoparecido, pero ¿qué era?
—¡Oh, sí! Eso fue —exclamó sorprendido.
Los cerezos en flor. Era la misma angustia que había experimentado al caminarbajo los cerezos en flor. No estaba seguro de en qué modo se parecían ambasexperiencias. Pero estaba seguro de su similitud. Y eso solo le bastaba. No leimportaba ser incapaz de comprender más a fondo.
El largo invierno llegó a su fin. La nieve aún permanecía en la cima de lamontaña y en las profundidades del valle y en la sombra de los árboles, pero lossignos de la primavera comenzaban a brillar por todas partes.«Este año, cuando florezcan los cerezos…», pensó. «No es tan malo cuando teacercas a ellos…».
Los que se atreven a adentrarse en el bosque, poco a poco vanperdiendo la razón. Miren donde miren están rodeados de flores: frente a ellos, a su espalda, a la derecha y a la izquierda, millones de flores se ciernen sobre ellos. Y entonces, antes de llegar al centro del bosque, se asustan y no pueden soportar la soledad.«Este año me quedaré quieto en medio del bosque. No, mejor aún, me sentaré enel suelo cubierto de pétalos», pensó. «La llevaré conmigo». La idea cruzó por su mente como un relámpago y miró a la mujer, pero se sintió intimidado al posar sus ojos en ella. No quería que se enterase de sus pensamientos. Por alguna razón, sintió firmemente en su corazón que ella no debía saberlo.
* * *
La mujer era caprichosa y egoísta. A pesar de ofrecerle manjares preparados con cariño, siempre se quejaba. El bandido recorrió la montaña cazando aves y ciervos.Incluso cazó jabalíes y osos. La sirvienta coja se adentraba en el bosque durante todo el día para recoger raíces y hierbas. Pero la mujer nunca estaba satisfecha:
—¿¡Quieres que coma esta bazofia todos los días!?
—Pero todo esto ha sido preparado especialmente para ti. Antes de que llegaras, solo comíamos cosas como esta un día de cada diez.
—Quizá esto esté bien para un hombre de montaña como tú, pero a mí se meatasca en la garganta. En esta montaña solitaria donde las noches son eternas, solo se escucha el ulular de los búhos. Al menos podrías ofrecerme una comida a la altura delas que se sirven en la capital, ¿no crees? ¡Ah, respirar el aire de la capital! Pero ¿qué puede saber un hombre como tú? Me arrebatas el aire de la capital y, a cambio, medas graznidos de cuervo y lamentos de lechuza. ¿Acaso no tienes vergüenza? ¡Erestan cruel!
El bandido no entendía la lógica de las venenosas palabras de la mujer. No sabíalo que era «el aire de la capital», ni podía imaginarlo siquiera. Era incapaz de concebir que la felicidad de su vida en la montaña fuese incompleta. ¿Acaso le faltaba algo? Se sentía desconcertado ante el amargo resentimiento de la mujer, y la impotencia de no saber qué hacer lo atormentaba.
Había matado más viajeros de la capital de los que podía recordar. Eran ricos y sus bolsas estaban repletas de mercancías lujosas. Cuando un viajero no tenía nadamás que baratijas, el ladrón lo insultaba llamándolo «pueblerino». Para él, la capital era el lugar donde vivían los ricos con sus objetos preciosos y sus cosas bonitas, cosas que él podía robarles. Nunca antes había pensado qué era aquello que llamaban «la capital».
La mujer guardaba con mimo peines, peinetas, cintas para el cabello y carmín. Si la mano sucia del ladrón, manchada de barro o de la sangre de algún animal, rozaba mínimamente su quimono, la mujer gritaba enfurecida. Parecía que su vida dependiera del quimono y su obligación fuera protegerlo. También era muy exigente con la limpieza impecable de la casa y de sus efectos personales. La mujer no se conformaba con vestir un sencillo quimono de mangas estrechas y ceñido con un fajín discreto. Exigía muchos quimonos e incontables fajines, los cuales se ataba a lacintura formando bellos nudos y dejando caer los extremos sin motivo aparente. Fue añadiendo adornos a su atuendo hasta crear un vestuario perfectamente conjuntado. Cuando la vio así ataviada, el hombre, aturdido, dejó escapar un suspiro. En ese momento lo comprendió: así era como la belleza tomaba forma. Y esa belleza lo colmaba de satisfacción; no tenía ninguna duda. Fragmentos que individualmente eran imperfectos e incomprensibles, podían completar un conjunto magnífico. Y nuevamente aislados, volvían a ser fragmentos sin sentido. Se percató en ese preciso instante, como si fuera obra de una especie de magia misteriosa.
El hombre taló un árbol para fabricar cosas que la mujer le ordenaba. ¿Qué iba aconstruir y con qué propósito?, el ladrón lo desconocía. Se daría cuenta más tarde deque había fabricado una silla con reposabrazos. Cuando hacía buen tiempo, la mujer ordenaba sacar la silla al sol o a la sombra, según su capricho, y se sentaba en ella con los ojos cerrados. En el interior de la casa, se recostaba sobre el reposabrazos y se sumergía en sus reflexiones. El bandido la observaba y sus actos le parecían extraños, incitantes, sensuales. Mágicos hechizos tomaban forma frente a él y, curiosamente, era él mismo el asistente de esa magia. Pero el resultado de la magia siempre le llenaba de sorpresa y admiración.
La sirvienta coja cepillaba todas las mañanas el cabello largo y negro de la mujer. El hombre le traía el agua pura que necesitaba de un arroyo lejano entre las montañas. Se sentía orgulloso de todas las atenciones que le prestaba a la bella mujer y aceptaba de buen grado todos sus caprichos. Había decidido que quería ser parte de su magia. Deseaba tocarle el hermoso cabello negro primorosamente peinado. «¡No, ni se te ocurra tocarme con esas manos!». Y le apartaba la mano violentamente. Él, como un niño avergonzado, la escondía. El negro cabello de la mujer se hacía cada vez más brillante y cuando se lo recogía, el rostro que emergía era la imagen de la suprema belleza. Esta visión era para él como una fantasía que nunca se cansaría de soñar.
«Estas cosas…», decía mientras tocaba las ornamentadas peinetas y las cintas estampadas. Hasta aquel entonces habían sido para él objetos sin sentido y sin valor. El hombre seguía sin comprender aún la relación entre aquellos objetos y el principio de la armonía, pero podía entender el poder de su magia. La magia que daba vida alas cosas, pues incluso un objeto tenía un alma. —¡No los toques! ¿Por qué tienes que hacer lo mismo todos los días? —¿No son increíbles? —¿Qué es lo que tanto te asombra? —No lo sé, pero…No supo qué decir. Había descubierto algo maravilloso, pero no sabía el qué.
Y de este modo nació en él el temor hacia la capital. En realidad no era miedo,sino una mezcla de vergüenza y ansiedad provocada por su ignorancia: la sensación que experimenta un sabio cuando se enfrenta a algo que desconoce. Cada vez que la mujer pronunciaba la palabra «capital», el corazón del hombre daba un vuelco. No estaba acostumbrado a aquella sensación, pues jamás había sentido miedo de ningún objeto visible. Tampoco se acostumbraba a la vergüenza. Comenzó a aborrecer la capital como a un enemigo.
«Entre todas mis víctimas, cientos de viajeros de la capital, no ha habido nadie que pueda conmigo», pensó con satisfacción. No podía recordar, incluso en su pasadomás remoto, heridas o miedo alguno, y este pensamiento le llenó de orgullo. Comparó su fuerza con la belleza de la mujer. Quizá un jabalí podría causarle problemas, pero aun así no podía considerarlo un enemigo temible. El hombre sesentía tranquilo.
—¿En la capital hay hombres con grandes colmillos? —le preguntó a la mujer.
—Hay samuráis con arcos y flechas. —¡Ja, ja! ¡Flechas! Con mi arco puedo alcanzar un gorrión desde el otro lado delvalle. Y seguro que no hay ningún hombre en la capital con una piel tan dura que laespada no pueda cortar, ¿verdad?
—Hay samuráis con armadura.
—¿Podría la armadura detener una espada?
—Podría. —¡Bah! Yo puedo abatir a un jabalí… ¡Incluso a un oso!
—Si eres tan fuerte, llévame a la capital, procúrame todo lo que te pida y rodéame de elegancia y lujo. Si puedes darme esto que mi corazón anhela, podré decir que eres un hombre fuerte de verdad.
—Eso es fácil.
Y de este modo el hombre decidió ir a la capital. Antes de que pasasen tres días con sus tres noches, conseguiría para la mujer montones de peines y peinetas, de cintas y de quimonos, de espejos y de carmines. No tenía ninguna duda. Solo una cosa le preocupaba, pero nada tenía que ver con la capital.
El bosque de cerezos.
Los cerezos alcanzarían la plena floración en unos pocos días. Aquel año,además, había decidido sentarse, sin miedo ni temor, en mitad del bosque de cerezos. Había estado observando en secreto el progreso de los capullos.
—Dame solo tres días —le rogó a la mujer, que ya estaba ansiosa por partir.
—Pero si no tienes nada que preparar —ella frunció el ceño y añadió—: No me hagas esperar. La capital me está llamando.
—Pero…, tengo una cita.
—¡Tú! ¿Una cita? ¡En esta montaña perdida! ¿Con quién?
—Con nadie. Pero es una cita de todos modos.
—¿Cómo? Jamás había oído semejante tontería. ¿Cómo puedes tener una cita cuando dices que no hay nadie?
El bandido era incapaz de mentirle:
—Las flores de cerezo ya están brotando.
—¿Tienes una cita con los cerezos en flor?
—Las flores de cerezo están brotando y no puedo irme sin haberlas visto.
—¿Por qué?
—Porque tengo que estar bajo los cerezos en flor.
—De acuerdo, pero ¿por qué tienes que estar allí?
—Porque las flores van a florecer.
—¿Por qué porque las flores van a florecer?
—Porque un viento helado llena el espacio bajo las flores.
—¿El espacio bajo las flores?
—El espacio infinito. Bajo las flores.
El ladrón perdió el hilo de la conversación y se sintió confuso.
—Llévame contigo —dijo ella.
—No, no puede ser —sentenció—. Tengo que estar solo.
La mujer esbozó una amarga sonrisa. Era la primera vez que el hombre la veía sonreír de ese modo. Nunca antes había visto una sonrisa tan malévola. No pensó en la maldad en sí, solo pudo pensar que aquella era una sonrisa que no se podía cortar con la espada. La prueba era que había dejado una marca indeleble en su mente: se clavaba en su cerebro como la hoja afilada de una espada cada vez que la recordaba.
Y no podía hacer nada.
El tercer día llegó.
El hombre se fue en secreto. Los cerezos estaban en flor. Tan pronto como entró en el bosque, le vino a la mente la sonrisa perversa de la mujer. Le dolió más que cualquier otra cosa que hubiera experimentado antes. El dolor le atormentaba. Entonces, un viento frío procedente de las cuatro direcciones infinitas rodeó sucuerpo y lo atravesó, penetrando en su carne transparente y llenando por completo elvacío entre las flores. El viento bramaba; él gritó desesperado y corrió. El vacío más absoluto. Lloró, rezó, luchó y corrió para escapar de aquel lugar. Tan pronto como sedio cuenta de que había salido del bosque, se sintió como si hubiera despertado de una pesadilla. La única prueba de que no había sido un sueño era el dolor que anidabaen su pecho y que le había dejado sin aliento.
* * *
El hombre, la mujer y la sirvienta coja se fueron a vivir a la ciudad.
Noche tras noche, el hombre irrumpía en las mansiones elegidas por la mujer para robar ropa, joyas y demás ornamentos. Pero ella nunca tenía suficiente. Lo que más codiciaba la mujer, por encima de cualquier cosa, eran las cabezas de quienes habitaban aquellas casas.
En su propia casa muy pronto se acumularon docenas de cabezas procedentes dediferentes residencias. Las colocaban en filas en una habitación, ocultas por cuatro mamparas; algunas incluso las colgaban del techo. Eran tantas las cabezas que el hombre no sabía distinguirlas, pero ella recordaba perfectamente cada una. Y cuando perdieron el cabello y comenzaron a descomponerse para convertirse en níveas calaveras, ella seguía sabiendo cuál era cuál. Cada vez que el bandido o la sirvientacoja cambiaban las cabezas de lugar, la mujer protestaba enfurecida: «¡No, no! Esta pertenece a esta familia, no a esta otra».
La mujer jugaba con las cabezas todos los días. La cabeza salía a pasear con suséquito. A la casa de una cabeza, venía de visita otra. Algunas cabezas se enamoraban. Una cabeza de mujer rechazaba la cabeza de un hombre y, en otra ocasión, la cabeza de un hombre rechazaba a una de mujer y la hacía llorar.
Un día, la cabeza de una joven princesa fue engañada por la cabeza de un consejero de Estado. En una noche sin luna, la cabeza del consejero, disfrazada de la cabeza de su amante, entró sigilosamente en la alcoba de la princesa y la sedujo.
Cuando la cabeza de la princesa se dio cuenta de su error, no volcó su odio en la cabeza del consejero sino que lloró por su triste destino y se hizo monja budista, afeitándose el cabello. Pero la cabeza del consejero la siguió hasta el convento y allíla sedujo de nuevo. La cabeza de la princesa intentó suicidarse pero, incapaz de ignorar los dulces susurros de la cabeza del consejero, aceptó huir con él para ocultarse juntos en la aldea de Yamashina. Las dos cabezas habían perdido el cabello, estaban podridas, habían criado gusanos y los huesos ya sobresalían y, sin embargo, se divertían degustando manjares y haciendo el amor. Los dientes entrechocaban ruidosamente, la carne tumefacta se despegaba del hueso, las narices se desprendían y los ojos se descolgaban de sus cuencas.
Cada vez que las dos caras se quedaban pegadas, deshaciéndose en una masa informe, la mujer, embriagada de placer, se reía eufórica:
—¡Así, así, cómele la mejilla! ¡Oh, sí! ¡Qué bien! Ahora cómele la garganta. ¡Muérdele el ojo! ¡Sórbelo! Mmm, es tan delicioso que no puedo soportarlo. ¡Muerde con más fuerza!
Y la risa de la mujer tintineaba, clara y fresca, como el sonido que produce la más fina de las porcelanas.
También había una cabeza de sacerdote por la cual sentía un odio especial. Esta cabeza interpretaba siempre el papel de villano. Sufría el resentimiento de las demás,era torturada hasta la muerte y, en ocasiones, ejecutada por un oficial. A la cabeza rapada del sacerdote le había empezado a crecer el pelo después de haber sido decapitada, pero finalmente lo perdió, la carne comenzó a pudrirse y se convirtió en una calavera. Cuando esto sucedió, la mujer ordenó al hombre que le trajera la cabeza de otro sacerdote. La nueva cabeza poseía aún esa belleza incierta y fresca de la adolescencia. Entusiasmada, la mujer la posó sobre la mesa y le sirvió sake; la besó,la lamió, la acarició, pero pronto se cansó de ella.
—¡Tráeme una más gorda, más repugnante! —ordenó.
Para evitarse futuras molestias, el hombre trajo varias cabezas. Una de ellas había pertenecido a un sacerdote viejo y tambaleante; otra tenía las cejas espesas, las mejillas rechonchas y una nariz que recordaba a una rana aferrada a la roca; la terceracabeza era de aspecto caballuno y con las orejas puntiagudas y la cuarta tenía un semblante más humilde y piadoso. Sin embargo, solo una la complació. Era la cabeza de un monje mayor, de unos cincuenta años de edad, grotesca, con los rabillos de los ojos caídos, las mejillas flácidas y de labios tan gruesos y pesados que colgaban haciendo que la boca pareciera constantemente abierta. La mujer jugaba con ella apretándole los rabillos de los ojos con los dedos para hacerlos parecer más redondoso más estrechos. A veces le metía dos palillos en las fosas nasales de la aplastada nariz y, otras veces, ponía la cabeza del revés y la hacía girar. En alguna ocasión, se la llevaba a sus pechos, le introducía un pezón entre los carnosos labios y se reía frenéticamente. Pero pronto se aburrió también de este juego.
Asimismo atesoraba la cabeza de una hermosa muchacha. Se trataba de una cabeza pura, dulce y noble. Aunque tenía algún rasgo infantil, con la muerte había adquirido una extraña melancolía adulta. Tras sus párpados cerrados parecían ocultarse los recuerdos felices y tristes de una adolescente adelantada a su edad. La mujer cuidaba de aquella cabeza como si se tratase de su propia hija o hermana. Le cepillaba la larga melena negra, la peinaba con elegantes recogidos y la maquillabacon esmero mientras murmuraba: «Así no, mejor de este modo», hasta que finalmente el rostro de la muchacha se revelaba aún más bello y parecía irradiar entorno a sí el perfume de una flor.
Para la bella cabeza de la muchacha, la mujer se había procurado la cabeza de unoven príncipe, la cual también acicalaba con mimo. Ambas cabezas juveniles seperdían en un juego de amor loco y pasional. Resentimientos, enfados, odios,mentiras, engaños, tristezas… pero cuando los dos se entregaban a su pasión, la llamade uno quemaba al otro y los amantes ardían en un incendio abrasador. Pasado untiempo, algunas de las cabezas más mugrientas —un malvado samurái, uncomerciante libertino, un monje perverso— comenzaron a importunar a los amantes.La cabeza del príncipe fue golpeada, pateada y, finalmente, asesinada. Las cabezasmugrientas atacaron entonces la cabeza de la muchacha, cuyo bello rostro quedómanchado con trozos de carne pútrida. La mordieron con dientes afilados comocolmillos, le desgarraron la hermosa nariz y le arrancaron el cabello. Entonces, lamujer comenzó a clavar agujas en la cabeza de la muchacha, después la laceró con uncuchillo y la desolló, convirtiéndola en la más grotesca y repulsiva de toda sucolección.
* * *
El hombre odiaba la capital. Una vez habituado a las novedades que le ofrecía,solo le quedó la certeza de que nunca se acostumbraría a ella. Tenía que vestir con propiedad, pero los quimonos de la capital le resultaban incómodos y siemprecaminaba enseñando las peludas pantorrillas. En pleno día tampoco podía llevar espada. Tenía que ir al mercado y pagar por los productos. Tenía que pagar por el sake en la taberna frecuentada por muchachas de cuellos blanqueados con maquillaje. Los comerciantes del mercado se burlaban de él. Las jóvenes que venían de los pueblos para vender las verduras y los niños también se reían de él. Incluso las rameras de cuello blanco lo ridiculizaban en la taberna. En la capital, los nobles cortesanos se desplazaban en carros tirados por bueyes en avenidas atestadas de sirvientes descalzos, que caminaban con arrogancia, borrachos por el sake de suseñor. Ya fuera en el mercado, en la calle, en el jardín del templo o en cualquier otraparte lo insultaban llamándolo tonto, idiota, o torpe. Pero ya ni eso le molestaba.
El aburrimiento le atormentaba más que ninguna otra cosa. «Los seres humanos somos aburridos», pensaba una y otra vez. No soportaba a la gente. Cuando un perro grande camina, los perros pequeños ladran a su paso. El hombre era como el perro grande.
Odiaba sentirse frustrado, el rencor, estar deprimido, odiaba pensar. Los animales, los árboles, los arroyos, los pájaros de la montaña jamás le habían hecho sentir así.
—La capital es aburrida —le dijo un día a la sirvienta coja—. ¿No quieres volvera la montaña?
—No —respondió ella—. Para mí la ciudad no es aburrida. La sirvienta coja cocinaba, hacía la colada y conversaba con los vecinos a diario.
—Nunca me aburro porque siempre tengo alguien con quien hablar. En cambio,odio la montaña. ¡La vida allí es insoportable!
—¿A ti no te aburre conversar?
—¡Por supuesto que no! Nadie se aburre hablando.
—¡Qué extraño! Yo, cuanto más hablo, más me aburro.
—Te equivocas. Te aburres porque no hablas.
—Eso no es verdad. No hablo porque sé que me aburriría si lo hiciera.
—Ya lo veremos. Habla. Estoy segura de que olvidarás el aburrimiento.
—¿Hablar? ¿De qué?
—De lo que quieras.
—¡No quiero hablar de nada! —bostezó malhumorado.
En la capital también había montañas. Pero en sus laderas había templos,mansiones y gente yendo y viniendo de aquí para allá. Desde lo alto de las colinas sepodía contemplar toda la capital. «¡Cuántas casas! ¡Qué vista tan nauseabunda!»,pensaba.
Durante el día, el hombre se olvidaba de sus asesinatos nocturnos, pues también se había hastiado de matar gente. Había perdido interés. Tan pronto como su espada seccionaba el cuello, la cabeza caía. El cuello era algo blando. No parecía contener hueso en su interior: era como cortar nabos. Sin embargo, el peso de las cabezas siempre le sorprendía. Le pareció que comenzaba a comprender a la hermosa mujer. Sucedió cuando vio a un sacerdote en un campanario tocando la campana con todas sus fuerzas. Era tan absurdo. Uno nunca podía comprender los actos de las personas. Pensó que si tuviera que convivir viendo sus caras para siempre, hasta él mismodesearía cortarles la cabeza.
Pero el deseo de la mujer no tenía límites. Eso también le aburría. Aquel anhelo era como un pájaro que volase en una línea recta sin fin a través del cielo. No habíadescanso: era una línea recta infinita. El pájaro nunca se cansaba. Seguía volando, eternamente, ligero y suave, en el aire.
Pero el hombre era un ave común. Volaba de árbol en árbol. De vez en cuando cruzaba el valle, pero eso era todo. Se parecía al búho que dormita en una rama. Era ágil. Cada músculo de su cuerpo podía moverse con rapidez. Podía recorrer largas distancias y sus movimientos eran enérgicos. Pero su corazón no era el de un pájaro migratorio. Era incapaz de volar en línea recta para siempre.
Desde la cima de la montaña contemplaba el cielo de la ciudad. En ese cielo, unpájaro volaba en línea recta. El cielo se oscurecía al caer la noche y luego volvía laluz con el nuevo amanecer. El eterno ciclo de oscuridad y luz. Al final no había nada. El tiempo pasaría inexorable, repitiéndose eternamente el ciclo de oscuridad y luz. Lainfinitud era un concepto que escapaba a su comprensión. Pensar en ella hacía que leestallara la cabeza, pero no por el cansancio de intentar abarcar esa idea sino por elsufrimiento que hacerlo le causaba. Cuando llegó a casa, encontró a la mujer inmersa en su juego de cabezas, como de costumbre. En cuanto lo vio llegar, le dijo:
—Tráeme esta noche la cabeza de una bailarina. La cabeza de una hermosa danzarina. ¡Quiero que baile para mí mientras le canto una canción!
Trató de recordar la infinita repetición de luz y oscuridad que había contempladodesde la cima de la montaña. Intentó ver en aquella habitación la repetición infinitade luz y oscuridad, pero ya no la podía recordar. Y la mujer ya no era un pájaro. Era la mujer hermosa de siempre.
—No, no quiero hacerlo.
La mujer se sorprendió por un instante. Luego, se echó a reír.
—¡Oh, vaya! ¿Acaso tienes miedo? Veo que, después de todo, no eres más que un cobarde.
—No lo soy.
—Entonces, ¿qué eres?
—Estoy aburrido porque esto no tiene fin.
—¡Qué divertido! Nada tiene un final. ¿Ahora te has dado cuenta? Todos, todoslos días de tu vida, comes. Eso no tiene fin. Y todos, todos los días duermes y esotampoco tiene fin.
—Eso es diferente.
—¿Diferente? ¿Por qué?
No supo contestar, pero estaba seguro de que era diferente. Huyó de la tortura dela lógica de aquella mujer y salió de la habitación.
—¡No te olvides de la cabeza de la bailarina! —gritó ella, pero él no respondió.
Trató de pensar en por qué y cómo era diferente, pero no tuvo éxito. Fue cayendola noche. Subió hasta la cima. Ya no podía ver el cielo. Sin darse cuenta, se encontróimaginando que el cielo podría caer. ¡El cielo caía sobre él! Sintió un dolor agónico,como si alguien lo estuviera estrangulando. Entonces lo comprendió: tenía que matara la mujer.
Podría poner fin a la repetición infinita de luz y oscuridad matando a la mujer. Yasí el cielo caería y él podría alcanzar la paz. Pero, entonces, habría un agujero en su corazón. De su corazón salió volando la imagen de un pájaro que se difuminó en el aire.
«¿Será ella o seré yo mismo el pájaro que vuela en la infinita línea recta del cielo?». Dudó. «Si mato a la mujer, ¿me mataré a mí mismo? Pero ¿en qué estoy pensando?».
¿Por qué tenía que dejar caer el cielo? No lo podía recordar. Sus pensamientos eran difíciles de atrapar y cuando desaparecían, solo quedaba el dolor. Amaneció. El hombre perdió el valor para regresar con la mujer. Durante varios días, vagó por las montañas.
Una mañana, cuando se despertó, se dio cuenta de que estaba tendido bajo floresde cerezo. Solo había un cerezo pero estaba en plena floración. Al abrir los ojos, se sobresaltó, pero cuando vio que solo había un árbol, se calmó. De repente recordó el bosque de cerezos en el monte de Suzuka. Seguro que el bosque también estaba enplena floración. Se hundió en un recuerdo profundo y nostálgico y se olvidó de símismo.«Volveré a la montaña. Tengo que regresar. ¿Por qué no he caído antes en esta solución tan sencilla? ¿Por qué habré pensado en hacer caer el cielo?». Se sentía como si hubiera despertado de una pesadilla. Estaba aliviado. Volvió a percibir la fuerte y fría fragancia de la primavera temprana en la montaña, su perfume lo envolvía, un perfume que no había podido sentir durante mucho tiempo.
Volvió a casa y ella le dio la bienvenida complacida por su regreso.
—¿Dónde has estado? Siento haber sido tan irracional con mis exigencias. Sé quete he hecho sufrir. ¡No te puedes imaginar lo sola que me he sentido sin ti!
La mujer nunca había sido tan tierna. El hombre sintió un ligero dolor en el corazón y dudó un instante. Pero estaba dispuesto a llevar a cabo la decisión quehabía tomado.
—He decidido volver a la montaña.
—¿¡Cómo!? ¿Me vas a dejar aquí sola? ¿Cómo puedes ser tan cruel?
—Los ojos de la mujer brillaban de furia por la traición. Un gesto de dolor se dibujó en su rostro —: ¿Cuándo te has convertido en un hombre tan desalmado?
—Sabes que no me gusta la capital.
—¿Aunque yo esté contigo?
—No me gusta vivir en la ciudad, eso es todo.
—Pero, me tienes a mí. ¿Acaso ya no me amas? Mientras estabas fuera, no he dejado de pensar en ti ni un solo instante.Una lágrima; dos. Por primera vez vio las lágrimas de la mujer. Ya no estaba enojada. Solo sentía dolor por la indiferencia y por eso lloraba.
—Pero tú solo puedes vivir en la ciudad y yo solo puedo vivir en la montaña — dijo él.
—No puedo vivir sin ti. ¿Acaso no lo ves?
—Pero yo no puedo vivir en la capital.
—Si regresas a la montaña, iré contigo. No puedo vivir separada de ti ni un solo día más.
Los ojos de la mujer estaban húmedos. Apoyó la cabeza en el pecho del hombre y lloró desconsoladamente. El hombre sintió que el calor de las lágrimas penetraba ensu piel. Era cierto, no podía vivir sin él. Las cabezas eran su vida y solo el hombre se las podía proporcionar. Él formaba parte de ella. No podía dejarlo ir. La mujer estaba segura de que podría convencerlo para regresar a la capital una vez que la nostalgia del bandido hubiera sido satisfecha.
—Pero ¿podrás vivir en la montaña?
—Viviré donde haga falta, siempre y cuando tú estés conmigo.
—No hay cabezas como las que a ti te gustan en la montaña.
—Si tengo que elegir entre las cabezas y tú, renunciaré a las cabezas.
El hombre se preguntó si aquello era un sueño. Era demasiado bueno para ser verdad. Ni en sus fantasías más felices había imaginado algo así. Una nueva esperanza llenó su corazón. Llegó súbita y violentamente, ocupando el lugar de la angustia que lo atormentaba desde hacía tanto tiempo. Se olvidó de los días pasadosen los que ella jamás le había dado muestras de ternura. Solo veía el ahora y el mañana.
Se prepararon para abandonar la capital de inmediato. Decidieron dejar a lasirvienta coja en la ciudad. Antes de partir, la hermosa mujer murmuró en su oído:«Espera por mí. Pronto regresaré».
* * *
Las viejas y añoradas montañas aparecieron ante sus ojos. Parecía que si las llamaba, responderían a sus palabras. Decidió tomar el camino antiguo. Nadie pasabaya por allí y el sendero había desaparecido, devorado por la vegetación. Solo habíabosques y colinas. Tarde o temprano tendría que atravesar el bosque de cerezos.
—Llévame a tu espalda. No puedo caminar por esta pendiente sin camino.
—De acuerdo —respondió mientras la subía suavemente sobre su espalda.
Recordó el día en que la había llevado así por primera vez. Aquel día también había subido con ella a la espalda por el sendero al otro lado del paso. Aquel día había sido feliz y hoy estaba aún más feliz.
—Me llevaste sobre tus hombros cuando te conocí, ¿recuerdas?
—Yo también estaba pensando en ello. —El hombre comenzó a reír alegremente —. ¡Mira! ¿Lo ves? Todo aquello es mío. Mis montes, mis valles, mis árboles, mis pájaros. Incluso las nubes son mías. ¡Oh, qué felicidad estar en la montaña otra vez!Me apetece correr. Nunca me había sentido así en la capital.
—Recuerdo que te hice correr por la pendiente.
—Sí. Acabé cansado y sin aliento.
Sabía que no debía olvidar que el bosque de cerezos estaría en plena floración. Pero ¿qué importaba en ese día tan feliz en el que regresaba a casa? No tenía miedo.
Y el bosque apareció ante sus ojos. Ramas floridas hasta donde alcanzaba la vista.Pétalos que se desprendían con la más leve brisa, cubriendo todo el terreno. ¿Dedónde venían los pétalos? No lo sabía. Mirara donde mirase solo veía racimos yr acimos de flores de cerezo perfectos y no podía imaginar que un solo pétalo sehubiera desprendido desde allí arriba.
Se adentró bajo las flores. Sintió silencio y frío. Se dio cuenta de que las manos de la mujer también estaban frías. De repente, la inquietud se apoderó de su corazón y, entonces, lo comprendió: ¡Ella era un demonio! Al instante, un viento gélido bramó, procedente de las cuatro direcciones infinitas, e inundó el espacio bajo las flores.
El hombre miró hacia atrás y vio que, agarrada a su espalda, había una vieja de cara ancha y piel amoratada. Tenía la boca rasgada hasta las orejas, el cabello era una maraña verdosa. El hombre corrió. Intentó con todas sus fuerzas liberarse del agarre de las manos demoníacas. Por fin se desprendió de las manos de la vieja, que cayó alsuelo. Ahora, era el hombre quien se aferraba al cuello del demonio. Lo estranguló con toda su fuerza. Pero, de repente, se dio cuenta de que no había estrangulando a ningún demonio, la hermosa mujer yacía muerta en el suelo.
Su mirada era borrosa. Trató de abrir los ojos al máximo, pero no consiguió enfocar la vista. El panorama era el mismo. No había cambiado nada, el cuerpo sin vida de la mujer que acababa de estrangular seguía allí.
Su respiración se detuvo. Su fuerza, sus pensamientos, todo se detuvo. Algunos pétalos de cerezo habían comenzado a caer sobre ella. La sacudió, la llamó por su nombre, la abrazó, pero no sirvió de nada. Se abalanzó sobre ella, llorando. Lloró por primera vez desde que se había establecido en la montaña. Y cuando recobró el ánimo, un montón de pétalos de color blanco reposaban sobre su espalda.
Estaba justo en el centro del bosque. No veía nada más allá de los árboles. El miedo y la ansiedad habían desaparecido. Al igual que el viento frío que soplaba bajo las flores. En silencio e imperceptiblemente, los pétalos caían. Estaba sentado por primera vez bajo los cerezos en flor. Podría seguir allí sentado para siempre. Porque no tenía un lugar al que regresar.
Nadie sabe cuál es el secreto de las flores de cerezo de Suzuka. Quizá sea eso que algunos llaman «soledad».
El hombre ya no tenía motivos para temerla. Él mismo era la soledad.
Miró a su alrededor. Sobre su cabeza, flores en plenitud. Bajo ellas, el vacío infinito. Las flores caen silenciosamente. Eso era todo, no había ningún secreto.
Después de un tiempo, sintió algo cálido. Comprendió que se trataba de la tristeza que anidaba en su pecho. El leve calor se expandía poco a poco, como si estuviera envuelto en el frío vacío de las flores.
Quiso quitar los pétalos que cubrían el rostro de la mujer. Pero, justo cuando sedisponía a rozar su cara, algo extraño sucedió. Bajo su mano no había nada más quepétalos amontonados en el suelo. La mujer se había desvanecido dejando solamente pétalos. Mientras intentaba apartarlos, se dio cuenta de que su propia mano desaparecía también, y luego su brazo y después, su cuerpo entero. Solo quedaron los pétalos y el frío vacío infinito.