por Higinio Polo
Cuando Francis Fukuyama, en su libro de 1992, divulgó la tesis del “fin de la historia”, consiguió una celebridad mundial. La formulación era sencilla, pero demoledora para la izquierda: ante la evidencia de la desaparición de la Unión Soviética, podía afirmar que el comunismo había fracasado y que el capitalismo surgía victorioso como el único sistema que garantizaba la paz, la libertad y la igualdad. Sin embargo, en 2010 Fukuyama reconoció que no había comprendido el significado de la desaparición de la Unión Soviética y del bloque socialista europeo. Fukuyama había creído en el borracho Yeltsin (el rostro del sepulturero y ladrón que se impuso a sangre y fuego, apoyado por Occidente, con el golpe de Estado en el Moscú de 1993) y en la capacidad del liberalismo para satisfacer las necesidades humanas y, además, en 1992 olvidaba la existencia de China, ella sola la quinta parte de la humanidad, aunque sin la fortaleza que tiene hoy: en la última década del siglo XX, su presupuesto militar era aún inferior al de España. Pero muchos como Fukuyama resaltaron la victoria del capitalismo: era definitiva, la historia había terminado.