La famosa introducción escrita por Engels en marzo de 1895, para la nueva edición de Las Luchas de Clase en Francia de 1848 a 1850 de Marx, termina con las siguientes palabras: ʺHace casi mil seiscientos años operaba en el Imperio Romano un peligroso ʺpartido revolucionario. Minaba la religión y todas las bases del Estado; negaba categóricamente que la voluntad del emperador fuese la suprema ley; carecía de patria, era in‐ ternacional; se propagó por todo el reino, desde las Galias al Asia, y aun más allá de los límites del Imperio. Por mucho tiempo había trabajado bajo tierra y en secreto, pe‐ ro de algún tiempo se sentía lo bastante fuerte para salir abiertamente a la luz del día. Este partido revolucionario, conocido con el nombre de Cristianos, tenía también una fuerte representación en el ejército; legiones enteras estaban integradas por cristianos. Cuando se les ordenaba asistir a las ceremonias de sacrificio de la iglesia pagana establecida, para servir como guardia de honor, los soldados revolucionarios llevaban su insolencia hasta el grado de fijar en sus yelmos símbolos especiales —ornees—. Las usuales medidas disciplinarias de cuartel, impuestas por los oficiales, demostraban ser inútiles. El emperador, Diocleciano, no podía ya contemplar tranquilamente aquello y ver cómo el orden, la obediencia y la disciplina estaban minados en el ejército. Promulgó una ley antisocialista; perdón, anticristiana. Las reuniones de los revolucionarios fueron prohibidas, sus lugares de reunión cerrados o demolidos, los símbolos cristianos, cruces, etc., fueron prohibidos, como en Sajonia se prohíben los pañue‐ los rojos de bolsillo. Los cristianos fueron declarados incapaces de ocupar cargos en ol Estado; ni siquiera podían ser cabos. Puesto que en aquel tiempo no había jueces bien ʹentrenadosʹ en lo que respecta a la ʹreputación de una personaʹ, como presupone la ley antisocialista de Herr Koller, a los cristianos simplemente se les prohibía exigir sus derechos ante un tribunal de justicia. Pero esta ley excepcional también resultó inefectiva. En desafío, los cristianos la arrancaron de los muros, más aún, se dice que en Nicomedia incendiaron el palacio del emperador pasando por encima de él. Este se vengó entonces por medio de una gran persecución de su clase. Fue tan efectiva que, diecisiete años después, el ejército se hallaba compuesto en gran parte de cristianos, y el próximo gobernante autócrata de todo elʹ Imperio Romano, Constantino, llamado ʹel grandeʹ por los clericales, proclamó el cristianismo como la religión del Estado”.
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