Capitalismo pandémico

por Santiago Alba

El pasado mes de septiembre, Richard Horton publicaba en la conocida revista The Lancet un artículo cuyo título puede resultar provocativo o sospechoso: No es una pandemia. Obviamente, no se trata de que uno de los medios científicos más prestigiosos del mundo hubiese colado entre sus páginas la opinión de un negacionista. Horton no negaba la existencia de la covid-19 ni alimentaba delirios conspirativos. Basándose en un concepto forjado en 1990 por el epidemiólogo Merrill Singer, Horton sostenía que no nos enfrentamos hoy a una pandemia sino a algo más complejo y, por lo tanto, más peligroso: una “sindemia”; es decir, un cuadro epidémico en el que la enfermedad infecciosa se entrelaza con otras enfermedades, crónicas o recurrentes, asociadas a su vez a la distribución desigual de la riqueza, la jerarquía social, el mayor o menor acceso a vivienda o salud, etc., factores todos ellos atravesados por una inevitable marca de raza, de clase y de género. La sindemia es una pandemia en la que los factores biológicos, económicos y sociales se entreveran de tal modo que hacen imposible una solución parcial o especializada y menos mágica y definitiva.

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La propiedad intelectual farmacéutica y su amenaza para la salud pública

por Jorge Luis Díaz y Álvaro Arador

La gran pandemia de nuestro siglo ha provocado una crisis de salud pública sin precedentes, evidenciando radicalmente problemas estructurales inherentes a la sociedad capitalista.[1]

Una de sus muchas consecuencias es que discursos y reivindicaciones hasta el momento minoritarias hayan llegado con fuerza al debate público. Defensores del ecosocialismo como Rob Wallace, Andreas Malm o Mike Davis,  han ganado visibilidad a través de publicaciones o actualizaciones de sus escritos, reafirmando la relación entre las pandemias que acosan a la humanidad en los últimos años y el sistema de producción global capitalista.[2]

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COVID-19 y los circuitos del capital

por Rob Wallace, Alex Liebman, Luis Fernando Chaves y Rodrick Wallace 

COVID-19, la enfermedad provocada por el coronavirus SARS-CoV-2, el segundo virus causante del síndrome agudo respiratorio severo desde 2002, ya es oficialmente una pandemia. A finales de marzo, ciudades enteras están confinadas y los hospitales, uno tras otro, se colapsan debido a la avalancha de pacientes.

China, con su brote inicial en fase descendente, respira ahora con alivio.1 Corea del Sur y Singapur también. Europa, especialmente Italia y España, pero cada vez más países, ya sienten el peso de las muertes en esta fase temprana del brote. América Latina y África comienzan ahora a acumular contagios, y algunos países se preparan mejor que otros. En EE UU, un país líder aunque solo sea por ser el más rico de la historia universal, el futuro próximo se ve desolador. No se prevé que el brote alcance su pico en EE UU hasta mayo y el personal médico y auxiliar ya pugna por el acceso a los escasos suministros de equipos de protección personal.2 Las enfermeras, a las que los Centros para el Control y Protección de Enfermedades (CDC) recomendaron de manera indignante usar pañuelos y bufandas como mascarillas, ya han declarado que “el sistema está condenado”.3

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