por Rafael Narbona
Un director de orquesta en una sala de conciertos es un creador que explora caminos. Sus gestos hacen visible el prodigio de la música. No se trata de simples indicaciones, sino de movimientos que expresan una forma de comprender y ejecutar la obra interpretada. El baile de la batuta, la coreografía de los brazos, el sentimiento del rostro, la fiebre o la calma de la mirada, reflejan una vivencia personal. El ámbito natural del director de orquesta no es el estudio de grabación, sino la sala de conciertos, donde puede plasmar su visión subjetiva, logrando una interpretación singular e irrepetible. Como apuntó Walter Benjamin, “en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia en el lugar en que se encuentra”. La música no ocupa un lugar físico, pero reina en el tiempo. Su “aquí y ahora” es la ejecución, la sucesión temporal donde se encadenan las notas. Aunque su orden sea el mismo, cada vez discurren de forma diferente. Su autenticidad, su “aura”, sólo surge en el momento, nunca en la repetición mecánica.
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