por Janette Habel
Después de la explosión social del 11 de julio de 2021 en Cuba, las interpretaciones de los acontecimientos muestran más los presupuestos ideológicos de los autores que un análisis geopolítico. La crisis tantas veces anunciada[1], esperada por algunos, temida por otros, ya está ahí. Las esperanzas suscitadas por la apertura iniciada por Barak Obama, atenuando las brutales sanciones económicas financieras y comerciales impuestas desde hace seis décadas por Washington, se han demostrado vanas. Una vez cerrado el paréntesis Obama, la administración norteamericana ha vuelto a la doctrina expresada por Georges W. Bush, que consideraba a Cuba como “una amenaza para la seguridad americana”. La estrategia de estrangulamiento llevada a cabo por Trump ha continuado con su sucesor Joe Biden, a pesar de sus promesas electorales. Este último acaba de mantener a Cuba en la lista de Estados terroristas[2] y de agravar las sanciones, a causa de “la exportación de mano de obra con grandes índices de trabajo forzado, en particular en lo que se refiere a las misiones médicas en el extranjero” [sic]. El ensañamiento estadounidense nunca ha cesado. Y en lo esencial, la Unión Europea, que sufre la extraterritorialidad de las leyes americanas, le ha pisado los talones. Cualquier análisis serio de la revolución cubana debería partir de estos datos[3], aunque contextualizarlos no equivale a absolverlos.