por Alejandro Modarelli //
Cuando llegó al Hospital de La Habana a saludar a la parturienta, Fidel Castro miró al bebé en su cuna y exclamó: “Este niño ha conocido las balas antes de nacer”. El hablar galante, ingenioso y florido del líder, y el Caribe entero, se colaron ese día en el cuarto que imagino ascético, donde se recuperaba de los pujos la chilena exiliada Beatriz “Tati” Allende, la hija de don Salvador Allende y Hortensia Bussi. Un vientre lleno en viaje entre dos latitudes, entre dos destellos de la historia de Occidente. No hubo hipérbole ni metáfora en la observación de Fidel, sino revista de un acontecimiento de fama mundial, porque el bebé, Alejandro, que fue arrojado al mundo ese 5 de noviembre de 1973 en Cuba, había estado a punto de no nacer el 11 de septiembre previo en Santiago de Chile, cuando el dictador Pinochet ordenó el bombardeó de La Moneda y Allende obligó a su hija y secretaria, la Tati, a huir de ahí por donde fuera. La panza casi estallada de bronca más que de preñez. La historia le deba la razón a la revolucionaria que, como el Che Guevara, estaba convencida de que la oligarquía latinoamericana no se rendiría jamás ante las instituciones en una democracia sin su tutela, como pretendió sin éxito Salvador en Chile (el Che se lo advirtió en el único encuentro), sino mediante la violencia planificada.
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