por Brais Fernández
“Una acertada teoría revolucionaria solo se forma de manera definitiva en estrecha conexión con la experiencia práctica de un movimiento verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario” (Lenin).
En 1976, Perry Anderson publicaba su ya mítico Consideraciones sobre el marxismo occidental. Es un libro corto, pero que ha sobrevivido lleno de fuerza porque la tesis que esbozaba captaba una tendencia de fondo producto de la lucha política. Repasando a los marxistas más influyentes del pre y pos-68, llega a la conclusión de que la problemática del marxismo se había desplazado desde los problemas de la estrategia revolucionaria o la economía política hacia cuestiones filosóficas más vinculadas a ciertos debates académicos que al movimiento obrero. En Anderson no hay ningún tipo de reproche moral antiintelectualista. Para el pensador británico se trataba de pensar las causas de ese desplazamiento. Además de poner encima de la mesa el rol liberticida del estalinismo, que obligaba a los marxistas occidentales a sublimar su voluntad polémica sin entrar en discusión con las direcciones de los partidos comunistas oficiales, Anderson conectaba el problema con la aparición de un nuevo tipo de marxista, que ya no era dirigente político. Esto es, la aparición de una teoría autonomizada de la praxis, que si bien permitía nuevos desarrollos temáticos antes desconocidos para el marxismo, también implicaba una crisis de la estrategia como elemento central a la hora de relacionar la teoría con la práctica.