por Cristián Vázquez
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En la tormentosa noche del 29 de enero de 1690 –hace un mes y 330 años– un barco se alejó de la isla de Portland, en el sur de Inglaterra, dejando en la rocosa costa a un niño de diez u once años. Ese abandono era la última crueldad que los tripulantes de aquella embarcación ejecutaban contra ese niño: antes le habían mutilado y deformado el rostro para dejarle fija en la cara una sonrisa monstruosa y convertirlo así en un fenómeno de feria. El niño se llamaba Gwynplaine.