por Niall Bins
Cuando en el año 1964 llegó Omar Lara, desde su pueblo de Nueva Imperial, a la hermosa ciudad universitaria de Valdivia, no era un momento fácil para iniciarse como poeta en Chile. El que Marcelino Menéndez y Pelayo bautizara, en el cuarto centenario del Descubrimiento, como un “país de historiadores” inoculado contra todo atisbo de poesía, se había metamorfoseado en pocas décadas en el “país de poetas” por excelencia. Gabriela Mistral era, en ese entonces, el único Nobel hispanoamericano; Huidobro había sido el gran pionero de las vanguardias hispanas; Pablo de Rokha seguía siendo una vociferante y a veces imponente presencia; y Pablo Neruda era el Poeta por antonomasia de la lengua, el más contagioso de los poetas de amor del siglo veinte, uno de los más desgarradores de la vanguardia, el más influyente de los poetas políticos, el gran vate de la epopeya americana y, últimamente, una especie de antipoeta melancólico que estaba entrando en el otoño de su vida. Nicanor Parra dijo en esos años, y lo dijo bien, que si la obra de Neruda era una “obra irregular”, también lo era la cordillera de los Andes, pero en 1964, cuando Neruda publicó una ambiciosa autobiografía en verso, Memorial de Isla Negra, debe de haberse dado cuenta de que ya no importaba tanto ni impresionaba tanto ni obligaba a los poetas jóvenes como antes. Éstos preferían, en sus lecturas, a tres estupendos poetas que se habían librado de la sombra nerudiana –y la sombra de todos sus predecesores– y estaban luchando por reorientar el canon chileno. Preferían a Parra, cuya antipoesía era un sabotaje directo al “Olimpo” de sus maestros y cuyos irreverentes Versos de salón habían aparecido en 1962; a Enrique Lihn, que había publicado en 1963 el tercero de sus libros y su primera obra maestra, La pieza oscura; y a Jorge Teillier, que aún no cumplía treinta años, pero cuya poesía “lárica” –Poemas para un país de nunca jamás, de 1963, era su cuarto libro– se había hecho precozmente imprescindible.