Vivimos y las transformamos de acuerdo con las sociedades y vivimos con algunas ideas familiares. Muy pocas: dos o tres”, escribió en cierta ocasión Albert Camus. “Las pulimos y las transformamos de acuerdo con las personas a las que nos encontramos en la vida. Se tarda unos diez años en tener una idea que pueda calificarse de realmente propia–una idea de la que podamos hablar con propiedad.” De igual modo, el mundo ha tenido durante mucho tiempo unas cuantas ideas familiares acerca del autor de El extranjero y de La peste, de El mito de Sísifo y de El hombre rebelde. Está la idea de un Camus que exploró las nociones de libertad y justicia, que reflexionó sobre los peligros de que cualquiera de ellas se convirtiera en un derecho absoluto, y que trató de conciliar sus características mutuamente conflictivas. Está también la idea de un Camus que escribió acerca de la naturaleza del exilio, tanto del exilio de la propia tierra natal –en su caso, la Argelia francesa– como del exilio de un mundo sin Dios. Y está la idea de un Camus que dio voz a todo un espectro de silencio: el silencio de la inocencia infantil, el silencio del preso político o el del nativo privado de sus derechos, el silencio de los conflictos trágicos y el silencio de un cosmos indiferente a nuestro anhelo de sentido.
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