por Mariona Borrull
Entendiendo esta historia al son «una fábula sobre una tragedia real» (así nos lo indica una cartela inicial), como toda buena tragedia, Spencer encontrará su comienzo con la llegada a escena del coro de intérpretes; una presentación ordenada, como Dios manda. Una llegada funesta, o eso intuimos por el desfilar pausado de un convoy de camiones sobre la línea del horizonte de una carretera rural: el plano recordaría a aquella mítica llegada del pastor Powell a la granja donde se esconden las dos criaturas de La noche del cazador, gracias a una composición que transfiere todo el enorme peso visual del suelo debajo de la carretera a los vehículos que sobre ella circulan… Ello nos suspende en una expectativa que retoma la siguiente imagen, tan divertidamente inquietante como el resto de metraje. Vamos a atender a la misma carretera, ahora, en un contrapicado que nos coloca a ras de la gravilla que pisarán los vehículos a punto de llegar. Eso sí, el que primero cruce nuestra vista no será un camión sino un faisán que, tan atolondrado como todos los de su clase, pasee por el plano, inadvertido de las enormes ruedas que desde el fondo de la imagen se acercan. Llega el primer camión, que no lo atropella por centímetros aun si lo deja clavado en su sitio. Luego pasa el segundo, el tercero, el cuarto. Toda la caravana, y el faisán a cada coche está a punto de morir, y a cada coche sobrevive hasta el siguiente. Si una rueda tocara el faisán, las butacas del cine quedarían pringadas de unas vísceras nada propias del décor que de la nueva película de Pablo Larraín esperamos. Sin embargo, resulta imposible asistir a tan impepinable sentencia de muerte sin experimentar, por lo menos, un ligero escalofrío.